Eric (Mundodisco, #9) – Terry Pratchett

—¿Rincewind?

—¿Sí?

—Cuando abro la boca no me sale ningún sonido.

—No seas… —Rincewind vaciló. Él tampoco estaba emitiendo ningún sonido. Sabía lo que estaba diciendo, simplemente sus palabras no llegaban al mundo exterior. Pero oía a Eric. Tal vez las palabras renunciaban a sus oídos y le iban directas al cerebro—. Debe de ser alguna clase de magia o algo de eso —dijo—. No hay aire. Por eso no hay sonidos. Los trocitos de aire chocan entre ellos, como si fueran canicas. Así es como se hace el sonido, ya sabes.

—¿En serio? Caray.

—Así que estamos rodeados de la nada absoluta —dijo Rincewind—. La nada total —vaciló—. Hay una palabra para eso, es lo que tienes cuando todo se ha agotado y no te queda nada.

—Sí, creo que se llama la cuenta.

Rincewind meditó sobre aquello.

—De acuerdo —dijo—. La cuenta. Ahí es donde estamos. Flotando en la cuenta absoluta. La cuenta más completa, total y sólida como una piedra.

Astfgl se estaba poniendo frenético. Tenía hechizos que podían encontrar a cualquiera en cualquier parte, en cualquier momento, y aquellos dos no estaban en ningún sitio. Los había visto en la playa y un momento más tarde… nada.

Aquello solamente dejaba dos lugares posibles.

Por suerte eligió primero el que no era.

—Estaría bien que hubiera alguna estrella —dijo Eric.

—Todo esto me resulta muy extraño —dijo Rincewind—. O sea, ¿tú tienes frío?

—No.

—¿Y calor?

—Pues no, la verdad es que no siento nada.

—Ni frío ni calor ni luz ni aire —dijo Rincewind—. Nada más que la cuenta. ¿Cuánto tiempo llevamos aquí?

—No lo sé. Parece una eternidad, pero…

—Ajá. Tampoco estoy seguro de que haya tiempo. No lo que llamamos tiempo propiamente dicho. Solamente esa especie de tiempo que uno se inventa sobre la marcha.

—Vaya, no me esperaba encontrarme con nadie aquí —dijo una voz en el oído de Rincewind.

Era una voz ligeramente lastimera, como diseñada para las quejas, pero por lo menos no tenía ningún matiz amenazante. Rincewind se dejó flotar hasta girarse.

Había un hombrecillo con cara de rata, sentado con las piernas cruzadas y mirándolo con una ligera expresión de recelo. Tenía un lápiz detrás de la oreja.

—Ah. Hola —dijo Rincewind—. ¿Y qué sitio es este, exactamente?

—No es ningún sitio. De eso se trata, ¿no?

—¿Ningún sitio en absoluto?

—Todavía no.

—Muy bien —dijo Eric—. ¿Y cuándo va a ser algún sitio?

—Cuesta de saber —dijo el hombrecillo—. Viéndoos a vosotros dos, y teniendo en cuenta todo, los ritmos metabólicos y todo eso, yo diría que este sitio se convertirá en algún sitio en, más o menooos, unos quinientos segundos —empezó a desenvolver el paquete que tenía en el regazo—. ¿Os apetece un sándwich mientras esperamos?

—¿Qué? ¿Que si me…? —en aquel momento el estómago de Rincewind, consciente de que estaba en peligro de perder la iniciativa si dejaba que el cerebro tomara el mando, se metió por en medio y le hizo decir—. ¿De qué son?

—Ni idea. ¿De qué te gustaría que fueran?

—¿Cómo?

—No marees la perdiz. Tú di de qué te gustaría que fueran.

—Oh —Rincewind se lo quedó mirando—. Bueno, si tienes de huevo y berro…

—Háganse el huevo y el berro, mismamente —dijo el hombrecillo.

Metió la mano en el paquete y le dio un triángulo blanco a Rincewind.

—Caray —dijo Rincewind—. Qué coincidencia.

—Debe de estar a punto de empezar —dijo el hombrecillo—. Por… no es que hayan establecido todavía ninguna dirección ni nada, no te puedes fiar de ellos, pero… por ahí.

—Lo único que veo es oscuridad —dijo Eric.

—No, no es verdad —dijo el hombrecillo en tono triunfal—. Lo único que ves es lo que viene antes de que se haya instalado la oscuridad, mismamente —lanzó una mirada asesina a la no-todavía-oscuridad—. Vamos. ¿Por qué estamos esperando, por qué estamos esperando? —canturreó.

—¿Esperando qué?

—Todo.

—¿Todo el qué? —dijo Rincewind.

—Todo. No todo el qué. Todo, mismamente.

