Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

-¡Me escuece la gana de meterle en los sesos la carga del trabuco!

Dirigiolos entonces a Rivera, con un gesto de hombre a quién abandonan las fuerzas; y como sólo observase en las sombras, al lado opuesto del fogón, un bulto negro, inmóvil, silencioso que lo daba las espaldas, desprendiose con un movimiento rápido la espada que tendió al jefe invasor.

Este diose vuelta a su vez; y en lugar de la suya, una mano retinta cogió el arma. Era la de un negro liberto, quien, lleno de un aire de dignidad propio de ordenanza de jefe superior, señaló con la empuñadura el rumbo al prisionero.

Borba marchó, bastante aturdido, y tras de él sus oficiales, que habían sido desarmados con una celeridad asombrosa por los hombres del grupo.

Andando bajo la lluvia mansa en la profunda oscuridad, Cuaró, que llevaba a un capitán cogido del codo y cuyo paso, se hacía inseguro en el terreno desigual, se detuvo y díjole con voz calmosa:

-Mejor es que tirés de las espuelas, y andás más lindo en el pantano.

El capitán obedeció en el acto, y descalzose sus rodajas de horcadura de bronce.

Cuaró se apresuró a cogerlas, calzándoselas a su vez muy despacio y sesudamente en sus botas de cuero de tigre.

Cuando se reincorporó y siguió la marcha con su prisionero, sintiose tentado a llevarlo a un «totoral» que hacia el flanco había sirviendo de guirnalda a una laguna; pero, una sombra, la de un hombre que a paso lento venía detrás y que a él le pareció el ayudante Berón, le hizo desistir del intento, y continuó en pos de los otros, gruñendo, casi colérico.

– VIII –

Muy temprano, junto al denso bosque entre cuyas orlas corría el río y cuando sonaba la diana vibrante y alegre, se hizo formar a los prisioneros, que sumaban centenares entre oficiales y soldados.

A la claridad pálida de una aurora cenicienta, aparecían mojados con los uniformes llenos de lodo y los rostros marchitos. Algunos los tenían verdinegros, enjutos y salpicados de barra seco, como si los hubiesen recostado en el charco improvisado por la lluvia.

-¡Cómo anda la lombriz de tierra! -ocurriósele decir a Ladislao-. De esta hecha van a ser más que las langostas.

Cuaró, que los miraba con ojos torcidos, apoyado en su lanza enorme como «picana» de carreta, hizo una mueca expresiva, y extendiendo la mano libre hacia la falda de la colina que dominaba el lado opuesto del paso del Rey, exclamó:

-¡Mirá! ahí viene otra gente media avispa que anda maliciando… En cuanto olfatee, va a disparar.

Ladislao vio en realidad un destacamento, que se aproximaba a pasos, cautelosos, escoltando varios vehículos de campaña, sin duda cargado con los útiles de tropa. Venía a su frente un oficial; quien a poco de haber avanzado en su camino, mandó hacer alto, y dirigiéndose solo a la loma, pusose a mirar con atención la extraña escena que se desenvolvía allende el vado.

Rivera le enderezó sus anteojos por el abra que formaba el paso y cambió algunas palabras con Lavalleja. Como Ladislao viese que un ayudante venía al galope hacia su escuadrón, dijo:

-¡Mandan cargar!

Cuaró se irguió de súbito, pasó la palma de la diestra por la boca, frotola en el mástil del lanzón, y repuso con viveza:

-A esta mitad ha de ser amigo. ¡Capitán Mael!…¡Dicen cargar!

Ismael estaba impasible con un pie en el estribo y los brazos sobre el «recado» cuando aproximándose el comandante Oribe, díjole:

-Cruce el paso, capitán, con su mitad, y cargue esa fuerza que se encuentra quieta en la ladera; pero, procure apoderarse de todos o de alancearlos en la fuga. ¡Conviene que ninguno escape!

Cuaró dio un pequeño gruñido y apretó los dientes. Velarde se saltó de un alto en los lomos echando mano a su lanza, y dio una voz.

-¡Paso de trote!

-La mitad marchó en desfile, entró al agua, atravesaba el vado perdiéndose un momento en el cortinado del bosque, y reapareció bien pronto tendida en ala en la ladera opuesta.

Sin aguardar un minuto, cargó en dispersión.

