Eric (Mundodisco, #9) – Terry Pratchett

Si hubiera habido algo de mayonesa, la vida podría haber sido muy distinta. Más sabrosa y quizá también un poco más jugosa.

Viajar por medio de la magia siempre presentaba inconvenientes importantes. El principal era la sensación de que se te estaba quedando atrás el estómago. Y la mente se te llenaba de terror porque el lugar de destino siempre era un poco incierto. «Cualquier parte» representaba una gama muy restringida de opciones comparado con la clase de sitios adonde te podía transportar la magia. El viaje en sí era fácil. Lo que costaba un esfuerzo considerable era llegar a un destino que te permitiera, por ejemplo, sobrevivir en las cuatro dimensiones al mismo tiempo.

En realidad el margen de error era tan enorme que el hecho de emerger en una caverna bastante normal y corriente con el suelo de arena acabó pareciendo un anticlímax.

En la pared opuesta había una puerta.

No había duda de que era una puerta prohibitoria. Parecía como si su diseñador hubiera estudiado todas las puertas de celdas que había podido encontrar y luego se le fuera la mano y hubiera construido, por decirlo de algún modo, una versión para orquesta sinfónica visual. Era más bien un portalón. Sobre su arco medio desmoronado había grabada una advertencia antigua y probablemente temible, aunque destinada a permanecer desapercibida debido a que alguien le había pegado encima un letrero brillante rojo y blanco que decía: «¡¡¡No hay que estar «condenado» para trabajar aquí, pero ayuda!!!».

Rincewind miró el letrero con los ojos guiñados.

—Claro que lo puedo leer —dijo—. Lo que pasa es que no me lo creo.

»Los signos de exclamación múltiples —continuó, negando con la cabeza— son señal segura de una mente enferma.

Miró detrás de él. El contorno reluciente del círculo mágico de Eric perdió intensidad y se apagó con un parpadeo.

—No es que sea quisquilloso, de verdad —dijo—. Es que me pareció entender que podías llevarnos a Ankh. Y esto no es Ankh. Me doy cuenta por los pequeños detalles, como las sombras rojas parpadeantes y los gritos lejanos. En Ankh los gritos suelen estar mucho más cerca —añadió.

—Creo que ya he hecho bastante con hacerlo funcionar —dijo Eric, molesto—. Se supone que no se pueden ejecutar círculos mágicos a la inversa. En teoría quiere decir que te quedas en el círculo y la realidad se mueve a tu alrededor. Creo que me ha salido muy bien. Fíjate —añadió, con una repentina vibración de entusiasmo en la voz—, si reescribes el códice fuente y, esta es la parte difícil, lo diriges por una red de alto…

—Sí, sí, muy ingenioso, no sé qué es lo siguiente que se os ocurrirá —dijo Rincewind—. Lo que pasa es que estamos… que creo que esto tiene mucha pinta de ser el infierno.

—¿Ah?

La falta de reacción de Eric despertó la curiosidad de Rincewind.

—Ya sabes —añadió—. Ese sitio donde están todos los demonios.

—¿Ah?

—Se suele considerar que no es un sitio agradable —dijo Rincewind.

—¿No crees que podemos explicarles lo que nos pasa?

Rincewind reflexionó sobre aquello. Ahora que lo pensaba, no estaba seguro de qué te hacían los demonios. Pero sí sabía lo que te hacían los humanos, y después de una vida entera en Ankh-Morpork aquel sitio podía suponer una mejora. O por lo menos, sería más cálido.

Miró el aldabón de la puerta. Era negro y espantoso, pero no importaba porque también estaba atado de forma que no se podía usar. A su lado, con todo el aspecto de haber sido instalado recientemente por alguien que no sabía lo que estaba haciendo y no quería hacerlo, había un botón incrustado en la madera astillada. Rincewind lo pulsó de forma experimental.

El ruido que hizo podía haber sido alguna vez una melodía popular, posiblemente incluso una melodía escrita por un compositor lleno de talento para quien se había revelado, durante un breve instante de éxtasis, la música de las esferas. Ahora, sin embargo, simplemente hizo: Bing-BONG, ding-DONG.

Y sería hacer un uso descuidado del idioma decir que la cosa que respondió a la puerta era una pesadilla. Las pesadillas suelen estar llenas de bobadas, y resulta muy difícil explicarle a alguien qué tiene de temible que tus calcetines cobren vida o que salgan zanahorias gigantes saltando de los setos. Pero esta cosa era la clase de cosa terrorífica que solamente podía crear alguien que se sentara y pensara en pensamientos horribles con mucha lucidez. Tenía más tentáculos que patas, pero menos brazos que cabezas.

