Eric (Mundodisco, #9) – Terry Pratchett

Cuando Rincewind llegó estaban discutiendo la estrategia a seguir. El consenso parecía ser que si se enviaban muchos, muchos hombres al asalto de la montaña, tal vez un número suficiente podría sobrevivir a las rocas para tomar la ciudadela. Ésta es en esencia la base de todo pensamiento militar.

Varios de los caciques de atuendos más espectaculares levantaron la vista al acercarse Rincewind y Eric, les echaron un vistazo que sugería que los gusanos eran más interesantes y se volvieron a girar. La única persona que parecía contento de verlos…

No parecía un soldado en absoluto. Llevaba la coraza de rigor, deslustrada, y un yelmo que daba la impresión de que su penacho se había usado para pintar paredes, pero estaba flaco y tenía tanta pose de militar como una comadreja. Su cara tenía algo familiar, sin embargo. A Rincewind le pareció bastante apuesto.

«Contento de verlos» no es más que una descripción comparativa. Fue el único que dio muestras de percibir su existencia.

Estaba repantigado en una silla y dándole de comer bocadillos al Equipaje.

—Ah, hola —dijo en tono lúgubre—. Sois vosotros.

Fue asombroso cuánta información podía embutirse en un par de palabras. Para conseguir el mismo efecto, el hombre podría haber dicho: Ha sido una noche muy larga, estoy teniendo que organizarlo todo, desde la construcción del caballo de madera hasta la lista de la lavandería, estos idiotas son tan útiles como un martillo de goma, yo en realidad ni siquiera quería venir y encima de todo esto ahora estáis vosotros. Hola, vosotros.

Señaló el Equipaje, que abrió la tapa en gesto expectante.

—¿Esto es vuestro? —dijo.

—Más o menos —dijo Rincewind cautelosamente—. No tengo bastante dinero para pagar por nada de lo que haya hecho, cuidado.

—Es un trastito curioso, ¿verdad? —dijo el soldado—. Cuando lo encontramos tenía arrinconados a cincuenta tsorteanos. ¿Por qué creéis que lo hacía?

Rincewind pensó a toda prisa.

—Tiene una capacidad asombrosa para saber cuándo la gente tiene intención de hacerme daño —dijo.

Miró al Equipaje igual que alguien podría mirar a una mascota taimada, con mal genio y reprobable en general que, después de pasarse años mordiendo a las visitas, rueda sobre su espalda roñosa e interpreta el Perrito Adorable para impresionar a los alguaciles.

—¿Sí? —dijo el hombre, no muy sorprendido—. Es mágico, ¿no?

—Sí.

—Tiene que ver con la madera, ¿no?

—Sí.

—Pues menos mal que no construimos el puto caballo con esa madera.

—Sí.

—Os metisteis dentro usando magia, ¿no?

—Sí.

—Ya me parecía. —Le tiró otro bocadillo al Equipaje—. ¿De dónde venís?

Rincewind decidió ser honesto.

—Del futuro —dijo.

Aquello no tuvo el efecto esperado. El hombre se limitó a asentir.

—Ah —dijo, y luego—: ¿Ganamos la guerra?

—Sí.

—Ah. Supongo que no recordaréis los resultados de ninguna carrera de caballos —dijo el hombre sin demasiada esperanza.

—No.

—Ya me parecía que no. ¿Por qué nos abristeis la puerta?

A Rincewind se le ocurrió que contestar que era porque siempre había sido un ferviente admirador de la causa efebia no sería, por extraño que parezca, lo mejor que podía hacer. Decidió probar con la verdad otra vez. Era un método nuevo y valía la pena experimentar con él.

—Estaba buscando una salida —dijo.

—Para escaparte.

—Sí.

—Bien pensado. La única opción sensata dadas las circunstancias. —Vio a Eric, que estaba mirando a los demás capitanes apiñados alrededor de su mesa en plena discusión.

—Tú, chaval —dijo—. ¿Quieres ser soldado de mayor?

—No, señor.

El hombre se alegró un poco.

—Así se habla —dijo.

—Quiero ser eunuco, señor —añadió Eric.

Rincewind giró la cabeza como si alguien le tirara de ella.

—¿Por qué? —preguntó, y entonces pronunció la respuesta obvia al mismo tiempo que Eric—. Porque uno puede trabajar todo el día en un harén —dijeron lentamente y al unísono.

El capitán tosió.

—No serás el maestro de este chico, ¿verdad? —dijo.

—No.

—¿Crees que alguien le ha explicado… ?

—No.

—Tal vez sería buena idea que uno de los centuriones tuviera una charla con él. Te asombraría el dominio del idioma que tienen esos tipos.

—Supongo que no le iría nada mal —dijo Rincewind.

El soldado cogió su yelmo, suspiró, asintió mirando al sargento y se alisó con la mano las arrugas de la capa. Era una capa mugrienta.

