Reseña:
Lo último que sabíamos de nuestro amigo Rincewind era que, al final de Rechicero, había quedado atrapado en las Dimensiones Mazmorra cuando intentaba salvar el mundo. Algún tiempo más tarde, tanto en el reino de la Muerte como en la Universidad Invisible se empieza a oír regularmente un sonido como de pasos corriendo y una voz que dice: Ohmierdaohmierdavoyamorirvoyamorir. Los magos se ponen extremadamente nerviosos, pero no tanto como cuando por fin averiguan que Rincewind vuelve a estar sobre el Mundodisco. Al fin y al cabo, el tipo en cuestión fue testigo de ciertos comportamientos poco dignos de los que hicieron gala los magos no hace mucho tiempo…
Un demonólogo, por otra parte, ha invocado lo que el cree que es un demonio muy poderoso y decide pedirle los tres deseos básicos de todo hombre, aunque como (en el caso que nos ocupa) dicho hombre tenga trece años: dominio sobre todo el Disco, estar con la mujer más hermosa del mundo y vivir para siempre. Pero es muy posible que no todo le salga como espera…
Y finalmente, el Infierno está en plena remodelación. Un demonio joven con alma de director de empresa ha asumido el control y ahora el Infierno es eficiente, pero esto no gusta ni a las almas en pena ni a los demás demonios…
Eric es una novela corta del Mundodisco, profusamente ilustrada en su edición original inglesa por Josh Kirby (el autor de las portadas hasta Ladrón del tiempo). Es la ideal para empezar a leer en inglés, y además se pueden hacer muchas camisetas chulis con las ilustraciones. La edición española, por desgracia, no lleva ilustraciones.
* * *
Las abejas de la Muerte son grandes y negras, zumban en tono grave y sombrío, guardan la miel en panales de cera tan blanca como la de los cirios de iglesia. Su miel es negra como la noche, espesa como el pecado y dulce como la melaza.
Es bien sabido que la suma de ocho colores da el blanco. Pero también están los ocho colores de la negrura, para aquellos a quienes les es dado verlos, y las colmenas de la Muerte se encuentran entre la hierba negra del huerto negro que hay bajo las ramas vetustas y llenas de flores negras de unos árboles que con el tiempo producirán unas manzanas que digamos que… probablemente no serán rojas.
Ahora aquella hierba estaba recién cortada. La guadaña que había hecho el trabajo estaba apoyada en el tronco retorcido de un peral. La Muerte se dedicaba a examinar sus abejas, levantando cuidadosamente los panales con sus dedos esqueléticos.
A su alrededor zumbaban unas cuantas abejas. Como todos los apicultores, la Muerte llevaba velo. No es que tuviera ningún sitio donde le pudieran picar, pero a veces se le metía alguna dentro del cráneo, se ponía a zumbar y le daba dolor de cabeza.
Mientras sostenía en alto un panal bajo la luz gris de su pequeño mundo situado entre las realidades se produjo un ligero temblor. Un murmullo se elevó de la colmena y una hoja cayó flotando. Una breve ráfaga de aire recorrió el huerto y aquello sí que resultó asombroso, porque en la tierra de la Muerte el aire siempre era cálido y estaba inmóvil.
A la Muerte le pareció oír, de forma muy fugaz, el ruido de unos pies a la carrera y una voz que decía, no, una voz que pensaba: «¡Ohmierdaohmierdaohmierda, voy a morir, voy a morir, voy a MORIR!».
La Muerte era casi la criatura más anciana del universo y tenía hábitos y modos de pensar que los hombres mortales no podían entender ni de lejos, pero debido a que también era un buen apicultor volvió a colocar con cuidado el panal en sus trencas y le puso la tapa a la colmena antes de reaccionar.
Regresó a su casa de campo cruzando el jardín oscuro, se quitó el velo, se sacó con cuidado unas cuantas abejas que se le habían perdido en las profundidades del cráneo y se retiró a su estudio.
Mientras se sentaba a su mesa de trabajo, otra ráfaga de viento hizo tintinear los relojes de arena de las estanterías y provocó que el enorme reloj de péndulo del salón hiciera una brevísima pausa en su interminable tarea de dividir el tiempo en fragmentos manejables.
La Muerte suspiró y miró con atención.