También llevaba una insignia.

La insignia decía: «Me llamo Urglefloggah, Engendro del Averno y Guardián Repulsivo del Portal Pavoroso: ¿En Qué Puedo Ayudarle?».

Y aquello no le hacía mucha gracia.

—¿Sí? —bramó.

Rincewind todavía estaba leyendo la inscripción.

—¿Que en qué puedes ayudarnos?

Urglefloggah, que se parecía un poco al difunto Quesoricóttatl, hizo rechinar algunos de sus dientes.

—«Hola… amigos» —recitó, al estilo de alguien a quien le han explicado pacientemente su guión con la ayuda de un hierro candente—. «Me llamo Urglefloggah, Engendro del Foso, y seré su anfitrión hoy… Quiero ser el primero en darles la bienvenida a nuestros fastuosos…»

—Espera un momento —dijo Rincewind.

—«… Elegidos para su comodidad…» —dijo Urglefloggah con voz retumbante.

—Aquí falla algo —dijo Rincewind.

—«… Para colmar todos los deseos de ustedes, los clientes…» —continuó estoicamente el demonio.

—Perdón —dijo Rincewind.

—«… Tan placentera como sea posible» —dijo Urglefloggah. Hizo un ruido parecido a un suspiro de alivio, desde las profundidades de sus mandíbulas. Ahora parecía estar escuchando por primera vez—. ¿Sí? ¿Qué?

—¿Dónde estamos? —dijo Rincewind.

Varias bocas sonrieron:

—¡Arredraos, mortales!

—Yo me he lavado antes de salir de casa —dijo Eric—. Pero es que nos ha pasado de todo…

—¡Postraos y humillaos, mortales! —se corrigió a sí mismo el demonio—. Porque estáis condenados a una eternidad de… —se detuvo y soltó un gemido.

«Habrá un período de terapia correctiva —se corrigió a sí mismo de nuevo, escupiendo bilis con cada palabra— que confiamos sea lo más instructivo y ameno posible, con la debida atención a los derechos de ustedes, los clientes. Miró a Rincewind con varios ojos.

—Temible, ¿no? —dijo con una voz más normal—. No me culpéis a mí. Si de mí dependiera, soltaría el viejo rollo de las cosas candentes por donde ya sabéis, tut suit.

—Esto es el Infierno, ¿verdad? —dijo Eric—. He visto dibujos.

—Ahí es donde estáis —dijo el demonio en tono lastimero. Se sentó, o por lo menos se dobló de alguna forma complicada—. Servicio personal, eso es lo que había antes. La gente sentía que nos interesábamos por ellos, que no eran simples números sino, bueno, víctimas. Teníamos una tradición de servicio. Pero a él le trae sin cuidado. Y bueno, ¿por qué os estoy contando mis problemas? Como si no tuvierais bastante vosotros, con eso de estar muertos y estar aquí. No sois músicos, ¿verdad?

—En realidad ni siquiera estamos mue… —empezó a decir Rincewind. El demonio no le hizo caso, sino que se puso de pie y empezó a caminar lenta y pesadamente por el pasillo húmedo, haciéndoles señales para que lo siguieran.

—Si fuerais músicos ibais a odiar este sitio. O sea, a odiarlo más. De las paredes sale música todo el día, bueno, lo que él llama música, yo no tengo nada contra una buena canción, en serio, algo que se pueda gritar y todo eso, pero este no es el caso, o sea, yo tengo entendido que nosotros teníamos todas las mejores canciones, así que ¿por qué tenemos que aguantar esto que suena como si alguien se hubiera dejado encendido el piano y se hubiera marchado?

—De hecho…

—Y luego están las macetas con plantas. No me malinterpretéis, me gusta ver un poco de verde por aquí. Pero algunos de los chicos dicen que estas plantas no son de verdad, y lo que yo digo es que tienen que serlo, porque nadie que estuviera bien de la cabeza haría una planta que pareciera cuero de color verde oscuro y oliera a perezoso muerto. Y él dice que le dan al sitio un aire abierto y amistoso. ¡Un aire abierto y amistoso! He visto a buenos jardineros derrumbarse y llorar. Os lo juro, me decían que cualquier cosa que les hiciéramos después les parecía una mejora.

—Todavía no nos hemos… —dijo Rincewind, intentando embutir las palabras en alguna pausa del discurso monótono e interminable de aquella cosa, pero no fue lo bastante rápido.

