El visitante del laberinto – Rafael Ábalos

Junco miraba de un lado a otro alucinado. Narbolius cami­naba pegado a su pierna izquierda, pues ahora tenía el tamaño de un zorro y se desenvolvía con suma naturalidad entre la multitud. Gorgonán, sin embargo, había vuelto a desaparecer como en él era costumbre. Pero cuando Junco reparó en ello ya era demasiado tarde, y a pesar de que lo buscó desasosega­do por todos los rincones, tampoco se sintió particularmente conmovido al no encontrarlo; de algún modo, ya se había ha­bituado a que Gorgonán lo abandonara a su suerte cada vez que llegaban a algún lugar desconocido.

—¿Hay algo que habéis perdido y no encontráis? —le pre­guntó un bufón que le salió al paso haciendo tintinear los cas­cabeles que le colgaban del gorro.

—Sí…, digo, no —rectificó Junco mientras Narbolius olisqueaba las pintorescas ropas del recién llegado.

—Sí…, no…, sí…, no… Así se deshojan las margaritas —masculló el bufón sin dejar de sonreír y de saltar.

—¿Vivís en esta ciudad? —inquirió Junco para evitar que el bufón llevara la iniciativa de su diálogo y volviera a interrogarlo.

—No hay otro lugar donde pudiera hacerlo con mayor agrado. Ésta es la Ciudad de la Belleza, y en ella todo es her­moso. Los forasteros como vos se asombran al contemplarla. Yo mismo os la mostraré si os complace —dijo el bufón al tiempo que avanzaba por la avenida realizando arriesgadas ca­briolas sobre el pavimento.

—¿Cómo sabéis que soy extranjero? —preguntó Junco, intentando imitar con escasa destreza los estrambóticos saltos y movimientos de su nuevo acompañante.

El bufón se detuvo en seco manteniendo un equilibrio perfecto sobre una sola pierna e inclinando el cuerpo lateral­mente hasta tocar el suelo con la punta de sus dedos. Se había curvado como un arco y veía a Junco del revés.

—Sólo un extranjero puede ir acompañado de un dragón como ése —contestó señalando a Narbolius, y acto seguido recuperó su posición vertical.

—¿Adonde me lleváis? —preguntó Junco receloso, pues por un instante le cruzó por la mente la terrible idea de que pudieran tenderle alguna trampa para adueñarse de su dragón.

—Os llevaré al Museo; allí podréis encontrar lo que bus­cáis o elegir las obras de arte que más os agraden. Todos los viajeros visitan el Museo cuando llegan a esta ciudad. Tal vez vuestro amigo esté allí —dijo el desconocido con tono tran­quilizador.

—Yo no poseo ninguna moneda de oro —replicó Junco ruborizado, pues no imaginaba de qué modo podría comprar algo de lo que en el Museo pudieran ofrecerle.

El bufón rió con descaro y dio una voltereta lateral.

—¿Oro? ¿Pensáis que la creación puede comprarse con oro? ¿Creéis que hay en la Tierra oro bastante para pagar la inspiración de los grandes genios del arte? —dijo frunciendo sus pobladas cejas y haciendo aspavientos con sus brazos—. Ese precioso metal sólo sirve en esta ciudad para crear adornos, coronas, diademas, pendientes, penachos, aros, collares, sellos, gargantillas, colgantes, broches, anillos, brazaletes, pulseras…

—Está bien, está bien —lo interrumpió Junco, incapaz de seguir el rosario de objetos decorativos que podían crearse con el precioso metal—. Pero en el lugar del que yo vengo —añadió— los hombres se traicionan unos a otros por con­seguir oro.

El pequeño cuerpo del bufón se contorsionó hacia atrás hasta que su cabeza rozó el suelo y de nuevo vio el mundo del revés.

—Algo de eso cuentan algunos juglares, aunque yo no pueda entenderlo —dijo desde esa incómoda posición.

Así llegaron hasta una plaza circular flanqueada por lujosos, palacios, en cuyo centro se alzaba un monolito de base cua­drada coronado por una pirámide recubierta con un metal dorado y brillante, en el que los rayos del sol del atardecer es­tallaban en infinitas chispas de luz que se desparramaban alre­dedor como una espectacular lluvia de estrellas fugaces. La animación en la plaza era indescriptible, pues la gente fluía sin cesar de un edificio a otro cargada de primorosos objetos que adquirían en ellos con sólo pedirlos. Pero también había obras que no podían pertenecer a hombre alguno, y que se conser­vaban allí para asombro y admiración de todos los forasteros. Junco y Narbolius, acompañados siempre por el simpático e inquieto bufón, entraron en el umbral de un palacio de belle­za inconmensurable, a cuya fachada de muros macizos se ado­saba una sucesión de ciclópeas esculturas que representaban todas las artes. En el interior se extendía una gran sala de mármol pulido repleta de columnas, y entre ellas se distribuían en colecciones inagotables las estatuas, las pinturas, las cerámicas y un sinfín de adornos de bronce, plata y oro, iluminados por la luz que se filtraba desde unas vidrieras altísimas.