Astfgl escrutó a través de las nubes serpenteantes de gas. Por lo menos estaba en el lugar adecuado. El quid mismo del final del universo era que no se podía sobrepasar por accidente.

Las últimas ascuas se apagaron con un parpadeo. El tiempo y el espacio colisionaron en silencio y se colapsaron.

Astfgl tosió. Uno se siente muy solo cuando está a veinte millones de años luz de su casa.

—¿Hay alguien ahí? —dijo.

Sí.

La voz estaba junto a su oído. Hasta los reyes de los demonios pueden tener un escalofrío.

—Aparte de ti, quiero decir —dijo—. ¿Has visto a alguien?

Sí.

—¿A quién?

A todos.

Astfgl suspiró.

—Quiero decir si has visto a alguien hace poco.

Esto está muy tranquilo, dijo la Muerte.

—Mierda.

¿Estabas esperando a alguien más?

—Pensé que podría estar aquí alguien llamado Rincewind, pero… —empezó Astfgl.

Hubo un resplandor rojo en las cuencas oculares de la Muerte.

¿El mago?, dijo.

—No, es un dem… —Astfgl se detuvo. Durante lo que podría haber sido varios segundos, de haber existido todavía el tiempo, estuvo flotando en un estado de terrible sospecha—. ¿Un humano? —gruñó.

Es llevar el término un poco lejos, pero en un sentido general es correcto.

—¡La madre que me parió! —dijo Astfgl.

No me consta que exista.

El Rey de los Demonios extendió una mano temblorosa. Su furia creciente estaba superando a su sentido de la elegancia. Las garras se le salieron y le rasgaron los guantes rojos de seda.

Y luego, debido a que nunca es buena idea ganarse la antipatía de nadie que tenga una guadaña, Astfgl dijo:

—Lamento haberte molestado —y desapareció.

Solamente cuando consideró que estaba lo bastante lejos del extraordinario sentido del oído de la Muerte, soltó un grito de rabia.

La nada se desplegó en toda su inacabable longitud a través de los espacios ventosos del final del tiempo.

La Muerte esperó. Al cabo de un rato sus dedos esqueléticos tamborilearon en el mango de su guadaña.

La oscuridad lo envolvió. Ya ni siquiera había infinito.

Intentó silbar algunos compases de canciones impopulares entre los dientes, pero la nada simplemente se tragó el ruido.

La eternidad se había acabado. Todas las arenas de los relojes habían caído. La gran carrera entre entropía y energía había acabado y el favorito había acabado ganador.

¿Tal vez debería volver a afilar la hoja?

No.

La verdad es que no tendría mucho sentido.

Grandes remolinos de nada en absoluto se extendían hasta lo que se habría podido llamar la lejanía si todavía hubiera habido un marco de referencia espacio-temporal para darle algún sentido sensato a la palabra «lejanía».

No parecía haber gran cosa que hacer.

«Tal vez sea hora de dejarlo todo», pensó.

La Muerte se dio la vuelta para marcharse, pero al hacerlo oyó un ruido casi imperceptible. Un ruido que era al sonido lo que un fotón es a la luz, tan débil que habría pasado completamente desapercibido en el barullo de un universo en funcionamiento.

Era un fragmento minúsculo de materia, que acababa de cobrar existencia con un ruidito hueco.

La Muerte caminó hasta el punto de llegada y miró con atención.

Era un clip sujetapapeles.[11]

Bueno, era un comienzo.

Hubo otro ruidito hueco, que dejó un diminuto botón de camisa blanco girando suavemente en el vacío.

La Muerte se relajó un poco. Por supuesto, iba a llevar cierto tiempo. Iba a haber un interludio antes de que todo aquello se hiciera lo bastante complejo como para producir nubes de gases, galaxias, planetas y continentes, por no hablar ya de cositas con forma de sacacorchos girando en masas de agua limosa y preguntándose si valía la pena el esfuerzo de desarrollar aletas y piernas y cosas con tal de evolucionar. Pero aquello indicaba el principio de una tendencia inevitable.

Lo único que le hacía falta era tener paciencia, y eso se le daba bien. Muy pronto habría criaturas vivas, desarrollándose como locas, corriendo y riendo bajo la nueva luz del sol. Cansándose. Envejeciendo.

La Muerte se sentó. Podía esperar.

Estaría allí cuando lo necesitaran.

El Universo empezó a existir.

Cualquier cosmogonista ferviente afirmará que todas las cosas interesantes tuvieron lugar en los primeros dos minutos, cuando la nada se apelotonó para formar el espacio y el tiempo y aparecieron un montón de agujeros negros diminutos y todo eso. Después, dicen, todo pasó a ser materia de, bueno, de materia. Se había acabado todo lo bueno excepto la radiación de microondas.