No había ningún sitio adonde la Muerte no alcanzara a ir, por muy lejano y peligroso que fuera. De hecho, cuanto más peligroso fuera, más probable era que ya estuviera allí.
Ahora miró a través de las brumas del tiempo y del espacio.
Oh, dijo. Es él.
Era una tarde calurosa de finales de verano en Ankh-Morpork, normalmente la ciudad más próspera, bulliciosa y sobre todo más poblada del Disco. Ahora las saetas del sol habían conseguido lo que nunca antes consiguieron incontables invasores, diversas guerras civiles ni la ley del toque de queda. Habían pacificado el lugar.
Había perros tirados y jadeando a la sombra abrasadora. El río Ankh, que nunca se habría podido decir que resplandeciera, rezumaba entre sus orillas como si el calor le hubiera absorbido todo el espíritu. Las calles estaban vacías y calientes como los ladrillos de un horno.
Ningún enemigo había conquistado nunca Ankh-Morpork. Bueno, técnicamente sí, bastante a menudo. La ciudad daba la bienvenida a los invasores bárbaros despilfarradores, pero por alguna razón los perplejos conquistadores siempre acababan descubriendo, pasados unos días, que ya no eran propietarios de sus caballos, y al cabo de un par de meses que ya no eran más que otro grupo minoritario con sus graffiti y sus tiendas de comida propias.
Pero el calor había asediado la ciudad y había rebasado sus muros. Yacía extendido como una mortaja sobre las calles reverberantes. Bajo el soplete del sol los asesinos estaban demasiado cansados para matar. Los ladrones se volvían honestos. En el refugio cubierto de hiedras de la Universidad Invisible, la principal escuela de magia, los internos dormitaban tapándose la cara con sus sombreros puntiagudos. Hasta los moscardones azules estaban demasiado agotados para chocar con los cristales de las ventanas. La ciudad hacía la siesta, esperando la puesta de sol y el respiro breve, caluroso y aterciopelado de la noche.
Solamente el Bibliotecario se mantenía fresco. Además estaba colgado y balanceándose.
Esto se debía a que había instalado unas cuantas sogas y anillas en uno de los subsótanos de la biblioteca de la Universidad Invisible, aquel en que se guardaban los libros, ejem, eróticos.[1] En cubas de hielo picado. Y él estaba suspendido lánguidamente en medio del vapor helado que se elevaba de ellas.
Todos los libros de magia tienen vida propia. Para algunos de los que tienen más energía no basta con encadenarlos a las estanterías. Hay que asegurarlos con clavos o guardarlos entre láminas de acero. O en el caso de los volúmenes sobre magia sexual tántrica para expertos exigentes, guardarlos dentro de agua muy fría para evitar que se inflamen espontáneamente y calcinen sus cubiertas absolutamente vulgares.
El Bibliotecario se mecía suavemente de adelante hacia atrás sobre las cubas burbujeantes y dormitaba apaciblemente.
Fue entonces cuando surgieron los pasos de la nada, cruzaron a toda velocidad la sala haciendo un ruido que raspaba directamente sobre el alma y desaparecieron a través de la pared. Se oyó un grito débil y lejano que parecía decir: «¡Ohdiosesohdiosesohdioses, ya ESTÁ, voy a MORIR!».
El Bibliotecario se despertó, se soltó accidentalmente y cayó en picado sobre las escasas pulgadas de agua tibia que eran todo lo que separaba El goce del sexo tántrico con ilustraciones para estudiantes avanzados, firmado por Una Dama, de la combustión espontánea.
Y lo habría tenido mal de ser humano. Por suerte, en su estado presente el Bibliotecario era un orangután. Con tanta magia en estado puro campando a sus anchas por la biblioteca, sería sorprendente que no hubiera accidentes de vez en cuando, y uno especialmente espectacular lo había convertido en simio. No mucha gente tenía la oportunidad de abandonar la especie humana sin perder la vida, y desde entonces él había rechazado enérgicamente todos los esfuerzos para hacerlo regresar a su antigua forma. Como era el único bibliotecario del universo que podía coger libros con los pies, la universidad no había insistido sobre el tema.