El enemigo dio la espalda a toda rienda, después de disparar algunos tiros de carabinas, y en el desbande los más siguieron corriendo a lo largo de la línea del monte, mientras que un grupo pequeño se lanzó a la loma en la esperanza de ganar el llano.

Un jinete que blandía una lanza con moharra en forma de culebra retorcida, salioles al encuentro de flanco, dando un bramido. Fue como un avance de fiera. A uno de los soldados lo alcanzó el bote, penetrándole la moharra por el costado izquierdo.

La punta apareció por debajo de la tetilla, cimbrose el astil hasta crujir, y el jinete arrancado de los lomos, dio en el suelo de cabeza, que se dobló como una espiga bajo el peso del cuerpo con el sordo desplome de una res. La sangre manaba a borbotones.

Viola Cuaró humear, dilatando las fosas nasales como para recibir aquel vapor tibio; su pupila llegó a adquirir la fijeza del ojo felino recogiéndosele las túnicas hasta descubrir toda la órbita; gritó furibundo clavando las dos espuelas al redomón, y precipitose sobre otro de los fugitivos, sin darle más tiempo que para arrojar su carabina y desnudar el sable.

A vista del corvo en manos que temblaban al amagar un mandoble, subió de pronto la cólera del teniente. En vago el primer golpe, su lanza en el segundo buscó el blanco tan firme y certero, que rompiendo las dos manos que oprimían el sable, entró en el pecho arrojando de un envión a su enemigo. El reyuno de éste, asustado, diole un par de coces, en el suelo, y arrancó a escape.

Cuaró se revolvió rugiente tirando al pasar una nueva lanzada al caído empujándolo un trecho entre contorsiones y crepitante crujir de huesos; y poniéndose a los alcances del último que quedaba, y que ya había descendido veloz al llano, le gritó en su idioma;

-¡Volta cara, «mameluco!»…

El soldado sujetó de golpe su caballo, y volvió en efecto su rostro anguloso de color lívido, de nariz chata y ojos saltados de las órbitas. Temblábale sin duda todo el cuerpo, porque sus espuelas hacían música de trémulos. Así mismo se echó a la cara con ambas manos la carabina e hizo fuego.

El teniente se había tendido sobre el cuello de su redomón; pero este ardid estuvo de más; pues si bien chispeó el pedernal, el tiro falló.

Cuaró llevole el ataque con un alarido, y el soldado cayó al suelo con la lanza clavada en los riñones. Se estremeció un momento con los brazos en cruz, y quedose inmóvil boca abajo.

Cuaró se puso a mirar en derredor, haciendo bailar a su potro sobre los remos traseros, en busca de otro adversario.

No había ya ninguno. Por delante, el llano estaba solitario. Sobre la línea del monte, Ismael regresaba al trote al vado con el destacamento paulista prisionero.

Entonces, enderezó al rumbo despacio. Su redomón tenía las narices muy rojas y abiertas, el ojo despavorido bajo su copete de crin. Temblábale la piel lustrosa como si lo hubiesen azotado con un látigo de acero.

Su jinete parecía haberse calmado de súbito.

A la agitación terrible que lo había sacudido minutos antes, llegó a sucederse cierto sosiego, un aire de indiferencia y una expresión vaga en la mirada ya con sus párpados semicaídos. Arrastraba el lanzón sobre los pastos y llevaba la cabeza baja, sin preocuparse de limpiar la sangre que le cubría la mano derecha. Al pasar junto a los caídos, se cercioró si estaban bien muertos, dándoles un golpe con el cuento del arma. Movió la cabeza con un gesto grave y siguió su camino.

Una vez en él campamento, dirigiose a su fogón, clavó en tierra la lanza y se apeó, diciendo a Esteban con una risilla alegre:

-Emprestáme el chifle para remojar un poco.

Por delante del vivac empezaron a pasar a grupos los compañeros, y por turno se iban deteniendo a observar de cerca aquel rejón cubierto de sangre fresca y cuya banderola aparecía pegada al astil por los coágulos como si hubiese entrado por repetidas veces en el cogote de un toro.

-¡Lanza brava! -dijo un viejo-. ¡No parece sino que fuese el rabo de mandinga por lo retorcida y culebreante!

Cuaró se había acostado y sacudía en el aire una de las robustas piernas para hacer saltar algo como pulpa líquida, que le teñía de rojo la bota de cuero de tigre.

Una de aquellas gotas espesas salpicó lejos, adhiriéndose a la larga y curva nariz del viejo, que se había inclinado sobre un estribo para mirar mejor.

Todos rompieron a reír estrepitosamente.

El paisano, enderezándose con rapidez, limpiose la nariz con mucha parsimonia, y dijo, uniendo su risa a la algazara.

-¡Juguen no mas, con sangre; que a la guelta de pocos años en ella nos hemos de ahogar a juerza de estarla oliendo!

-¡Lindo el lunar, don Cleto!

-¡Una berruga portuguesa!

-¡A ver si en la primera hunta esa chuza, dragonazo!

El llamado don Cleto, arremolinó la que tenía en la mano por encima de la cabeza; blandiola de costado con cierta habilidad; tendiola hacia su retaguardia velozmente, amagó adelante enristrándola como para acometer a un fiero enemigo; hizo un saludo la hundió en tierra y se cuadró en los lomos arrogante.

Y como todos aplaudiesen su destreza entre broncas carcajadas, él impuso silencio con un ademán, clamando en voz estentórea:

-¡Un freno coscojero y unas boleadoras de retobo de lagarto a quien clave primero la suya a tiro de trabuco de la muralla!

-¡Ya está!…

-¡Tire el pelo al aire!

-Por esta cruz, que me parta un rayo.

-Entre estas y otras voces altisonantes, las manos se alzaban, poniendo en conmoción los fogones cercanos.

Cuando la algarabía iba en aumento, y amenazaba degenerar en broma de mal carácter, uno gritó desde la altura en que se encontraba a caballo:

-¡Ahí viene gente!…

Se callaron, apartándose algunos del vivac para observar mejor. Sólo Cuaró siguió tendido sobre la hierba, fumando tranquilamente.

Estaba ya avanzada la mañana. El sol cortaba la línea del monte asomando su disco sobre las copas más enhiestas que exhibían grandes ranuras en el follaje e infinitas ramas en laberinto formando en lo alto de la bóveda como un inmenso pabellón de bayonetas pavonadas. La atmósfera sin celajes, pura, transparente, permitía distinguir de muy lejos los menores objetos. Desde la próxima loma dominábase por encima del bosque, que serpenteaba en un plano hendido, el panorama extenso y luminoso de la opuesta ribera sembrado aquí y allá de puntos negros que resaltaban en el verde sin fin de las praderas, y que eran otros tantos «ranchos» de «totora» y tierra dispersos en la gran zona desierta como jalones del esfuerzo en la lucha por la vida. Ningún pastor ni gaucho errante se veía mover en el fondo de esa zona. El ganado mismo parecía haberse alejado de los contornos. Solamente algunos «chimangos» trazaban círculos sobre la colina del centro, en el sitio donde dejara Cuaró hundidos a tres adversarios. En cambio hacia la izquierda del vado, venía marchando en columna un escuadrón en parte armado a carabina, y a lanza sus últimas mitades.

Al frente trotaba el jefe, con el clarín de órdenes un poco a retaguardia. La tropa venía sin guiones, ni estandarte. Aunque bastante numerosa, su porte y su avance no indicaban intenciones hostiles.

El escuadrón se detuvo en el paso, al habla con la guardia avanzada; y poco después, obedeciendo a orden trasmitida por un ayudante del brigadier Rivera, lo traspuso, y se adelantó en el radio del campamento a trote largo.

Todos observaban con atención, preocupados al parecer con la frase que un soldado había murmurado irónicamente en medio de un gran silencio:

-¡Son los dragones de la provincia con su jefe cordobés que vienen al llamado de Frutos!

Calderón seguía algunos pasos al frente, de bota a la rodilla y un poncho ligero, de paño negro en banda, sobre el pecho, columpiándose en la montura cabizbajo y desconfiado.

Apenas lo vio llegar y examinó su figura, chocole a Luis María este nuevo personaje que con ruido de «chapeado», y espuelas entraba al campo, como contingente de importancia.

Aparte de su aire de vanidad sin disimulos y del corte de sus facciones indefinidas, miraba con taimonia y encelamiento. No era oriundo de la tierra, sino de una provincia mediterránea argentina; ni su apellido era el que ostentaba. Todo él constituía una falsa identidad, en medio de aquel hervidero de pasiones locales.

Berón observó en el rostro cetrino del jefe de dragones cierto gesto burlón al contemplar la bandera; y entonces dijo a Oribe: