—¿Y decís que a unos humanos de alguna parte se les ocurrió todo esto por sí solos? —dijo—. ¿Sin que nosotros les diéramos ninguna pista ni nada?
Vassenego negó con la cabeza.
—Todo cosa de ellos —dijo con orgullo, como un maestro de escuela ufano que acabara de ver a un alumno estrella graduarse summa cum laude.
El conde miró al infinito:
—Pensaba que éramos nosotros los espantosos —dijo, con la voz llena de sobrecogimiento.
El anciano lord asintió. Llevaba mucho tiempo esperando aquello. Mientras otros hablaban de revoluciones impulsivas, él había estado observando el mundo de los hombres, tomando nota y maravillándose.
Aquel tal Rincewind había resultado ser extremadamente útil. Había conseguido mantener al Rey totalmente ocupado. Había valido la pena todo el esfuerzo. ¡Aquel humano tonto seguía pensando que era él quien lo hacía todo chasqueando los dedos! ¡Tres deseos! ¿Y qué más?
Y así fue como Rincewind, cuando consiguió salir de los restos de la rueda, se encontró con Astfgl, Rey de los Demonios, Señor del Infierno, Amo del Averno de pie delante de él.
Astfgl había dejado atrás las fases iniciales de la furia y ahora se encontraba en esa laguna calmada de ira donde la voz es tranquila, los modales son comedidos y corteses y solamente un ligero resto de saliva en la comisura de la boca delata el infierno interior.
Eric salió a rastras de debajo de una barra rota de madera y levantó la vista.
—Oh, cielos —dijo.
El Rey de los Demonios hizo girar el tridente. De pronto ya no parecía cómico. Parecía una barra pesada de metal con tres horribles puntas afiladas en el extremo.
Astfgl sonrió y miró a su alrededor.
—No —dijo, aparentemente para sus adentros—. Aquí no. No es lo bastante público. ¡Venid!
Sendas manos los agarraron a cada uno de un hombro. No pudieron resistirse más de lo que un par de copos de nieve no idénticos pueden resistirse a un lanzallamas. Hubo un momento de desorientación y Rincewind se encontró a sí mismo en la sala más grande del universo.
Era el gran salón. Dentro de ella se podrían haber construido cohetes espaciales. Puede que los reyes del Infierno hubieran oído hablar de palabras como «sutileza» y «discreción», pero también habían oído decir que cuando se tenía algo había que hacer ostentación de ello, y habían razonado que, en caso de no tenerlo, la ostentación debía ser todavía mayor, y lo que ellos no tenían era buen gusto. Astfgl había hecho lo que había podido, pero ni siquiera él había sido capaz de añadir gran cosa al pésimo diseño básico, a los colores chillones y al papel de pared horroroso. Había puesto algunas mesillas de café y un cartel de una corrida de toros, pero aquellos detalles quedaban más o menos perdidos en el caos general, y el nuevo antimacasar de detrás del Trono de la Condenación solamente servía para resaltar algunos de sus bajorrelieves más desagradables.
Los dos humanos quedaron despatarrados en el suelo.
—Y ahora… —dijo Astfgl.
Pero su voz quedó ahogada bajo un clamor repentino. Levantó la vista.
Una legión de demonios de todas las formas y tamaños llenó casi por completo la sala, subiéndose por las paredes y hasta colgándose del techo. Una orquesta demoníaca tañó una serie de acordes con una variedad de instrumentos. Una pancarta colgada de un lado al otro de la sala decía: «Porke Es Un Gefe Escelente».
El ceño de Astfgl se arrugó en una mueca instantánea de paranoia mientras Vassenego, seguido de los demás lores, iba hasta él. La cara del viejo demonio estaba hendida por una sonrisa totalmente carente de malicia, y el Rey estuvo a punto de dejarse llevar por el pánico y clavarle el tridente antes de que Vassenego estirara un brazo y le diera una palmadita en la espalda.
—¡Enhorabuena! —gritó.
—¿Qué?
—¡Que enhorabuena!
Astfgl miró a Rincewind.
—Ah —dijo—. Sí, bueno —tosió—. No ha sido nada —dijo, irguiéndose más—. Vi que vosotros no estabais consiguiendo nada así que me…
—No hablo de éstos —dijo Vassenego con un soplido de burla—. Éstos son una trivialidad. No, señor. Me refería a vuestra elevación.
—¿Elevación? —dijo Astfgl.
—¡Vuestro ascenso, señor!