—Creo que se supone que te tengo que echar la bronca —dijo.

—¿Por qué?

—Por estropearnos la guerra, parece ser.

—¿Estropearos la guerra?

El soldado suspiró.

—Vamos. Demos un paseo. Sargento, usted y un par de los muchachos, por favor…

Una roca pasó silbando procedente del fuerte que había por encima de sus cabezas y se hizo trizas.

—Ahí arriba pueden aguantar durante semanas, los cabrones —dijo el soldado con voz sombría, mientras se alejaban con el Equipaje trotando pacientemente tras ellos—. Me llamo Laveolo. ¿Quiénes sois vosotros?

—Él es mi demonio —dijo Eric.

Laveolo levantó una ceja, lo más cerca que había estado de expresar sorpresa ante nada.

—¿En serio? Supongo que hay gente para todo. ¿Se le da bien infiltrarse en sitios?

—Se le da mejor salir —dijo Eric.

—Bien —dijo Laveolo. Se detuvo delante de un edificio y caminó un poco de arriba para abajo con las manos en los bolsillos, dando golpecitos sobre las losas con la punta de la sandalia.

—Aquí mismo está bien, creo, sargento —dijo al cabo de un momento.

—Muy bien, señor.

—Mirad a aquellos de allí —dijo Laveolo, mientras el sargento y sus hombres empezaban a levantar las losas del suelo haciendo palanca—. Esos tipos que hay alrededor de la mesa. Gente valiente, os lo aseguro, pero miradlos. Están demasiado ocupados en posar para las estatuas triunfales y en asegurarse de que los historiadores escriben bien sus nombres. Llevamos años asediando este puto lugar. Queda más militar así, decían. ¿Sabes? Se lo pasan bien de verdad. O sea, a fin de cuentas, ¿a quién le importa? Acabemos con esto y volvamos a casa, es lo que digo yo.

—Lo encontramos, señor —dijo el sargento.

—Bien —Laveolo no miró a su alrededor—. Muy bieeen —se frotó las manos—. Solucionemos esto y así podremos irnos a la cama temprano. ¿Os importa acompañarme? Vuestra mascota me puede resultar útil.

—¿Qué vamos a hacer? —dijo Rincewind en tono receloso.

—Vamos a conocer a una gente.

—¿Es peligroso?

Una roca atravesó el tejado de un edificio cercano.

—No, la verdad es que no —dijo Laveolo—. Quiero decir que no lo es comparado con quedarse aquí. Y si el resto intentan asaltar la ciudadela, ya sabéis, de forma rigurosamente militar…

El agujero llevaba a un túnel. El túnel, después de unos cuantos recodos, daba a unas escaleras. Laveolo subió tranquilamente, dando alguna patada de vez en cuando a los cascotes caídos como si tuviera algo personal contra ellos.

—Ejem —dijo Rincewind—. ¿Adónde lleva este túnel?

—Oh, no es más que un pasadizo secreto que va al centro de la ciudadela.

—¿Sabes? Me imaginaba que sería algo así —dijo Rincewind—. Tengo instinto para estas cosas, ¿sabes? Y me imagino que los mejores entre los tsorteanos importantes de verdad van a estar allí, ¿no?

—Confío en que sí —dijo Laveolo, subiendo los peldaños con esfuerzo.

—¿Con muchos guardianes?

—Docenas, supongo.

—¿Muy bien entrenados?

Laveolo asintió:

—Los mejores.

—Y es ahí adonde vamos —dijo Rincewind, decidido a explorar todo el horror del plan igual que uno se palpa la encía de un diente podrido.

—Eso es.

—Nosotros seis.

—Y tu baúl, claro.

—Ah, sí —dijo Rincewind, haciendo una mueca en la oscuridad.

El sargento le dio un golpecito suave en el hombro y se inclinó hacia delante.

—No se preocupe por el capitán, señor —dijo—. Tiene el mejor cerebro militar del continente.

—¿Cómo lo sabes? ¿Lo ha visto alguien? —dijo Rincewind.

—Verá, señor, lo que pasa es que le gusta hacer las cosas sin que nadie se haga daño, señor, sobre todo él. Por eso se inventa cosas como el caballo. Y sobornar a la gente y todo eso. Anoche nos disfrazamos de civiles, entramos y nos emborrachamos en unpub con uno de los limpiadores del palacio y así nos enteramos de este túnel.

—¡Sí, pero pasadizos secretos! —dijo Rincewind—. ¡Al otro lado habrá guardias y de todo!

—No, señor. Lo usan para almacenar las cosas de la limpieza, señor.

Se oyó un ruido metálico en la oscuridad que tenían delante. Laveolo acababa de tropezar con una fregona.

—¿Sargento?

—¿Señor?

—Abra la puerta, ¿quiere?

Eric tiró de la túnica de Rincewind.