Vista de cerca, sin embargo, tenía cierto atractivo chillón. El hombrecillo se sorbió la nariz.

—Demasiada fanfarria —dijo—. No hace falta tanto ruido. Se podría haber hecho lo mismo con un Gran Susurro, o un poco de música.

—¿Ah, sí? —dijo Rincewind.

—Sí, y sobre la marca de los dos picosegundos tenía un aspecto un poco dudoso. Ciertamente ha habido algún relleno en mal estado. Pero así se hacen las cosas hoy en día. Se ha perdido el oficio. Cuando yo era chaval se tardaba días en hacer un universo. Uno podía enorgullecerse de ello. Ahora lo dejan todo de cualquier manera, se vuelven al camión y se largan. ¿Y sabéis qué?

—Pues no —dijo Rincewind en tono débil.

—Roban cosas de la obra. Encuentran a alguien cerca que quiere ampliar un poco su universo y un rato después descubres que se han llevado un cacho de firmamento y lo han vendido para alguna ampliación en alguna parte.

Rincewind se lo quedó mirando.

—¿Quién eres?

El hombre se cogió el lápiz de detrás de la oreja y miró con expresión meditabunda el espacio que rodeaba a Rincewind.

—Hago cosas —dijo.

—¿Qué clase de cosas?

—¿Qué clase de cosas te gustaría?

—¿Eres el Creador?

El hombrecillo puso mucha cara de vergüenza.

—No «el». No «el». Solamente «un». No me dedico a los encargos grandes, las estrellas, las gigantes gaseosas, los pulsares y todo eso. Estoy especializado en lo que llamaríamos «obras a medida» —los miró con cara de orgullo desafiante—. Hago todos mis propios árboles, ¿sabéis? —les confió—. Artesanales. Se tarda años en aprender a hacer árboles. Hasta las coníferas.

—Oh —dijo Rincewind.

—No tengo a nadie para que me los acabe. No subcontrato, ese es mi lema. Los cabrones siempre te hacen esperar mientras están instalando estrellas o lo que sea para otro —el hombrecillo suspiró—. ¿Sabéis?, la gente piensa que crear es muy fácil. Piensan que solamente hay que cernirse sobre la faz de las aguas y agitar un poco las manos. Pero no es así para nada.

—¿Ah, no?

El hombrecillo se volvió a rascar la nariz.

—Por ejemplo, a la gente se le acaban enseguida las ideas para los copos de nieve.

—Oh.

—Uno empieza a pensar que no pasaría nada por meter unos cuantos idénticos.

—¿En serio?

—Uno piensa: «Hay un millón de trillones de chiquillones de copos, nadie se va a dar cuenta». Pero ahí es donde entra la profesionalidad, mismamente.

—¿En serio?

—Hay gente —y el creador clavó la mirada en la materia informe que seguía fluyendo a su lado— que cree que es fácil instalar unas cuantas fórmulas físicas básicas y luego coger el dinero y marcharse. Y mil millones de años después tienes goteras por todo el cielo, agujeros negros del tamaño de tu cabeza y cuando la gente reza para quejarse, solamente hay una chica en el mostrador que dice que no sabe dónde está el jefe. Yo pienso que la gente agradece el toque personal, ¿no creéis?

—Ah —dijo Rincewind—. Así que… cuando a la gente le cae encima un rayo… esto… no es por todo eso de las descargas eléctricas y los lugares elevados y todo eso… o sea… ¿eres tú quien los envía?

—Oh, yo no. Yo no estoy a cargo de los universos. Ya es bastante trabajo construirlos, no se me puede pedir que también haga de operador. Hay otros muchos universos, ya sabéis —añadió, con un ligero matiz acusatorio en la voz—. Tengo una lista de encargos tan larga como vuestro brazo.

Extendió el brazo y cogió un libro grande y encuadernado en piel que tenía debajo, y sobre el cual al parecer había estado sentado. El libro se abrió con un crujido.

Rincewind sintió que alguien le tiraba de la túnica.

—Escucha —dijo Eric—. Este no será realmente… Él, ¿verdad?

—Dice que sí —dijo Rincewind.

—¿Qué estamos haciendo aquí?

—No lo sé.

El creador se lo quedó mirando.

—Un poco de silencio por aquí, por favor —dijo.

—Pero escucha —dijo Eric entre dientes—. Si realmente es el creador del mundo, ese sándwich es una reliquia religiosa.

—Caray —dijo Rincewind en voz baja.

Llevaba una eternidad sin comer. Se preguntaba cuál sería el castigo por comerse un objeto de veneración. Probablemente sería severo.

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