Aquello también comportaba que su idea de una compañía femenina deseable ahora se pareciera más bien a un saco de mantequilla embutido en un rollo de neumáticos viejos, así que tuvo suerte de salir únicamente con quemaduras leves, dolor de cabeza y unas ideas algo ambivalentes sobre los pepinos, que se disiparon a la hora de la merienda.
En la biblioteca, por encima de él, grimorios chirriaron y agitaron las páginas con asombro mientras el corredor invisible atravesaba las estanterías y desaparecía, o, mejor dicho, desaparecía todavía más…
Ankh-Morpork se despertó gradualmente de su modorra. Algo invisible que gritaba a pleno pulmón estaba cruzando hasta el último rincón de la ciudad y dejando tras de sí una estela de destrucción. Allí por donde pasaba, las cosas cambiaban.
Una pitonisa de la calle de los Artesanos Habilidosos oyó que los pasos atravesaban corriendo el suelo de su dormitorio y se encontró con que su bola de cristal se había convertido en una esfera de vidrio transparente con una casita dentro y copos de nieve.
En un rincón tranquilo de la taberna del Tambor Remendado —donde las aventureras Herrena la Homicida Hortera, Shandrra la Roja y Diome, Bruja de la Noche, se habían reunido para charlar de cosas de chicas y jugar una partida de canasta—, todas las bebidas se convirtieron en elefantitos amarillos.
—Son los magos de la universidad de las narices —dijo el tabernero, cambiando a toda prisa los vasos—. No debería estar permitido.
La medianoche se cayó del reloj.
Los miembros del Consejo de la Magia bostezaron y se miraron entre ellos con ojos legañosos. A ellos también les parecía que no debería estar permitido, sobre todo porque no eran ellos quienes lo estaban permitiendo.
Por fin el nuevo archicanciller, Ezrolith Mantequera, refrenó un bostezo, se incorporó en su silla e intentó adoptar una expresión adecuadamente magistral. Sabía que no tenía madera de archicanciller. Él no había querido el cargo. Tenía noventa y ocho años y había llegado a aquella edad nada desdeñable teniendo cuidado de no representar ningún problema ni amenaza para nadie. Él había confiado en pasar sus últimos años terminando su tratado de siete volúmenes sobre Algunos aspectos poco conocidos de los rituales de la lluvia kuianos, que en su opinión constituían un asunto ideal para el estudio académico ya que los rituales nunca habían funcionado en ninguna otra parte que en Ku, un continente que ya hacía varios miles de años que se había hundido bajo el océano.[2] El problema era que en los últimos años la esperanza de vida de los archicancilleres parecía ser más bien corta, y la ambición natural de todos los magos por aquel puesto había dejado paso a una cortesía curiosamente modesta. Una mañana bajó y se encontró con que todo el mundo lo llamaba «señor». Tardó varios días en darse cuenta de por qué.
Le dolía la cabeza. Tenía la impresión de que hacía semanas que se le había pasado la hora de irse a la cama. Pero tenía que decir algo.
—Caballeros… —empezó.
—Oook.
—Lo siento. Caballeros y mo…
—Oook.
—Quiero decir simios, por supuesto…
—Oook.
El archicanciller guardó silencio un momento, abriendo y cerrando la boca, intentando redirigir el tren de sus pensamientos. El Bibliotecario era, ex officio, miembro del cuadro académico. Nadie había sido capaz de encontrar ninguna regla que excluyera a los orangutanes, aunque a escondidas la habían buscado a conciencia.
—Es un caso de posesión —aventuró—. Tal vez una especie de fantasma. Esto pide un exorcismo, un trabajo de campana, libro y cirio.
El tesorero suspiró:
—Eso ya lo hemos intentado, archicanciller.
El archicanciller se inclinó hacia él.
—¿Cómo? —dijo.
—Digo que eso ya lo hemos intentado, archicanciller —dijo el tesorero en voz muy alta y hablando directamente al oído del anciano—. Después de la cena, ¿no se acuerda? Hemos usado el Nombres de Hormigas de Humptemper y hemos hecho sonar al Viejo Tom.[3]
—Ah, sí, es verdad. Y ha funcionado, ¿no?
—No, archicanciller.
—¿Eh?
—En todo caso, nunca hemos tenido ningún problema con los fantasmas —dijo el tutor mayor—. Los espíritus de los magos no rondan después de muertos.