Eric (Mundodisco, #9) – Terry Pratchett

—¿No lo entiendes? —dijo Eric, con las gafas resplandecientes—. ¡Deben de haber entrado el caballo antes de que los soldados se escondieran dentro! ¡Sabemos lo que va a pasar! ¡Podemos ganar una fortuna!

—¿Exactamente cómo?

—Bueno… —el chico vaciló—. Podríamos apostar a los caballos, algo de eso.

—Una gran idea —dijo Rincewind. —Sí, y…

—Lo único que tenemos que hacer es escapar y luego averiguar si aquí hay carreras de caballos y luego esforzarnos al máximo por recordar los nombres de los caballos que ganaron carreras en Tsort hace miles de años.

Volvieron a mirar al suelo con expresión abatida. Era lo malo de los viajes por el tiempo. Que a uno nunca lo pillaban preparado. Su única esperanza ahora, decidió Rincewind, era encontrar la Fuente de la Eterna Juventud de Da Quirm, conseguir mantenerse vivo unos cuantos miles de años y estar listo para matar a su propio abuelo, que era el único aspecto de los viajes por el tiempo que alguna vez le había atraído. Siempre había pensado que sus antepasados se lo habían ganado de sobra.

Era curioso, sin embargo. Se acordaba del famoso caballo de madera, que había sido usado para infiltrarse en la ciudad fortificada. No recordaba nada de que hubiera dos. El siguiente pensamiento que se le ocurrió tenía algo de inevitable.

—Perdone —le dijo al guardia—. Esto, esa otra cosa de madera que hay fuera de las puertas… Supongo que no es un caballo, ¿verdad?

—Bueno, vosotros debéis de saberlo, ¿no? —dijo el guardia—. Sois espías.

—Apuesto a que es como más oblongo y más pequeño —dijo Rincewind, con una cara que era el vivo retrato de la curiosidad inocente.

—Apuestas bien. Sois unos cabrones sin imaginación, ¿verdad?

—Ya veo —Rincewind juntó las manos sobre el regazo.

—Intentad escapar —dijo el guardia—. Venga, intentad escapar y veréis qué os pasa.

—Supongo que vuestros colegas lo traerán a la ciudad —continuó Rincewind.

—Es posible —admitió el guardia.

Eric soltó una risita.

El guardia había empezado a darse cuenta de que se oían muchos gritos a lo lejos. Alguien intentó hacer sonar una corneta, pero las notas se convirtieron en un gorgoteo y murieron al cabo de un par de compases.

—Parece que hay una buena pelea ahí fuera, por lo que se oye —dijo Rincewind—. La gente está luciendo el palmito, haciendo gestas heroicas, siendo vistos por sus superiores, esas cosas. Y tú estás aquí dentro con nosotros.

—Tengo que mantenerme en mi puesto —dijo el guardia.

—Ésa es exactamente la actitud correcta —dijo Rincewind—. No importa quién haya ahí fuera luchando con valentía por defender su ciudad y a sus mujeres del enemigo. Tú te quedas aquí y nos vigilas. Ése es el espíritu. Probablemente te hagan una estatua en la plaza de la ciudad, si es que queda plaza. «Cumplió con su deber», escribirán en la placa.

El soldado pareció reflexionar sobre aquello y mientras estaba pensando se oyó un crujido terrible de astillas procedente de las puertas.

—Mirad —dijo a la desesperada—. Si me asomo ahí fuera solamente un momentito…

—Por nosotros no te preocupes —le animó Rincewind—. Si ni siquiera vamos armados.

—Claro —dijo el soldado—. Gracias.

Sonrió a Rincewind con expresión preocupada y salió corriendo en dirección al estruendo. Eric miró a Rincewind con algo parecido a la admiración.

—Eso ha sido bastante asombroso —dijo.

—Ese chaval va a llegar muy alto —dijo Rincewind—. Un pensador militar sólido como he visto pocos. Vamos. Escapemos lejos.

—¿Adónde?

Rincewind suspiró. Había intentado dejar clara su filosofía básica una y otra vez, pero la gente nunca captaba el mensaje.

—No te preocupes por el adónde —dijo—. Te digo por experiencia que eso siempre se soluciona solo. La palabra importante es lejos.

El capitán asomó la cabeza con cautela por encima de la barricada y gruñó.

—No es más que un baúl, sargento —dijo en tono cortante—. ¿No ve que dentro no pueden caber más que un hombre o dos?

