-Mi comandante: ese hosco soldado va a dar que hacer.
Oribe fijó sus ojos inteligentes en Calderón por breve rato, y luego contestó.
-Si es capaz de volido, le cortaremos su tiempo las alas, ayudante. Estoy por creer que, en efecto, éste es de los «retobados».
Calderón desfiló con sus dragones por la izquierda, y acampó paralelamente al monte.
Poco tiempo después; Luis María lo vio conversando animadamente con Rivera, algo apartados de la gente. Paseábase él distante a la espera del toque de atención, pues se iba a levantar campamento de un momento a otro.
Por más que observó de nuevo al jefe de dragones, no halló detalle alguno porque rectificar su anterior juicio. La vulgar figura del personaje sólo denunciaba la acción burda y el instinto avieso. En cambio, el rostro del caudillo en este instante expresivo, atrajo su mirada, sin él quererlo; pareciole que aquellos ojos oscuros, y pestañas pobladas, habituados a mirar en el desierto, a percibir de un golpe todo lo que se agitaba en la soledad inundada de luz y oreada por el «pampero», cual si para ellos fuera el ambiente un inmenso espejo reflector, tenían con el alcance del ojo de buitre el poder virtual de los que leen en la intención. Ya era, mucho que de muy lejos descubriesen un vado o una «picada» o distinguieran entre diez morros de una sierra aquel que señalaba como un guía gigante la curva de un camino; pero algo más era que revelasen con atrevimiento la posesión del secreto ajeno.
Le adivino el plan, -decía Rivera-. Pero no se precipite… La ocasión puede presentarse; ésta gente anda sin rumbo.
Luis María se alejó de allí.
– IX –
Media hora habría trascurrido, cuando la columna emprendió marcha a San José con su considerable masa de prisioneros.
Tomose allí una guardia brasilera, y se acampó junto al monte.
Algunos grupos de hombres, cerriles, jinetes en redomones con «bocados», taciturnos, envelado en sus cabalgaduras, se incorporaron alas fuerzas. Con ellos venían dos o tres mujeres de chiripá y chambergo, y más de un perro de hocico negro y piel rojiza.
En los fogones, al caer la tarde, circularon noticias halagadoras. Decíase que en la villa de San Pedro, hasta entonces guarnecida por milicia del país, se había producido un movimiento uniforme en favor de los invasores. Las comunicaciones de Lavalleja informando sobre la captura del comandante general de campaña, habían apresurado la explosión rompiéndose sin escrúpulos todo lazo de obediencia, y relegándose a último término al jefe inmediato que lo era el brasileño Ferrada. Toda la milicia aclamaba a los libertadores; en el centro de aquella región no existían ya enemigos. A otros rumbos se iban sucediendo los alzamientos de una manera sorda, pausada, siniestra; los contingentes aparecían de improviso en la llanura, sin saber de donde brotaban, enconados y resueltos.
Afirmaban algunos que salían de los bosques al rumor de libertad, así como «puntas» de ganado alzado cuando la gramilla escasea en los potriles y el sol reverbera en el «playo» con un calor que llega a la sangre del «matrero». Un hermoso miraje de nueva vida, sin duda, encantaba los campos. ¡La décima del triunfo en idioma nativo recorría lomas, ríos y selvas como un grito de gloria!
En la noche, muy clara y fría, los fogones ardían a lo largo del campamento reflejando sus vivas llamas en el fondo negro del monte. Desde el linde de la villa; los grupos de hombres y caballos aparecían enormes al resplandor de esas llamas envueltas en humaza densa; y la serie de fogones, como fantásticas luminarias de ciudad construida en un valle profundo.
Junto al vivac de Ismael se alternaba el canto con el cuento, tañíase al descuido una guitarra o se comentaban las noticias, recibidas.
El aroma de carne, de novillo ensartada en el asador, unido al muy acre de los troncos semi-verdes llenaba la atmósfera del sitio, sin molestia visible para los que aspiraban su ambiente. Un «mate» de tres berrugones y asa en forma de cuerno andaba de mano en mano. Los cigarrillos de tabaco en rollo no caían de las bocas, como sepultadas entre el boscaje de barbas nunca rasuradas. Eran, según la expresión de don Cleto, «parejitas sus brasas con los bichos de luz en el ortigal escuro».
Con este motivo, uno había dicho:
-Roncheador como cardo, el viejo.
-Dejálo que voracee -agregó otro-. Ya no le va quedando más que esa nariz de «carancho» desplumao.
-Es mi orgullo -repuso don Cleto, con mucha seriedad-. El hombre ha de ser narigudo para dejar algo a la adevinación; lo mesmo que el «flete» por el pelo y el pájaro por el pico.
Pusiéronse a reír estruendosamente.
-¡No sé nada! -siguió diciendo el capataz de Robledo-. Con risa no se aturde a la experiencia; y dejando de chiflar por puro, gusto, más valiera pedir una cosa de sustancia. ¡A pedirla voy por Cristo!…
Reinó el silencio. Las miradas se fijaron en el viejo, con aire de curiosidad.
-Sin despreciar a naide -añadió don Cleto- no hay aquí más que un cantor… el que tiene la guitarra. ¡Lindo juera se negara cuando pide la riunión!
Un aplauso ruidoso acogió estas palabras, como si en realidad ellas hubieran interpretado los deseos del grupo. Algunos estrecharon la mano a don Cleto; y no faltó quien lo abrazase con entusiasmo.
El que tenía la guitarra era Ismael.
Un poco apartado del fogón, casi hundido en la sombra, de modo que la llama sólo alumbraba su rostro delgado y pálido, estaba como de costumbre taciturno, acaso indiferente a lo que a su lado ocurría.
Caíale sobre los ojos un rizo castaño de una suavidad y brillo que envidiaría una mujer, y la barba cortada, sedosa, ornando el óvalo correcto, daba a su semblante una belleza extraña de Alcinoo huraño y triste.
Apoyábalo sobre el codo izquierdo. Con su mano derecha rasgueaba la guitarra, tendida delante sobre la hierba.
-¡Que cante el capitán! -exclamaron algunos a la vez.
-¡Sí, que cante! Linda la trova ha de ser.
-¡Por el amor o la tierra!
-¡Como quiera, la calandria trina con primor!
-¡Cerrar el pico chimangos!
Ismael se había sentado, y tañía el instrumento.
Ya no habló ninguno. El capitán tosió, e hizo gemir la prima.
A poco, alzose su voz de timbre claro y vibrante, tan pura y fresca que parecía disputar a las cuerdas el encanto, de sus ecos. Y cantó de esta manera:
Cayó un día en mi guitarra -un ramito de cedrón; -y al latido de la entraña -en las cuerdas tremuló.
Vino el ramo de una moza -toda, ¡puro corazón!- y en la noche de ese día- ¡otra flor ella me dio!
Jué un godo mal querido- sabidor de mi ventura;- y entre sombras como fieras- nos trenzamos a facón.
Cayó el godo mal herido -envasado en el riñón;- el sarnoso tuvo cura,- ¡mas la moza se murió!
En un cajón la acostaron -sobre piedras la pusieron; -el cuerpo bajó gritando -por sus ojos de lucero.
Sin rumbeo por los campos -naides supo mi dolor; -el monte me dio su abrigo -como a un perro cimarrón.
Perdíanse en el bosque los sones plañideros, y todos permanecían en suspenso. Tal vez el trino de algún ave insomne contestó el lamento; pero las bocas quedaron mudas en torno del vivac.
Y en tanto el silencio se hacía cada vez más profundo, y las cabezas caían melancólicas sobre los pechos, la voz; adolorida modulando, en dulce concento, repetía; su queja:
En un cajón la acostaron
sobre piedras la pusieron;
el cuervo bajó gritando
por sus ojos de lucero…
Sin rumbeo por los campos,
¡Naides supo mi dolor!
El monte me dio su abrigo
como a un perro cimarrón,
Luego, la guitarra cayó en tierra, gimiendo. Ismael estaba lívido, con un brillo de fiebre en las pupilas, el labio temblante: torvo el ceño. Cuando encendió el cigarro, su mano, estremecida sembró el suelo con las chispas del tizón.
Después dijo, como abstraído, sin duda aludiendo al recuerdo:
-Parece mordedura de un gusano venenoso…
Don Cleto, que había escuchado casi en cuclillas con la larga barba enroscada en la mano a manera de manija de chicote y el codo firme en la rótula, exclamó:
-En oyendo canturria de esa laya, hay que moquear a la juerza… ¡Después vengan alardeando que es más gustosa una clarinata del alba!
Uno se amostazó, murmurando con enojo:
-¡Nunca falta un güey trompeta!…
-¿Qué?… ¡Vení a ponerme el yugo! No soy de rumiar, ni cabestrear como otros que van de la soga -replicó el viejo encorvándose de súbito, como si la frase le hubiese dado en la chilladera.
-¿Y a qué santo ese «mangrullo»? -preguntó más hosco su interlocutor, que no era otro que Ladislao.
