Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

No dejaba de causarle inquietud un incidente que acababa de producirse, y que se ligaba de un modo estrecho a sus alarmas.

Ladislao había cambiado de filas, yéndose sin pase ni consulta siquiera a las del brigadier, con quien iba a esa hora conversando muy animadamente.

Al irse, había cruzado silencioso delante de sus compañeros de fogón. Cuaró le había mirado con encono.

Como al pasar, lo hiciera encogido al punto de similar corcova, en las espaldas, el teniente mal prevenido le había dicho en voz alta y airada:

-Ponele un puntal al rancho… ¡Mirá que se te va a caer!

Luego, Cuaró se puso fulo. Su cortezuda piel apareció más negra que de costumbre. Las alas de la nariz se le estremecieron varias veces, como si trataran de desplegarse con el venteo de un animal de presa.

Luis María llamó la atención de Ismael sobre la actitud del teniente.

Cuando Velarde lo observó, Cuaró ojeaba taciturno a Ladislao.

-Recuerda lo del fogón -dijo.

-Así ha de ser. Por lo menos adivina lo que pasa.

-No quiere a Frutos. Dice que es un «aguará» rabón.

Sonriose el joven ayudante, y murmuró bajo:

-Ladislao asegura por su lado, que nuestro jefe quiere que todos marchen con el mayor orden, cuando lo justo sería que sólo en la pelea los hombres obedeciesen. Mientras que esto no sucediera los paisanos podrían andar de rancho en rancho, disputar con los jefes, jugar a la «taba» y hasta dormir fuera del campamento si sentían deseos de cama blanda.

Ismael guiñó un ojo, alargando el labio; gesticulación habitual en él, cuando ciertas ocurrencias lo parecían despropósitos.

Después, resumiendo en una frase lacónica de estilo pintoresco su opinión sobre el individuo, dijo seco y breve:

-Criao a monte.

-Mal ejemplo, compañero, si cunde. El respeto y la obediencia son tan necesarios al soldado como el valor para ir a la batalla. Por eso admiro al bravo que sólo lo es delante del enemigo. Ese triunfa o muere en su ley.

Ismael, aunque casi insociable, cerril, tenía el espíritu vivo y perspicaz; algunos años de roce con ciertos hombres lo habían hecho un tanto accesible. Las palabras de Berón, si bien no muy claras para él, halagaban su oído como una música extraña. A veces lo dejaban en suspenso. Luego miraba al rostro del joven con un aire de admiración y de tristeza que esparcía en el suyo como un resplandor del instinto inteligente, ansioso de encontrar para manifestarse notas como aquellas de un idioma sonoro.

Así lo miró ahora melancólico y huraño.

Después murmuró:

-Por eso, antes no vencimos. Los hombres se juntaban como yeguares cuando el campo se quema, y coceaban al fuego. Ansina morían, rabiosos, pero sin miedo.

-Nuestras derrotas gloriosas no han sido más que lujos de heroísmo -dijo Luis María-. Se peleó sin organización, sin disciplina, sin ideal militar. En la hora de la prueba cada uno daba de sí toda la médula de su coraje, con su sangre o con su vida, pero antes de ese momento supremo, ninguno pensó que un cobarde hábil podía más que cien valientes imprevisores. Se creía en la pujanza del brazo como en el golpe de una centella; los briosos paisanos hacían la cruz a los fusiles en son de burla, y se reían de los cañones hasta el punto de enlazarlos de las ruedas… Sin embargo, esos fusiles y esas piezas, que ellos comparaban a las arañas negras cuando se arrastran por el camino, fueron los que inutilizaron su esfuerzo y su denuedo… ¡Acuérdese V., capitán! V., que puede enseñarme el camino del sacrificio y hasta reprenderme si me muestro débil en el día del combate; acuérdese y diga si eso es verdad.

-¡Como que aura es noche! -contestó Ismael, ingenua y suavemente.

Luis María se quedó pensativo, y miró de soslayo la columna de la izquierda. Ismael siguió aquella mirada, y se amorró.

Continuaron marchando en silencio.

Comenzaba una noche muy despejada, con su polvareda de estrellas y su aire frío como vaho penetrante de cultos abismos. Los soldados se habían envuelto en sus ponchos. Las dos líneas de bultos negros siguiendo paralelas guardaban un promedio de cincuenta pasos, al trote firme. Entre los prisioneros nadie alzaba la voz.