—Disculpe, señor —dijo el sargento, con la cara de un hombre cuyo mundo ha cambiado mucho en escasos minutos—. Por lo menos caben cuatro, señor. El cabo Desuso y su pelotón, señor. Los mandé a abrirlo, señor.

—¿Está borracho, sargento?

—Todavía no, señor —dijo el sargento, apasionadamente.

—Los baúles no se comen a la gente, sargento.

—Después se ha enfadado, señor. Ya ve lo que le ha hecho a las puertas.

El capitán volvió a mirar por encima de la madera rota.

—Supongo que le han salido piernas y ha venido andando, ¿no? —dijo con sarcasmo.

El sargento sonrió de alivio. Por fin parecían estar en la misma sintonía.

—Lo ha adivinado a la primera, señor —dijo—. Piernas. El cabrón tiene cientos de piernecitas, señor.

El capitán lo fulminó con la mirada. El sargento puso la cara de póquer que se ha ido transmitiendo de oficial sin mando a oficial sin mando desde que un protoanfibio le dijo a otro protoanfibio de rango inferior que reuniera a un pelotón de tritones y Tomara Esa Playa. El capitán tenía dieciocho años y acababa de salir de la academia, donde se había graduado con honores en asignaturas como Táctica Clásica, Odas De Despedida y Gramática Militar. El sargento tenía cincuenta y cinco años y en lugar de educación lo que había tenido era cuarenta años de atacar o ser atacado por arpías, humanos, cíclopes, furias y cosas terribles con patas. Se sentía avasallado.

—Bueno, voy a tener que ir a mirar, sargento…

—No es un buen plan, señor, si me permite…

—… Y después de que lo haya mirado, sargento, va a haber problemas.

El sargento le hizo el saludo militar.

—Será como usted diga, señor —predijo.

El capitán soltó un soplido de burla y pasó por encima de la barricada hacia el baúl que estaba sentado, callado e inmóvil, en medio del círculo de devastación que acababa de causar. El sargento, entretanto, fue a sentarse detrás de la pared de madera más recia que pudo encontrar y, con gesto firme, se caló el casco encima de los oídos.

Rincewind caminaba con sigilo por las calles de la ciudad, seguido de cerca por Eric.

—¿Vamos a encontrar a Elenor? —dijo el chico.

—No —dijo Rincewind con firmeza—. Lo que vamos a hacer es buscar otra salida. Y cuando la encontremos saldremos por ella.

—¡No es justo!

—¡Elenor es varios miles de años mayor que tú! Quiero decir, el atractivo de la mujer madura y todo eso, vale, pero no funcionaría nunca.

—Te ordeno que me lleves con ella —gimoteó Eric—. ¡Vade retro!

Rincewind se detuvo tan en seco que Eric chocó con él.

—Escucha —dijo—. Estamos en medio de la guerra más célebremente necia que ha habido nunca, en cualquier momento miles de guerreros se van a enzarzar en combate mortal y tú quieres que yo te encuentre a esa hembra sobrevalorada y le diga que mi amigo le pregunta si quiere salir con él. Pues no lo voy a hacer.

Rincewind avanzó con sigilo hasta otra puerta que había en la muralla de la ciudad. Era más pequeña que las puertas principales, no estaba vigilada por guardias y tenía una portezuela. Abrió los cerrojos.

—Esto no tiene nada que ver con nosotros —dijo—. Ni siquiera hemos nacido todavía, no tenemos edad para luchar, no es cosa nuestra y no vamos a hacer nada más para trastornar el rumbo de la historia, ¿de acuerdo?

Abrió la puerta, lo cual le ahorró cierto esfuerzo al ejército efebio. Estaban a punto de llamar.

El estruendo de la batalla se prolongó todo el día. Los historiadores que escribirían más tarde las crónicas de aquella guerra se explayarían sobre las mujeres hermosas que se raptaron, las flotas que se reunieron, los animales de madera que se construyeron y los héroes que combatieron entre ellos, pero se olvidarían por completo de mencionar el papel de Rincewind, Eric y el Equipaje. Los efebios, sin embargo, sí se dieron cuenta de lo deprisa que los soldados tsorteanos corrían hacia ellos… no tan ansiosos por entrar en batalla como por alejarse de alguna otra cosa.

Los historiadores tampoco registrarían otro dato interesante sobre la guerra antigua en Klatch, que era que se encontraba todavía en una fase muy primitiva y solamente tenía lugar entre soldados, sin abrirse al público en general. Básicamente todo el mundo sabía que un bando u otro iba a ganar, que a unos cuantos generales desafortunados les iban a cortar la cabeza, que a los ganadores les iban a pagar grandes cantidades de dinero a modo de tributo, que todo el mundo estaría en su casa a tiempo para la cosecha y que aquella mujer de las narices tendría que aclararse y decidir en qué bando estaba, la muy fresca.

Así que la vida en las calles de Tsort mantuvo más o menos la normalidad. Los ciudadanos daban un rodeo en torno a los grupos ocasionales de combatientes o bien intentaban venderles un kebab. Varios de los ciudadanos más emprendedores empezaron a desmantelar el caballo de madera para venderlo en forma de souvenirs.

Rincewind no intentaba entenderlo. Se sentó en la terraza de un café y observó una batalla apasionada que tenía lugar entre los tenderetes del mercado, de forma que entre los gritos de «¡Aceitunas maduras!» se oían los alaridos de los heridos y las advertencias del tipo: «Apártense un poco, por favor, que pasa una melée».

No resultaba fácil ver a los soldados disculparse cuando chocaban con los clientes. Aunque todavía era más duro conseguir que el dueño del café aceptara una moneda con el busto de alguien cuyo tataratatarabuelo aún no había nacido. Por suerte, Rincewind pudo convencer al hombre de que el futuro era otro país.

—Y una limonada para el chico —añadió.

—Mis padres me dejan beber vino —dijo Eric—. Me dejan beber un vaso.

—Seguro que sí —dijo Rincewind.

El dueño frotó con diligencia la mesa, extendiendo la suciedad y el retsina derramado en forma de fino barniz.

—Habéis venido por la pelea, ¿eh? —dijo.

—En cierta manera —dijo Rincewind en tono cauteloso.

—Yo que vosotros no me dejaría ver mucho —dijo el dueño—. Dicen que ha sido un civil quien ha dejado entrar a los efebios… no es que tenga nada contra los efebios, ¿eh? Me parecen muy buena gente —añadió a toda prisa, mientras pasaba a su lado un grupo de soldados—. Dicen que ha sido un forastero. Eso es trampa, no vale usar a los civiles. Ya hay gente buscándolo para pedirle explicaciones —hizo el gesto de dar un tajo.

Rincewind se le quedó mirando la mano como si estuviera hipnotizado.

Eric abrió la boca. Eric soltó un chillido y se agarró la espinilla.

—¿Tienen una descripción? —dijo Rincewind.

—Creo que no.

—Bueno, pues les deseo mucha suerte —dijo Rincewind, en tono mucho más jovial.

—¿Qué le pasa al chico?

—Tiene un calambre.

Cuando el hombre regresó detrás de su mostrador, Eric dijo entre dientes:

—¡No hacía falta que me dieras una patada!

—Tienes bastante razón. Ha sido un acto totalmente voluntario por mi parte.

Alguien le puso una manaza enorme en el hombro a Rincewind. Rincewind se giró y levantó la vista hasta la cara de un centurión efebio. Un soldado a su lado dijo:

—Es este, sargento. Me apuesto la sal de un año entero.

—¿Quién lo habría pensado? —dijo el sargento. Y sonrió a Rincewind con expresión malvada—. Ya te estás levantando, coleguita. El jefe quiere tener una charla contigo.

Hay quien habla de Alejandro, hay quien habla de Hércules, de Héctor y Lisandro y de otros nombres igualmente ilustres. De hecho, a lo largo de la historia del multiverso la gente ha alabado a todos y cada uno de los espadachines de orejas melladas (por lo menos mientras los tenían al lado) siguiendo el criterio de que así era mucho más seguro. Tiene gracia que la gente siempre haya respetado a la clase de comandante a quien se le ocurren estrategias del tipo «Quiero que os reunáis cincuenta mil y os lancéis contra el enemigo», mientras que a los comandantes más reflexivos que dicen cosas del tipo «¿Por qué no construimos un maldito caballo de madera enorme y nos colamos por la puerta trasera mientras todos están rodeando el caballo y esperando a que salgamos de dentro?» se los considera solamente un escalón por encima de los cazurros comunes y no el tipo de persona a quien prestarías dinero.

Esto se debe a que la mayor parte de comandantes del primer tipo son hombres valientes, mientras que los cobardes son mucho mejores estrategas.

Llevaron a rastras a Rincewind ante los líderes efebios, que habían establecido un puesto de mando en la plaza mayor de la ciudad para poder supervisar el asalto a la ciudadela central. Ésta se levantaba imponente sobre la ciudad en lo alto de su vertiginosa colina. Los asaltantes no se acercaban demasiado, sin embargo, porque los defensores estaban tirando rocas.

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