—Lo puedes meter en algún templo y vendrán a verlo millones de personas.
Rincewind levantó con cautela la rebanada de encima.
—No tiene mayonesa —dijo—. ¿Sigue contando?
El creador carraspeó y empezó a leer en voz alta.
Astfgl se deslizó por la pendiente de la entropía como una chispa roja y enfadada sobre los remolinos del interespacio. Estaba tan furioso que se le estaban yendo de las manos los últimos vestigios de autocontrol. Su gorro estilizado de elegantes cuernecillos se había convertido en una simple voluta de color carmesí que colgaba de la punta de uno de los enormes cuernos espirales de carnero que flanqueaban su cabeza.
Con un ruido casi sensual, se desgarró la seda roja que le cubría la espalda y se le desplegaron las alas.
Se suele representar las alas de los demonios con la textura del cuero, pero en aquel entorno el cuero no sobreviviría más que unos segundos. Además, no se dobla muy bien.
Aquellas alas estaban hechas de magnetismo y espacio moldeado, se extendían hasta formar una cortina suave sobre el firmamento incandescente y batían tan lenta e inexorablemente como el ascenso de las civilizaciones.
Seguían pareciendo alas de murciélago, pero solamente en aras de la tradición.
En algún momento en torno al vigésimo noveno milenio lo adelantó, casi sin que se diera cuenta, algo pequeño y oblongo y probablemente más furioso todavía que él.
Hacen falta ocho hechizos para fabricar el mundo. Rincewind lo sabía muy bien. Sabía que el libro que los contenía era el Octavo, porque todavía existía en la biblioteca de la Universidad Invisible, actualmente dentro de una caja de hierro soldado en el fondo de un pozo cavado especialmente, donde sus radiaciones mágicas pudieran mantenerse bajo control.
Rincewind se había preguntado cómo empezó todo. Se había imaginado una especie de explosión al revés, el rugido de los gases interestelares uniéndose para formar a Gran A’Tuin, o por lo menos un ruido de truenos o algo parecido.
En lugar de todo aquello hubo un tenue tañido musical y, allí donde el Mundodisco no había estado, estaba el Mundodisco, como si hubiera estado escondiéndose en algún sitio todo el tiempo.
También se dio cuenta Rincewind de que la sensación de caída con la que había aprendido recientemente a vivir era la misma con la que probablemente iba a morir también. Al parecer el mundo debajo de él, trajo consigo la oferta especial de este eón: la gravedad, disponible en una gran variedad de fuerzas desde su cuerpo planetario masivo más cercano.
Como sucedía a menudo en aquellas ocasiones, dijo: «¡Aaargh!».
El creador, todavía sentado serenamente en medio del aire, apareció a su lado mientras estaba cayendo en picado.
—Las nubes son majas, ¿no crees? He hecho un buen trabajo con las nubes —dijo.
—¡Aaargh! —repitió Rincewind.
—¿Te pasa algo?
—¡Aaargh!
—Así son los humanos —dijo el creador—. Siempre con prisas —se acercó más—. No es cosa mía, claro, pero a menudo me he preguntado qué os pasa por la cabeza.
—¡Dentro de un minuto serán mis pies! —gritó Rincewind.
Eric, cayendo a su lado, le tiró del tobillo:
—¡Esa no es forma de hablarle al creador del universo! —gritó—. ¡Dile que haga algo, que haga el suelo blando o algo así!
—Oh, eso no sé si puedo hacerlo. Es por las regulaciones de la causalidad. Se me echaría encima el inspector como un… como un peso —añadió—. Probablemente os podría improvisar un pantano muy esponjoso. O unas arenas movedizas, que están muy de moda. Os podría hacer un set completo de arenas movedizas con pantano y ciénaga en suite, sin problemas.
—! —dijo Rincewind.
—Vas a tener que hablar un poquito, lo siento. Espera un momento.
Se oyó otro tañido armonioso.
Cuando Rincewind abrió los ojos estaba en una playa. Igual que Eric. El creador flotaba cerca de ellos.
Ya no había viento veloz. Y no tenían ni un moretón.
—He hecho un apañillo en las velocidades y las posiciones —dijo el creador al ver su expresión—. ¿Qué me estabas diciendo?
—Que tenía ganas de dejar de precipitarme a mi muerte —dijo Rincewind.