-¡A San Frutos! -dijo don Cleto, temblándole el «barbijo» del viento de la cólera-. Muchas veces vide al zorro desatar un mancarrón de la estaca y tirar de la guasca hasta arrollarla toda en la cueva, y en cuanto hocicó el animal trozarla a diente fino dejándole tan solo el bozalejo; pero nunca he visto que el coludo haga hocicar al «matrero» por el gusto de enredarlo en su mesmo maneador…
Ladislao se levantó de un salto, iracundo, volviendo el mango de hierro forrado en cuero de su «rebenque».
-¡Yo no soy de los que van al fogón del brigader! -siguió desahogándose el antiguo capitán, todo encogido y nervioso, con el chambergo en la nuca y los dos brazos en continuo movimiento-. Para fogón tengo bastante con el de mi jefe, cuando guste y quiera… Allí no se juega plata del Brasil, ni se tira la taba por ganao ajeno, ni se manda carnear con cuero por engordar de cuaresma… Sino, ¡vení y chifláme! como sino tuviese yo conoscencia del truje y maneje para un enriedo -flor por retrucarlo a Oribe y, calentarle las masetas al más comadrero.
-¡A la fija te lonjeo! -prorrumpió Ladislao arrojándose con ímpetu sobre don Cleto, con el «rebenque» alzado.
El capataz de Robledo calló de pronto y se hizo un arco.
Pero cuando su contendiente iba a descargar con furia el golpe, un brazo vigoroso sujetó su mano; obligolo a girar sobre sus talones cual una peonza; y como efecto del empuje, apartolo temblequeando algunas varas.
Al mismo tiempo, este tercero interventor, que era Cuaró dijo con su aire calmoso:
-Dejalo al viejo, que es güen amigo…
Ismael se había tendido sobre una carona, y cerrado los ojos. Parecía dormir.
Ladislao vino a sentarse todo encrespado en su «lomillo».
Fulgurábanle las grandes pupilas verdes, y tenía trémula su mejilla, de una palidez de muerto. Al sentarse lanzó al teniente, que a su vez se había echado boca abajo, en los pastos, una mirada oblicua, inflexible y dura.
Cuaró dio una especie de gruñido sordo.
Luego, silencioso, desnudó una cuchilla, semejante a cortadera de colmenero, y se puso con ella a picar tabaco.
Allá lejos del fogón, hundido en la sombra, de pie y con los brazos cruzados sobre el pecho, Luis María había observado la escena.
Acercose sin prisa, y se sentó en las hierbas.
Alcanzáronle el «mate» que sorbió con lentitud, mirando a todos los semblantes con un aire tranquilo y severo.
Don Cleto se fue retirando del sitio poco a poco. Ladislao se levantó al rato, paseose un momento por allí cerca, como quien vigila los caballos atados a la «estaca»; y luego se perdió en las tinieblas, sin decir palabra.
Cuaró cogió un tronquillo ardiendo, encendió el cigarro y se puso a fumar, casi inmóvil, somnoliento. Ismael se sacudió un instante, puso la mano bajo la mejilla, y siguió en su sueño al rescoldo del vivac.
El clarín hizo oír el toque de silencio.
Luis María se envolvió bien en su poncho, tendiéndose de costado.
Cuando poco después se aproximó el liberto Esteban, lo halló dormido.
Reinaba en el campamento una calma completa.
Los fogones se iban convirtiendo en cenizales luciendo apenas uno que otro punto rojizo de brasas agonizantes. Algo de rumoroso como una respiración enorme y confusa se sentía en el aire, en concierto con el triscar y el resoplido de las bestias.
– X –
Muy temprano, Luis María estiró sus miembros, arreglose las ropas y fuese a la orilla del río.
Había entrado por un sendero estrecho, que al formar con otro, parecido las pinzas de un cangrejo, monte por medio, unía al de éste su extremo junto al borde del río. El sitio era oscuro y ramoso cubierto de breñas y enredaderas silvestres al punto de colgar sobre las aguas todo un cortinado espeso de hojas y de lianas de un verde deslucido y ajado por los primeros hielos. Los pálidos rayos del sol naciente abriéndose paso con dificultad a través de aquel tejido enmarañado sembraban la línea opuesta del cauce de pequeñas placas de oro como si cruzasen por una inmensa sombrilla de filigrana. Las plantas acuáticas unidas en gruesa trenza de una a otra ribera, descendían por grados -como un pie cauteloso- el reducido pero escarpado barranco; hundíanse poco a poco en el río hasta esconderse en su seno, y siguiendo las inflexiones del álveo iban trazando arcadas de esmeralda para perderse al fin en lo turbio, y reaparecer luego en la otra orilla, cuyo tajo a pique escalaban audaces con profusión de hojas y de guías.