Una gran ovación se elevó de los demonios más jóvenes, que lo ovacionaban todo.
—¿Ascenso? Pero, pero si soy el Rey —protestó Astfgl en tono débil.
Notaba que estaba empezando a no entender nada.
—¡Pfuá! —dijo Vassenego en tono jovial.
—¿Pfuá?
—Ciertamente, señor. ¿Rey? ¿Rey? ¡Señor, hablo por todos nosotros cuando digo que ése no es título para un demonio como vos, señor, un demonio cuyo dominio de las cuestiones y prioridades organizativas, cuyo conocimiento de las funciones verdaderas de nuestro ser, cuyas capacidades puramente intelectuales, si me permite decirlo, nos han llevado a nuevas y mayores profundidades, señor!
A su pesar, Astfgl se hinchó de orgullo.
—Bueno, ya sabéis… —empezó.
—Y sin embargo, a pesar de vuestra posición, descubrimos que os interesáis por los detalles más nimios de nuestro trabajo —dijo Vassenego, mirando a Rincewind con desprecio—. ¡Qué dedicación! ¡Qué devoción!
Astfgl no cabía en sí.
—Por supuesto, siempre he creído…
Rincewind se apoyó en los codos y pensó: «Cuidado, detrás de ti…».
—Y así pues —dijo Vassenego, radiante como una costa entera llena de faros— el Consejo se ha reunido y ha decidido, y permítame añadir, señor, que lo ha decidido por unanimidad, ¡crear un galardón completamente nuevo en honor a sus notables logros!
—La importancia de una burocracia adecuada es… ¿Qué galardón? —dijo Astfgl.
De pronto los océanos de la autoestima se vieron surcados por los pececillos de la sospecha.
—¡El puesto, señor, de Presidente Supremo Vitalicio del Infierno!
La orquesta volvió a tocar.
—Con su propio despacho… mucho más grande que ese cuartucho diminuto que ha tenido que sufrir todos estos años, señor. O mejor dicho, ¡señor Presidente!
La orquesta intentó otro acorde.
Los demonios esperaron.
—¿Y habrá… macetas con plantas? —dijo Astfgl, lentamente.
—¡Legiones enteras! ¡Plantaciones! ¡Selvas!
Astfgl pareció encenderse con un suave resplandor interno.
—¿Y alfombras? Quiero decir, ¿moquetas?
—Hemos tenido que apartar especialmente las paredes para acomodarlas todas, señor. Y son de las tupidas, señor. ¡Tribus enteras de pigmeos se están preguntando por qué la luz no se va por las noches, señor!
El perplejo Rey permitió que le pasaran un brazo jovial por detrás de los hombros y se dejó llevar, ya olvidados todos los pensamientos de venganza, a través de las multitudes que lo vitoreaban.
—Siempre he querido una de esas cosas especiales para hacer café —murmuró, a medida que iban disgregándose los últimos vestigios de su autocontrol.
—¡Se ha instalado una manufactoría entera, señor! Y un tubo de comunicación, señor, para que transmita usted sus instrucciones a sus subordinados. Y lo último en agendas, con dos eones por página, y una cosa para…
—Rotuladores fluorescentes de colores. Siempre he pensado que…
—Todo el arco iris, señor —bramó Vassenego—. Y vayamos allí sin más demora, señor, porque sospecho que con vuestra habitual inteligencia entusiasta no podréis esperar a poneros manos a la obra con la abrumadora tarea que os espera, señor.
—¡Ciertamente, ciertamente! Ya es hora de llevarla a cabo, claro —una expresión de ligera perplejidad cruzó la cara ruborizada de Astfgl—. Esa abrumadora tarea…
—¡Nada menos que un análisis completo, total, eminente, exhaustivo y con profundidad de nuestro rol, función, prioridades y metas, señor!
Vassenego se apartó un poco.
Los lores demoníacos contuvieron la respiración.
Astfgl frunció el ceño. El universo pareció ralentizarse. Las estrellas detuvieron su curso momentáneamente.
—¿Con planes de previsión? —dijo por fin.
—Una prioridad absoluta, señor, que habéis identificado instantáneamente con vuestra habitual sagacidad —se apresuró a decir Vassenego.
Los lores demoníacos volvieron a respirar.
El pecho de Astfgl se expandió varios centímetros.
—Necesitaré personal especial, por supuesto, a fin de formular. ..
—¡Formular! ¡Eso mismo! —dijo Vassenego, que tal vez se estaba dejando llevar un poco demasiado. Astfgl le echó una pequeña mirada de recelo, pero en aquel momento la orquesta volvió a tocar.