En la columna de la izquierda cierto bullicio sordo como de enjambre se extendía de la cabeza al otro extremo: los milicianos conversaban, reían, canturreaban, lanzábanse pullas como flechas o entreteníanse en levantar en las puntas de las lanzas algún residuo visible al paso, que luego despedían sobre el escalón delantero a modo de bola perdida. Con este motivo, a veces algún redomón enarcaba el cuello al sentirse rozado en los corvejones y sacudiendo los lomos hería el aire con los cascos, introduciendo el desorden en las filas. Si el jinete lo domeñaba, el elogio circulaba de boca en boca; si medía el terreno, el ruido del desplome producía una explosión de risas que podían resumirse en una sola y colosal carcajada.

En más de una ocasión, se impuso silencio.

En la derecha la actitud era distinta. La consigna había sido de observar la mayor compostura; y a causa de no cumplirla varios hombres fueron remitidos a la guardia de prevención. En caso de reincidencia, debían de marchar a pie con el caballo del cabestro.

El comandante Oribe, que era el que había dado la orden, decía que el voluntario estaba obligado por su misma abnegación a excederse al soldado de línea, sin lo cual su desprendimiento sería un acto vanidoso y su virtud guerrera un pueril alarde. El que ofrecía lo más, que era el contingente de su sangre, y aun de su vida, debía lo menos que eran el respeto y la obediencia. La victoria dependía de mil voluntades unidas como eslabones, sin perjuicio de la libertad individual relativa que no hacía sino afianzar la unidad de esfuerzo. Otra línea de conducta, sólo engendraba un espíritu de insubordinación y de licencia, que al estimular los resabios concluiría por torcer los planes mejor combinados, y por erigir la prepotencia personal en única autoridad respetable. El soldado se debía a la disciplina, como el ciudadano a la ley.

Todo esto había dicho a sus subalternos horas antes con firmeza y desenvoltura militar, recorriendo a paso lento las filas.

Sus palabras habían hallado eco.

De ahí que en el escuadrón reinase el orden. Sólo uno se había retirado, descompuesto y arisco, que era Ladislao Luna.

El diálogo de Luis María y de Ismael, no había sido más que un comentario a aquella arenga en favor del buen servicio.

Sobre esta terna se seguía hablando a la cabeza de la columna, cuando se mandó un alto de descanso.

Todos echaron pie a tierra, no poco deseosos de desperezarse fuera de los estribos con entero desembarazo; y las bestias resoplaron de contento, sacudiendo frenos y monturas.

Uno de los oficiales, el capitán Meléndez, se acercó al grupo formado por Berón, Ismael y Cuaró, diciendo:

-Parece que ha habido hoy un pequeño choque de partidas sueltas a este lado del camino, pues los exploradores han visto tres muertos en el bajo.

-¿Enemigos?

-Dos de ellos. El otro, no se sabe si pertenecía a los nuestros. Aseguran que no debía ser de la milicia; no se encontró arma alguna a su lado, ni siquiera un cuchillo.

-¿Viejo o joven, ese muerto? -preguntó Luis María.

-Hombre maduro, el pelo entrecano, que llevaba «ojotas». Le habían acertado dos balazos en la cara; lo que de lejos hacía creer que tenía cuatro ojos. Los otros muertos eran de caballería de línea. Por el uniforme debían de pertenecer a la que está de guarnición en Montevideo. Uno estaba casi degollado, y al otro le habían revuelto en el vientre una lanza con cuatro medias lunas, de modo que no le quedase entraña que no luciera al sol.

-¡Que cornada fiera!

-Lo particular del caso es que junto al de las «ojotas» se vio un astil hecho añicos, pero sin rastro de moharra. Se supone que los vencedores se llevaron el hierro para que no sirviese a otro que tuviese un brazo parecido.

Luis María se acordó de don Anacleto, que iba armado de una lanza con cuatro medias lunas. Los datos, sin embargo, no arrojaban bastante luz. Aun en la hipótesis contraria, resultaría de ello que él no había perecido.

Con todo, apresurose a relatar el incidente que motivó la salida del viejo en seguimiento del miliciano sospechoso, desde San José.