—La máquina del café, eso sí, la máquina del café es buena, os lo aseguro. Antes solamente ahogábamos a la gente en lagos de pis de gato, no les hacíamos comprarlo a la taza.

—¡No estamos muertos! —gritó Eric.

Urglefloggah se detuvo, tembloroso.

—Claro que estáis muertos —dijo—. Si no, no estaríais aquí. No me imagino a gente viva bajando aquí. No durarían ni cinco minutos —abrió varias de sus bocas, mostrando un amplio surtido de colmillos—. Jua, jua —añadió—. Si yo pillara a alguien vivo por aquí…

No era por nada que Rincewind había sobrevivido durante años en medio de las complejidades paranoicas de la Universidad Invisible. Se sentía casi como en su casa. Sus reflejos funcionaron con una precisión increíble.

—¿O sea que no te lo han dicho? —dijo.

Era difícil saber si la expresión de Urglefloggah cambió, aunque solamente fuera porque era difícil saber qué parte de aquella cosa era su expresión, pero ciertamente proyectó un aire familiar de incerteza súbita y resentida.

—¿Decirme qué? —dijo.

Rincewind miró a Eric.

—Pues deberían avisar a la gente, ¿no?

—¿Avisar de q… ? ¡Argggg! —dijo Eric, agarrándose el tobillo.

—Así es la administración de empresas moderna —dijo Rincewind, con la cara irradiando ultraje—. Van y hacen un montón de cambios, lo reorganizan todo, ¿y acaso consultan a la gente que constituye el mismo esqueleto…?

—… Exoesqueleto… —corrigió el demonio.

—… ¿O cualquier otra estructura calcárea o quitinosa de la organización? —terminó Rincewind sin perder aplomo.

Se quedo esperando lo que sabía que vendría a continuación.

—Ah, no, ellos no —dijo Urglefloggah—. Están demasiado ocupados poniendo letreros.

—Me parece una actitud repulsiva —dijo Rincewind.

—¿Sabéis —dijo Urglefloggah— que no me dejaron entrar en las vacaciones del Club 18.000-30.000? Me dijeron que era demasiado mayor. Que les iba a estropear la diversión.

—¿Adónde va a ir a parar el submundo? —dijo Rincewind en tono comprensivo.

—Nunca vienen aquí abajo, ¿sabéis? —dijo el demonio, alicaído—. Nunca me avisan de nada. ¡Ah, sí, muy importante, vigilar la puta puerta, eso sí que es importante, pues no me lo parece!

—Mira —dijo Rincewind—. ¿Quieres que hable con ellos?

—Todo el tiempo aquí abajo, recibiendo a los que llegan…

—¿No querrías que habláramos con alguien? —dijo Rincewind.

El demonio se sorbió varias narices al mismo tiempo.

—¿No os importaría? —dijo.

—No, me encantaría —dijo Rincewind.

Urglefloggah se animó un poco, pero no demasiado, por si acaso.

—No puede hacer daño a nadie, ¿no? —dijo.

Rincewind hizo acopio de valor y le dio unas palmaditas a la cosa en el sitio que confió fervientemente que fuera la espalda.

—Tú no te preocupes —dijo.

—Muy amable.

Rincewind miró a Eric por encima de la mole temblorosa.

—Es hora de irnos —dijo—. No vayamos a llegar tarde a nuestra cita —le hizo señas frenéticas por encima de la cabeza del demonio.

Eric sonrió.

—Sí, claro, la cita —dijo.

Subieron por el amplio pasillo.

Eric soltó una risita histérica.

—Ahora es cuando corremos, ¿no? —dijo.

—Ahora es cuando caminamos —dijo Rincewind—. Solamente caminamos. Lo importante es fingir despreocupación. Y esperar al momento preciso para cada cosa.

Miró a Eric.

Eric lo miró a él.

Detrás de ellos, Urglefloggah hizo un ruido como de «acabo de entenderlo».

—¿Como ahora? —dijo Eric.

—Ahora está bien, sí.

Echaron a correr.

El infierno no era lo que Rincewind se esperaba, aunque había señales de lo que fue alguna vez: escoria de hornos en las paredes, una quemadura muy fea en el techo. Y hacía calor, esa clase de calor que se consigue hirviendo aire dentro de un horno durante años.

El infierno, tal como se ha sugerido, son los demás.

Esto siempre ha resultado sorprendente para muchos demonios en activo, que siempre habían creído que el infierno era clavarle cosas afiladas a la gente, empujarlos a lagos de sangre y esas cosas.

Esto es porque los demonios, como la mayoría de la gente, no consiguen distinguir entre cuerpo y alma.

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