Las últimas palabras que Rincewind oyó, mientras sacaban al Rey del salón, fueron:
—Y a fin de analizar la información, necesitaré…
Y desapareció.
El resto de demonios, conscientes de que el entretenimiento del día parecía haberse terminado, empezaron a caminar y a salir por las grandes puertas. Los más listos empezaban a darse cuenta de que pronto volverían a rugir los fuegos.
Nadie parecía percibir la presencia de los dos humanos. Rincewind tiró de la túnica de Eric.
—Ahora es cuando corremos, ¿no? —dijo Eric.
—Ahora caminamos —dijo Rincewind con firmeza—. Despreocupados, tranquilos y, esto…
—¿Deprisa?
—Aprendes rápido, ¿verdad?
Es esencial que el uso adecuado de los tres deseos proporcione felicidad al mayor número posible de gente, y eso es de hecho lo que pasó.
Los tezumanos eran felices. Cuando por mucho que lo adoraron no consiguieron que el Equipaje volviera y aplastara a sus enemigos, envenenaron a todos sus sacerdotes y probaron con el ateísmo ilustrado, lo cual quería decir que podían seguir matando a tanta gente como quisieran pero no tenían que levantarse tan temprano para hacerlo.
La gente de Tsort y Efebia era feliz. Por lo menos lo eran los que escribían y protagonizaban los dramas históricos, que es lo que cuenta. Su larga guerra se había terminado y ahora podían retomar los asuntos propios de todas las naciones civilizadas, que consisten en prepararse para la siguiente.
La gente del Infierno era feliz, o por lo menos más feliz que hasta entonces. Las llamas volvían a brillar de nuevo, las mismas viejas torturas de siempre se infligían a unos cuerpos etéreos bastante incapaces de sentirlas, y a los condenados se les había concedido esa perspectiva que hace que las penurias sean tan fáciles de soportar: el conocimiento seguro y absoluto de que las cosas podrían estar peor.
Los lores demoníacos estaban felices:
Estaban alrededor del espejo mágico, disfrutando de una copa festiva. De vez en cuando alguno de ellos se arriesgaba a darle una palmada a Vassenego en la espalda.
—¿Les dejamos marchar, señor? —dijo un duque, mirando las figuras que escalaban en la imagen oscura del espejo.
—Oh, supongo que sí —dijo Vassenego con displicencia—. Siempre es bueno que se difundan unas cuantas historias, ya sabéis. Pour ancuragéee… Puur encura… Para que todo el maldito mundo se siente y tome buena nota. Y a su manera, nos han resultado útiles —miró las profundidades de su copa y se regocijó en silencio.
Y sin embargo, y sin embargo, en el interior de su mente laberíntica le pareció oír la voz diminuta que iría creciendo con el paso de los años, aquella voz que acosa a todos los reyes de los demonios, por todas partes: cuidado, detrás de ti…
Era difícil saber si el Equipaje estaba feliz o no. De momento había atacado salvajemente a catorce demonios y había arrinconado a tres en su propio foso de aceite hirviendo. Pronto tendría que seguir a su amo, pero no había prisa.
Uno de los demonios intentó agarrar frenéticamente la orilla. El Equipaje le dio un pisotón bestial en los dedos.
El creador de universos estaba feliz. Acababa de introducir un copo de nieve de siete lados dentro de una tormenta de nieve a modo de experimento y nadie se había dado cuenta. Al día siguiente estaba pensando en probar con letras del alfabeto diminutas y delicadamente cristalizadas. Nieve alfabética. Podía ser un exitazo.
Rincewind y Eric eran felices:
—¡Veo un cielo azul! —dijo Eric—. ¿Dónde crees que saldremos? —añadió—. ¿Y cuándo?
—En cualquier parte —dijo Rincewind—. Y en cualquier momento.
Miró los anchos peldaños que estaban subiendo. Resultaban bastante originales: cada uno de ellos estaba compuesto de letras enormes de piedra. El que tenía bajo los pies, por ejemplo, decía: «Lo hice con la mejor intención».
El siguiente decía: «Pensé que te gustaría».
Eric estaba encima de: «Es por los niños».
—Qué raro, ¿no? —dijo—. ¿Por qué habrán hecho esto?
—Creo que pretenden ser buenas intenciones —dijo Rincewind.
Aquel era un camino al infierno, y después de todo los demonios son tradicionalistas.