—Ah. Bien. Pues me alegro de haberlo arreglado —el creador miró a su alrededor, distraído—. No habréis visto mi libro, ¿verdad? Cuando empecé lo tenía en la mano, creo. Un día voy a perder la cabeza. Una vez hice un mundo entero y me olvidé por completo de los finguels. Joder, no puse ni uno. No pude conseguirlos a tiempo y me dije a mí mismo que ya volvería un momento cuando estuvieran en stock, pero se me fue de la cabeza del todo. Imaginaos. Nadie se dio cuenta, claro, porque obviamente evolucionaron allí y no sabían que tenía que haber finguels, pero estaba claro que aquello les causaba profundos problemas psicológicos. En el fondo se daban cuenta de que faltaba algo, mismamente.
El creador recobró la compostura.
—En todo caso, no me puedo quedar todo el día —dijo—. Como he dicho, tengo muchos trabajos que hacer.
—¿Muchos? —dijo Eric—. Pensaba que solamente había uno.
—Oh, no. Hay montones —dijo el creador, empezando a desvanecerse—. Es cosa de la mecánica cuántica, mira por dónde. No se hace una vez y ya está. No, no paran de ramificarse. Lo llaman decisión múltiple, es como pintar el… pintar el… Pintar algo muy grande que tienes que seguir pintando, mismamente. Está muy bien decir que tienes que cambiar un detallito, pero ¿qué detallito cambias? Esa es la putada. Bueno, encantado de haberos conocido. Si necesitáis algún trabajillo extra, ya sabéis, una luna extra o algo así…
—¡Eh!
El creador reapareció, con las cejas levantadas en un gesto de sorpresa cortés.
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Rincewind.
—¿Ahora? Bueno, me imagino que pronto ya habrá dioses. No tardan mucho en mudarse e instalarse, ya sabéis. Son como moscas alrededor de una… Moscas alrededor de una… Como moscas. Suelen llegar muy animados, pero pronto se tranquilizan. Supongo que ellos se ocupan de la gente, etecé. —El creador se inclinó hacia delante—. Nunca se me ha dado bien hacer gente. No me salen bien los brazos y las piernas —y se desvaneció.
Esperaron.
—Creo que esta vez se ha ido de verdad —dijo Eric al cabo de un momento—. Qué hombre tan agradable.
—Ciertamente uno entiende mucho mejor por qué el mundo es como es después de hablar con él —dijo Rincewind.
—¿Qué es una mecánica cuántica?
—No lo sé. Una mujer que reparara cuantos, supongo.
Rincewind miró el sándwich de huevo con berro que todavía tenía en la mano. Seguía faltándole la mayonesa y el pan estaba mustio, pero pasarían miles de años antes de que volviera a existir otro. Tenía que aparecer la agricultura, la domesticación de los animales, la evolución del cuchillo para pan a partir de su antepasado primitivo de sílex, el desarrollo de la tecnología láctea —y si había ganas de hacer las cosas bien, el cultivo de olivos y de pimenteros, las salinas, los procesos de fermentación del vinagre y las técnicas de la química alimentaria elemental— antes de que el mundo viera otro igual. Era algo único, un triangulito blanco lleno de anacronismos, perdido y solo en un mundo hostil.
Le dio un mordisco de todas maneras. No estaba muy bueno.
—Lo que no entiendo —dijo Eric— es por qué estamos aquí.
—Supongo que no es una pregunta filosófica —dijo Rincewind—. Supongo que quieres decir: ¿por qué estamos aquí en el alba de la creación en esta playa casi sin usar?
—Sí. Eso quiero decir.
Rincewind se sentó en una roca y suspiró:
—Me parece que es bastante obvio, ¿no? —dijo—. Tú querías vivir por toda la eternidad.
—Yo no dije nada de viajar en el tiempo —dijo Eric—. Lo dije muy clarito para que no hubiera trucos.
—No hay ningún truco. El deseo está intentando ayudarte. O sea, es bastante obvio si piensas en ello. «Eternidad» abarca todo el alcance del tiempo y del espacio. Eternidad. Por toda la e-ter-ni-dad. ¿Lo entiendes?
—¿Quieres decir que hay que empezar en la casilla uno?
—Exacto.
—¡Pero eso no me sirve! ¡Pasarán años antes de que haya nadie más!
—Siglos —le corrigió Rincewind en tono sombrío—. Milenios. Iones. Y luego vendrán toda clase de guerras y monstruos y cosas de esas. La mayor parte de la historia es bastante atroz, si te fijas bien. O aunque no te fijes muy bien.
—Pero lo que yo quería decir era que quería continuar viviendo eternamente a partir de ahora —dijo Eric en tono frenético—. O sea, de entonces. Quiero decir que mira este sitio. No hay chicas. No hay gente. Nada que hacer el sábado por la noche.