Sus compañeros escucharon muy atentos; y Cuaró dijo:

-Mirá; el viejo no era baqueano y sacó un vecino. Al vecino, le hicieron estirar el garrón, y arrearon con el viejo. El que lanceó no jué él, sino el vecino, que había de ser hombre duro…

-¿Por qué, teniente?

-El viejo es blando, como cera de «camoatí»… No ruempe lanza ni en un tronco, porque el brazo se le hace junco.

Ismael se sonrió y Luis María se sintió más tranquilo. Cuaró había resumido en una frase toda una observación sico-fisiológica sobre la personalidad de don Anacleto; y a partir del aserto, las probabilidades de haber salvado la vida estaban a su favor. ¡A buen seguro que él se habría dado maña para librar la piel con la menor lesión posible!

La orden de seguir la marcha interrumpió la conversación.

A poco andar, súpose que no había enemigos en la villa. Cruzose el Santa Lucía por el paso del Soldado.

Siguió la fuerza avanzando a gran trote. En sus desviaciones frecuentes cortó un trecho largo de campo y pasó con el agua al pecho el arroyo Canelón grande.

A altas horas percibiéronse delante grandes sombras de arbolados y casas. Era la villa de Guadalupe con sus chacras, quintas y edificios de «quinchado» o teja en medio de tinieblas, que contribuían a aumentar en las calles las paredes sin blanqueo, el solado de tierra y la falta de reverberos.

La fuerza revolucionaria, formando una sola columna, atravesó la villa, como por en medio de una doble fila de sepulcros -tal era el aspecto de las viviendas, la soledad y el silencio que dominaban por doquiera.

El segundo cuerpo de paulistas se había retirado hacia muchas horas, abandonando algunos despojos, y siguiendo el camino de otra columna que había contramarchado del interior a marchas forzadas para guarecerse en Montevideo.

Según se supo, el coronel Pintos había tenido noticia de todo lo ocurrido, el día anterior por conducto fidedigno. Las nuevas se les trasmitieron por «chasque» expreso, que llegó aplastando caballos, y que lo sorprendió en la ignorancia más completa. Al principio, todo fue vacilación y zozobra, apremio y desorden. Después resolviose el repliegue sin demora, al paso precipitado, sin esperar instrucciones de la capital. Emprendida la retirada bruscamente, se arrastró lo que se pudo, llevose por delante las guardias destacadas envolviéndolas en el tumulto, cortáronse los tiros a los vehículos de andar torpe dejándolos en el medio o a los costados de la carretera a modo de estafermos que señalaban en la densa oscuridad el rumbo de la fuga; y como hicieran sin duda demasiado peso algunas armas blancas y de fuego, fueron con ellas sembrando el terreno hasta muy cerca del antiguo real de San Felipe, según los partes de la gran guardia que iba barriendo el camino como la primera ráfaga del viento de tempestad que debía rugir contra los muros ciclópeos.

Se agregaba que, bajo la impresión recibida, la tropa se había hecho un hacinamiento, al punto de ordenarse muy tarde en escalones. La voz de los jefes y oficiales tuvo que ser acompañada de la amenaza y de la espada para dar alguna corrección a las filas y mantener el paso uniforme en campo abierto. El coronel Pintos en un arrebato, había hablado de fusilar. Entonces la insubordinación y más que eso el pánico que iba tomando creces, fue dominado en parte a pesar de la hora, del aislamiento y del peligro cercano. El regimiento se alejó a tropezones, ocultando en las tinieblas el rubor de su desmoralización.

Venían las primeras luces del alba, cuando la división revolucionaria acampaba a orillas del Canelón.

Se habían adoptado resoluciones importantes. Los dos jefes principales con la masa de prisioneros, debían contramarchar al interior, y para distintos puntos otros subalternos, que gozaban de prestigio en sus respectivos distritos. La villa de San Pedro fue designada como punto céntrico de reuniones parciales, que debía presidir el brigadier Rivera; y las nacientes del Santa Lucía como sitios a propósito para el cuartel general de Lavalleja. De este modo la fuerza a la ofensiva quedaba reducida a cien hombres, escogiéndose al efecto cincuenta voluntarios al mando de Oribe y otros tantos de los ex-dragones de la provincia. Eran sus armas la carabina, la lanza y el sable, distribuidas convenientemente.