—¿Qué? —dijo Rincewind con irritación.

—Sabes quién es Laveolo, ¿verdad? —susurró Eric.

—Pues…

—¡Es Laveolo!

—Esto… ¿en serio?

—¿No conoces a los Clásicos?

—No será una de esas carreras de caballos que se supone que tenemos que recordar, ¿verdad?

Eric puso los ojos en blanco.

—Laveolo fue el responsable de la caída de Tsort gracias a su enorme astucia —dijo—. Luego tardó diez años en llegar a su casa y tuvo toda clase de aventuras con mujeres tentadoras y sirenas y brujas sensuales.

—Bueno, ya veo por qué lo has estado estudiando. Diez años, ¿eh? ¿Dónde vivía?

—A unos trescientos kilómetros de aquí —dijo Eric, muy serio.

—Y no paraba de perderse, ¿no?

—Y cuando llegó a su casa luchó contra los pretendientes de su mujer y todo eso, y su viejo perro lo reconoció y se murió.

—Oh, el pobre.

—Lo que le mató fue llevar sus zapatillas en la boca durante quince años.

—Una pena, sí.

—¿Y sabes qué, demonio? Nada de eso ha pasado todavía. ¡Podríamos ahorrarle todas las molestias!

Rincewind pensó en aquello.

—Podríamos decirle que consiguiera un timonel mejor, para empezar —dijo.

Se oyó un crujido. Los soldados habían conseguido abrir la puerta.

—Todo el mundo a formar filas o como se diga esa mierda de orden —dijo Laveolo—. El baúl mágico delante, por favor. Y nada de matar a nadie a menos que sea totalmente necesario. Intentad no romper nada. Bien. Adelante.

La puerta daba a un pasillo flanqueado de columnas. Había un murmullo lejano de voces.

La tropa avanzó siguiendo aquel murmullo hasta llegar a una gruesa cortina. Laveolo respiró hondo, la apartó, dio un paso adelante y emprendió un discurso que tenía preparado.

—Quiero que mis intenciones queden absolutamente claras —dijo—. No quiero que pase nada desagradable ni que nadie grite llamando a los guardias ni nada de eso. De hecho, no quiero que grite nadie para nada. Simplemente cogeremos a la señorita y nos iremos a casa, que es donde cualquier persona con sentido común debería estar. De otro modo tendré que pasar a todo el mundo por la espada y odio tener que hacer las cosas de esa manera.

El público que oyó aquella declaración no pareció muy impresionado. Esto se debía al hecho de que el público consistía en un niñito pequeño sentado en un orinal.

Laveolo cambió de marcha mental y continuó hablando sin inmutarse:

—Por otro lado, si no me dices dónde está todo el mundo le diré al sargento que te dé un buen cachete.

El niño se sacó el pulgar de la boca.

—Mamaíta ha ido a ver a Cassie —dijo—. ¿Es usted el señor Beekle?

—Creo que no —dijo Laveolo.

—El señor Beekle es un tonto. —El niño retiró el pulgar y, con el aire de alguien que acabara de terminar una investigación exhaustiva, añadió—: El señor Beekle es feo.

—¿Sargento?

—¿Señor?

—Vigile a este niño.

—Sí, señor. ¿Cabo?

—¿Sargento?

—Cuide al crío.

—Sí, sargento. ¿Soldado Arqueos?

—Sí, mi cabo —dijo el soldado, su voz lúgubre de premonición.

—Quédate con el mocoso.

El soldado Arqueos miró a su alrededor. Solamente quedaban Rincewind y Eric, y aunque era cierto que los civiles eran en todos los aspectos el rango más bajo que existía, más o menos por debajo del burro del regimiento, las expresiones de sus caras sugerían que no estaban dispuestos a aceptar órdenes.

Laveolo deambuló por la sala y escuchó junto a otra cortina.

—Podemos contarle toda clase de cosas sobre su futuro —dijo Eric entre dientes—. Le pasaron… O sea, le pasarán todo tipo de cosas. Naufragios y magia, y a toda su tripulación la convertirán en animales y esas cosas.

—Sí. Podemos decirle: «Vuelve a casa andando» —dijo Rincewind.

La cortina se abrió.

Apareció una mujer: gordita, bien parecida, de una forma un poco ajada, con un vestido negro y el principio de un bigote. También había un montón de niños de distintos tamaños intentando esconderse detrás de ella. Rincewind contó por lo menos siete.

—¿Quién es esta mujer? —dijo Eric.

—Ejem —dijo Rincewind—. A mí me da que es Elenor de Tsort.

—No seas memo —susurró Eric—. Si se parece a mi madre. Elenor era mucho más joven y estaba mucho más… —su voz se fue apagando mientras hacía varios movimientos ondulantes con la mano, indicativos de la forma de una mujer que probablemente no sería capaz de mantener el equilibrio.

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