—Ni siquiera van a existir los sábados por la noche hasta dentro de miles de años —dijo Rincewind—. Solamente habrá noches.
—Tienes que llevarme de vuelta ahora mismo —dijo Eric—. Te lo ordeno. ¡Vade retro!
—Tú di eso una vez más y te retuerzo la oreja —dijo Rincewind.
—¡Pero si solamente tienes que chasquear los dedos!
—No funcionará. Ya has tenido tus tres deseos. Lo siento.
—¿Y qué hago ahora?
—Bueno, si ves algo que sale reptando del mar e intenta respirar, dile que no vale la pena.
—Esto te parece gracioso, ¿no?
—Es bastante divertido, ahora que lo mencionas —dijo Rincewind con cara inexpresiva.
—Pues la broma va a ir dejando de hacer gracia con el paso de los años —dijo Eric.
—¿Qué?
—Bueno, tú no vas a ninguna parte, ¿verdad? Vas a tener que quedarte conmigo.
—Bobadas. Lo que voy a… —Rincewind miró a su alrededor a la desesperada.
«¿Qué voy a hacer?», pensó.
Las olas rompían tranquilamente en la playa, todavía sin demasiada fuerza porque estaban tanteando el terreno. Se acercaba la primera subida de la marea, con cautela. No había línea de marea, no había ninguna marca sesgada de algas viejas y conchas para darle alguna idea de qué se esperaba de ella. El aire tenía el olor limpio y fresco de un aire que todavía está por conocer los efluvios del suelo de un bosque o los pormenores del aparato digestivo de un rumiante.
Rincewind había crecido en Ankh-Morpork. Le gustaba el aire que había visto un poco de mundo, que había conocido a gente, que había vivido.
—Tenemos que volver —dijo en tono apremiante.
—Eso es lo que te estaba diciendo —dijo Eric al límite de su paciencia.
Rincewind dio otro mordisco al sándwich. Había visto la cara de la muerte muchas veces, o más exactamente la Muerte le había visto el pescuezo alejándose a toda prisa muchas veces, y de pronto la idea de vivir eternamente no le seducía. Había, por supuesto, grandes preguntas cuyas respuestas podía aprender, como por ejemplo cómo evolucionaba la vida y todas esas cosas, pero visto como una forma de pasar todo tu tiempo libre durante la siguiente eternidad, no llegaba ni a las suelas de un anochecer tranquilo paseando por las calles de Ankh-Morpork.
Con todo, había adquirido un antepasado. No estaba mal. No todo el mundo tenía un antepasado. ¿Qué habría hecho su antepasado en una situación como aquella?
No habría estado allí.
Bueno, sí, claro, pero aparte de eso, lo que habría hecho… Habría usado su certera mente militar para tener en cuenta las herramientas a su alcance, eso es lo que habría hecho.
Él tenía: (1) Un sándwich de huevo con berro a medio comer. Que no le servía de nada. Lo tiró.
Tenía: (2) A sí mismo. Dibujó una marca en la arena. No tenía muy claro para qué podía servir, pero ya volvería a ello más adelante.
Tenía: (3) A Eric. Demonólogo de trece años y zona cero de ataque de acné.
Y eso parecía ser todo.
Miró la arena limpia y blanca un rato, dibujándole garabatos.
Luego dijo en voz baja:
—Eric. Ven aquí un momento…
Las olas eran mucho más fuertes ahora. Realmente le habían cogido el tranquillo a aquello de la marea y estaban practicando un poco de flujo y reflujo.
Astfgl se materializó en medio de una nube de humo azul.
—¡Ajá! —dijo, pero le quedó un poco desangelado porque no había nadie para oírlo.
Miró el suelo. Había huellas en la arena. Cientos. Corrían de un lado para otro, como si algo hubiera estado buscando frenéticamente, y luego desaparecían.
Se acercó más. Era difícil de distinguir por culpa de todas las huellas y los efectos del viento, y la marea pero justo al borde de la espuma se veían las señales inconfundibles de un círculo mágico.
Astfgl dijo una palabrota que hizo cristalizar la arena a su alrededor y desapareció.
La marea siguió a lo suyo. En otro punto de la playa la última ola se derramó en un hueco entre las rocas y el nuevo sol iluminó los restos de un sándwich de huevo con berro a medio comer. La acción de la marea le dio la vuelta. Miles de bacterias se encontraron de pronto en medio de una explosión de sabor y empezaron a reproducirse como locas.