—¿Qué os parece? —preguntó el bufón con orgullo, a la vez que deslizaba sus brazos en derredor como si quisiera abarcar con ellos la inmensidad de la sala.

—Jamás pude imaginar que existiera cosa igual. Los perso­najes de esos fabulosos cuadros parecen gozar de una vida propia, a pesar de su aparente quietud —dijo Junco mientras admiraba un óleo colosal que representaba la creación del Universo.

—Tienen su propia vida, sin duda —confirmó el bufón—. Observad las expresiones de sus caras, la gracia de sus movi­mientos, la cálida textura de los ropajes o el modo en que el paisaje se diluye en la distancia.

Narbolius parecía tan asombrado como Junco y sus gran­des ojos de azafrán seguían con inusitado entusiasmo las sabias explicaciones del bufón.

De súbito, algo atrajo la atención de Junco.

—¿Y ese rostro? —inquirió, posando sus pupilas en el re­trato de una muchacha que lo miraba con una enigmática sonrisa en los labios.

—Es de una joven desconocida, aunque muy bella como podéis ver. Lo trajo un pintor de un país remoto que llegó aquí huyendo de la realidad. Observad cómo su hermosa faz se difumina mágicamente en un portentoso juego de luces y sombras —explicó el bufón.

Junco se quedó pensativo y al cabo preguntó:

—¿Por qué ese pintor huía de la realidad, si la realidad que pintó era tan hermosa?

—Todos los artistas huyen de la realidad porque la realidad es opresiva y cruel. Por eso en sus obras crean sus propios mundos, mundos irreales, fantásticos, que sólo existen en su imaginación y que cobran mil vidas diferentes al ser contem­pladas por otros. Cada obra de arte encierra en sí misma tan­tas maravillas y misterios como ojos se adentran en ella. Eso es lo que las hace inmortales o eternas.

La enigmática sonrisa de aquella joven quedó prendida en el alma de Junco para siempre, y aunque a cada paso de su re­corrido por la gran sala se detenía para contemplar la escena de un campo de trigo con cipreses, figuras de animales pintadas en colores de tierra sobre lascas de piedra, personajes de­licados y llenos de gracia sobre fondos etéreos, formas huma­nas sensualmente sugestivas y de proporciones perfectas, no dejó de pensar en ella ni un solo segundo de los muchos que siguieron.

Otros cuadros atraían su atención por su rareza y abstrac­ción, aunque todos poseían una sorprendente armonía que hacía grata su particular concepción estética.

—¿Y esas extrañas pinturas? —preguntó Junco con curio­sidad, pues no sabía a ciencia cierta cuál podía ser su signifi­cado.

—Oh, ésas son obras del futuro, simples manchas de color entre geometrías, que, sin embargo, gozarán un día de gran aprecio por ser misteriosas, melancólicas o evocadoras de en­soñaciones poéticas.

Luego, deambularon por los gabinetes en los que se en­contraban las colecciones de pequeños objetos y curiosidades talladas en todo tipo de materiales, desde el marfil o la madera hasta los metales o el cristal. De súbito, un destello pro­veniente de unas de las vitrinas cercanas deslumbró a Junco, y cuando éste se aproximó al lugar en el que nacía la extraña luz, el destello se hizo aún más intenso y cerúleo.

—Parece que algo os llama —advirtió el bufón.

Junco vio entonces, depositado entre una preciada colec­ción de objetos artesanales, un original medallón de oro que destellaba como un astro. Y tanta era la fuerza de su atracción que no pudo resistirse a su hechizo y lo tomó en sus manos.

Apenas tocó el metal, los ojos de todos los presentes se vol­vieron hacia él para observar el prodigio: su espigado cuerpo creció más de un palmo y sus apagados ojos adquirieron el brillo de las estrellas; sus músculos se agrandaron y su rostro adquirió facciones más severas y hermosas; las calzas ajustadas y el jubón que vestía sobre la camisa se cubrieron con una cota de malla que se prolongaba hasta las botas de cuero, y so­bre la cota apareció un blusón de seda amarilla con un dragón bordado en rojo a la altura del pecho; su pelo, ahora más lar­go, se cubrió con un yelmo de plata, y de sus hombros pen­día una fina capa de terciopelo del color del vino, larga hasta los talones.

Entre los vítores y aplausos de quienes lo rodeaban, Junco miró el medallón que resplandecía en sus manos. Se quedó pasmado al ver el relieve del dragón que había sido tallado en su superficie con un realismo fantástico, pues hubiera jurado por la oxidada espada de Dalmor el Desventurado que ese dra­gón era tan igual a Narbolius como lo son dos gotas de agua.

—¿Qué me ha ocurrido? —preguntó Junco, algo aturdido aún y con voz más grave de la que hasta en ese instante mági­co tenía.

—Habéis descubierto misterios que hacen sabios y juicio­sos a los hombres. Pero esperad un momento, todavía no ha­béis terminado vuestra transformación —dijo el bufón, y acto seguido se perdió entre las esculturas cercanas como si lo hi­ciera en un bosque de hermosas figuras humanas talladas en alabastro.

Al poco apareció de nuevo, portando en sus manos una brillante espada y un sólido escudo de fondo amarillo con un dragón pintado en rojo. Se acercó a Junco, le entregó el escu­do con el ritual de rigor y dijo con solemnidad:

—Con esta noble espada yo os armo caballero, pero sabed que así como el arte engrandece al hombre acercándolo a la divinidad, la guerra lo rebaja a lo salvaje y lo aproxima a los infiernos. Las armas que os entrego lo son como símbolo de paz; conservadlas, pues, debidamente y jamás las empleéis a menos que os vaya la vida en ello.

Y al decir esto, comenzó a dar saltos y cabriolas de puro contento. Luego, su frágil figura se desvaneció en el aire como se desvanece un sueño.

Capítulo XI

Junco deambuló aún algunas horas por la Ciudad de la Be­lleza admirando un sinfín de maravillas creadas por el hom­bre. Narbolius caminaba a su lado orgulloso, con la arrogancia de quien se sabe acompañado por un personaje intrépido y noble.

Cuando llegaron al final de la larga avenida, los despidió la misma melodía de vientos que les había saludado a su llegada. Un inmenso bosque de pinos con copas redondas y altas se extendía ante ellos. Narbolius volvió a recuperar el tamaño de un caballo y, reclinándose sobre sus patas, invitó a Junco a su­birse a su grupa. Ante sus ojos no había ningún camino que seguir, ningún atajo o sendero, ninguna señal que condujera a alguna parte. Sólo la desvaída luz del ocaso los envolvía, y en vano esperó Junco que apareciera Gorgonán para indicarle la ruta que debían seguir.

La noche acabó cerrándose sobre ellos en mitad de la es­pesura, mientras Narbolius caminaba con paso calmo en di­rección a la luna llena que, juguetona y risueña, asomaba y desaparecía entre las copas de los pinos. Más allá el terreno se ondulaba en pequeñas colinas y luego se abría en un claro circular como una calva, en cuyo centro humeaba la chimenea de un pequeño torreón de piedra. El lugar era particu­larmente hermoso, pues desde el centro del torreón, que te­nía una curiosa forma octogonal, se abrían ocho caminos ali­neados por setos que conformaban el dibujo de la rueda de un carro, delimitando cuidados jardines con abundancia de flo­res. Cada camino era un radio de la rueda y todos confluían en el eje central sobre el que se elevaba el torreón, con la particularidad de que éste tenía tantas puertas como caminos llegaban a su base. Afuera del camino circular exterior, todo era bosque.

Junco se preguntó qué misterio lo aguardaría en aquella nueva encrucijada de travesías insólitas. Observó los ojos de Narbolius pero no apreció en ellos inquietud alguna. Por ello dejó que el dragón caminara por el círculo exterior, dejando a su izquierda los caminos que conducían hasta el torreón. Cuando ambos completaron el recorrido del círculo exterior, no había distinguido diferencia alguna entre los ocho cami­nos; tampoco en los cuidados y vistosos jardines que los flan­queaban, cuyo encanto apreció Junco a pesar de la oscuridad que los rodeaba. Diría, incluso, que todos tenían las mismas flores y plantas, iguales en distribución, forma, tamaño y nú­mero, como si cada uno no fuera sino una copia exacta del si­guiente. De tal manera que Junco aún dejó que Narbolius iniciara una vuelta más al camino del círculo exterior. Pero al llegar a la tercera de las encrucijadas que desembocaban en el torreón, sintió un palpito extraño en su pecho y ordenó a Narbolius que se adentrara con lentitud en ella. Cuando lle­garon a la puerta elegida de la torre octogonal, descabalgó y el dragón volvió a adquirir el tamaño de un perro ovejero; se pegó a la pierna derecha de Junco y aguardó a que éste abriera la puerta. Sin embargo, una inscripción tallada sobre una losa de piedra situada al pie de la entrada al torreón llamó la atención de Junco. Era una inscripción breve, que rezaba así:

Ocho caminos conducen al mismo lugar, y en él ocho puertas puedes abrir.
Éstas, siendo el lugar el mismo, unas te alegrarán y otras te harán sufrir.

Junco dudó antes de aferrar el pomo de la puerta que había elegido por impulsos de su corazón. No sabía qué podría en­contrar detrás de ella, aunque estaba claro, a juzgar por el tex­to que acababa de leer, que lo que quiera que encontrase en el interior del torreón podía procurarle alegría o sufrimiento, según cuál hubiera sido su elección. Así es que no lo dudó más, se quitó el yelmo y abrió.

Autore(a)s: