El visitante del laberinto – Rafael Ábalos

Narbolius se agitó y saltó al aire, voló en espiral durante es­casos segundos y fue creciendo en el vacío hasta adquirir el tamaño de un caballo alado. Luego se posó al lado de Junco, lo miró con sus bondadosos ojos de azafrán y dobló sus patas invitándole a subir sobre su grupa. Junco no lo dudó. De un salto subió a lomos del dragón, que al instante desplegó sus alas y se elevó veloz hacia un cielo pigmentado con minúscu­las estrellas.

Capítulo IX

A pesar de la altitud y de la oscuridad, Junco pudo ver los pai­sajes en penumbra que se deslizaban bajo sus pies. Durante su largo viaje sobrevolaron inmensas llanuras, tierras yermas y solitarias sembradas de escarcha, cordilleras arropadas con fríos mantos de nieve, tenebrosos bosques y profundos valles en­cantados, hasta que al fin Narbolius divisó un cúmulo de nu­bes esponjosas y se posó sobre ellas. Más arriba, la luna los ob­servaba con curiosidad y agrado,

Al pronto, Junco oyó una voz dulce como nunca había oído ninguna otra y pensó que la Luna le hablaba.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó Junco, mirando admirado en torno suyo.

—¿Acaso puede la Nada del Universo ser alguien? —repli­có la voz, impregnada de un candor prodigioso.

Junco acarició con delicadeza la cresta de Narbolius para evitar que se inquietara.

—No lo sé —admitió humildemente.

—Mira a tu alrededor —recomendó la voz de la Nada del Universo.

La mirada de Junco, viva como una llama, deambuló de un lado a otro, paseándose por la luminosa Luna y deteniéndose al final en las estrellas que le guiñaban en la le­janía.

—Veo la Luna y las estrellas —afirmó Junco con firmeza.

—¿Y más allá? —insistió la voz apaciblemente.

Después de fijar sus ojos en la negrura del infinito, Junco dijo:

—No consigo ver nada.

—Entonces me ves a mí —concluyó la Nada del Universo.

Junco se sintió confundido y recordó que en la cabaña del lago de Fergonol, cuando no sabía cuál era su nombre, Gorgonán le había dicho que todos los seres y todas las cosas del Universo tienen un nombre, que lo que no tiene nombre no existe, y que incluso lo que no existe tiene su propio nombre. Y recordó también que después de que Candelán y Sandelón Rústela Vartatraz entraran en la cabaña entonando el estribi­llo de una confusa canción que decía: «Vacío en las tinieblas, ausencia de alma, frágil como un cero, menos que polvo, nadie quiere ser nadie, mejor uno que ninguno…», él había res­pondido al acertijo afirmando que el nombre de lo que no existe era «la nada». Y ahora, en ese preciso instante, la Nada del Universo no sólo le hablaba sino que se hacía visible a sus ojos en la negra infinitud del cielo. Se sintió naufragando en un océano de confusión.

—La nada no existe —se atrevió a asegurar Junco.

—Entonces, ¿cómo puedes oírme? ¿Cómo puedes verme? —inquirió la voz con gentileza.

—Yo no veo nada —insistió Junco.

—Vuelves a contradecirte, pero no debes sentir pudor por ello, pues no puede descifrarse lo infinito desde el exiguo co­nocimiento de lo finito, como tampoco puede una ardilla entender la naturaleza del árbol en cuyo tronco cobija su nido —sentenció la Nada del Universo, y su voz sonó en los oídos de Junco con la suavidad de un arrullo.

—¿Qué queréis decir?, no os comprendo.

Un silencio recóndito inundó la cúpula del firmamento. Junco seguía montado sobre Narbolius, mientras éste, arrebu­jado entre las nubes, dormía plácidamente. Junco creyó que la Nada del Universo se había olvidado de él. Se sentía tan in­significante allá arriba… Pero la voz de la Nada del Universo volvió a resonar en la oscuridad:

—El Sol, los planetas, los astros, las estrellas, y también tú, Junco, diminuto como una partícula de polvo extraviada en medio de la inmensidad, no sois sino consecuencia de la Nada. Y aunque no puedas comprender lo que no puede explicarse, todo forma parte del Todo y nada pertenece a la Nada.

Entonces, un placentero sopor, que, sin embargo, no era sueño, se apoderó del ánimo de Junco. Se bajó de lomos de Narbolius sin que éste alterara su tamaño y caminó algunos pasos sobre las nubes como si lo hiciera sobre alfombras de al­godón esponjado. Luego alzó sus ojos al vacío que lo envol­vía y preguntó:

—¿Eres Dios?

—¿Qué importa eso? Yo sólo soy lo que ves: un misterio más allá de la capacidad de comprensión de los hombres —dijo la Nada del Universo.

Tras estas palabras, un destello indescriptible, más intenso que el más poderoso de los rayos, iluminó el cielo. Narbolius se sobresaltó y corrió al lado de Junco. Entretanto, las nubes desprendieron a su alrededor un sinfín de luminiscencias má­gicas que al poco se extinguieron.

En vano esperó Junco que la invisible y misteriosa Nada del Universo volviera a hablarle. La llamó a gritos una y otra vez pero sólo un eco oculto le contestaba, devolviéndole in­tactas sus palabras. Poco a poco lo derrotó el cansancio, hasta que al fin cayó en brazos de una somnolencia sosegada. Narbolius adquirió el tamaño de un perro ovejero, se acurrucó a su lado y ambos se adentraron al instante en el más plácido de los sueños.

Capítulo X

El sol asomó su ardiente rostro entre las nubes, dedicándole a Junco una espléndida sonrisa. Narbolius hacía rato que deam­bulaba de un lado a otro buscando algo que llevarse a la boca. Ahora tenía de nuevo el tamaño de un caballo alado y cuan­do vio a Junco despierto no tardó en acercarse a él.

—Tienes hambre, ¿eh? —dijo Junco acariciándole la ca­beza.

Narbolius no contestó, pero sus ojos de azafrán hablaron por él. La bóveda del cielo era ahora de un azul intenso y Junco pensó que la Nada del Universo debía de seguir allí, en algún lugar insospechado, tal vez cercano, tal vez perdido en los confines del cosmos. Y aunque no estaba seguro de que todo lo que le ocurría no fuera más que una ilusión, miró a su al­rededor como si algo de sí mismo quedara enredado para siempre entre aquel cúmulo de nubes esponjadas. Luego su­bió a lomos de Narbolius y le susurró al oído:

—Vámonos.

El dragón batió sus alas al aire y alzó el vuelo con la agili­dad de un pájaro majestuoso. Al principio voló a ras de las nubes, jugando con ellas, dejándolas que acariciaran sus patas, zambulléndose en su espesa niebla y saliendo de ella como un delfín entra y sale del agua, hasta que de pronto se preci­pitó en picado al vacío y el mundo asomó allá abajo como un hermoso tapiz multicolor. Desde lo alto, Junco contempló una inmensa ciudad sin murallas, muy distinta a los castillos de piedra que él conocía. Le pareció una ciudad encantada, repleta de pirámides, palacios y templos revestidos del color del oro.

Narbolius aterrizó en un bosquecillo de hayas próximo, dejó a Junco sobre el suelo de tierra rojiza y de inmediato se dispuso a comer en los arbustos que se desperdigaban en las inmediaciones. También Junco sintió el hambre pinchándole en el estómago. Pensaba qué cosa podría comer en aquel pa­raje despoblado cuando por un estrecho sendero bordeado con flores de grandes hojas aterciopeladas apareció Gorgonán silbando una deliciosa melodía. Junco rió de contento y Nar­bolius corrió a recibir al recién llegado dando saltos como un potro alocado.

—Vuestras desapariciones son imprevistas, desde luego, pero no podríais ser más oportuno al haceros visible de nue­vo. ¿Lleváis algo que pueda comerse? —soltó Junco a punto de sufrir un desmayo.

Gorgonán acarició el cuello de Narbolius evitando los con­tinuos lengüetazos que el dragón le prodigaba corno muestras de su afecto. Después se sentó sobre un mullido montículo de musgo y abrió una pequeña bolsa de cuero que colgaba de su hombro.

—¿Os gustan las setas? —preguntó.

—No son manjar de mi gusto, pero tampoco las des­preciaré en ocasión tan precisa —dijo Junco sentándose a su lado.

Y ambos disfrutaron de un exquisito almuerzo mientras Junco le contaba a Gorgonán la maravillosa experiencia de volar y su confuso encuentro con la Nada del Universo, allá arriba, muy cerca de las estrellas.

Cuando hubo terminado su almuerzo, Junco preguntó:

—¿Conocéis la ciudad que he visto desde el cielo?

—Oh, sí, desde luego. Y os recomiendo que la visitéis sin demora, probablemente os asombre lo que encontréis en ella.

—¿Vendréis vos conmigo?

—Oh, sí, desde luego —repitió Gorgonán.

—¿Podrá acompañarnos Narbolius? —continuó pregun­tando Junco, temeroso de que la respuesta de Gorgonán fue­ra esta vez negativa.

—No os preocupéis por Narbolius, nada puede ocurrirle en este Laberinto de irrealidad. Además, debéis saber que puede defenderse muy bien por sí solo.

—Pero ¿vendrá con nosotros? —insistió Junco.

—Si vos lo deseáis, vendrá —aceptó Gorgonán.

Narbolius alzó la cabeza y sus ojos de azafrán bailotearon de contento.

Al poco tiempo se pusieron en marcha y se adentraron en el angosto sendero bordeado de grandes flores aterciopeladas por el que había aparecido Gorgonán unas horas antes. El ata­jo se empinaba y zigzagueaba a lo largo de una colina achata­da, para descender luego hasta un pequeño valle salpicado de pequeñas lagunas y abundantes pastos que hicieron las delicias de Narbolius: chapoteaba aquí y allá, mordisqueaba la fresca hierba y retozaba en ella con alborozo.

Y detrás de las lagunas y los prados, detrás de los espejos de agua y de las alfombras de verde esmeralda, se alzaba una ciudad sublime cruzada de norte a sur por una grandiosa avenida repleta de construcciones palaciegas, pirámides, torres, tem­plos y catedrales que representaban el centro cósmico del mundo. Los barrios colindantes constituían verdaderos con­juntos artísticos, pintados de vivos colores y adornados con murales de extraordinaria riqueza y encanto. No había mura­llas, ni defensas, ni puertas que cerraran el paso a los viajeros.

Una adorable melodía de vientos los recibió al llegar a los pies de la larga avenida, presidida a cada lado por dos gigan­tescas esculturas de piedra caliza que representaban a un hom­bre y a una mujer situados de pie y cuyos ojos miraban al in­finito. Ambas parecían poseídas por una insólita hermosura, y ambas tenían, también, las manos cruzadas sobre el pecho en actitud reflexiva y equilibrada.

Al contemplar las esculturas desde la base del pedestal, Jun­co, boquiabierto ante su divinidad, preguntó:

—¿Qué significan?

Gorgonán observó la inmovilidad de la piedra y su rostro reflejó la fascinación que las estatuas suscitaban en su alma.

—Representan la belleza —musitó.

La breve respuesta de Gorgonán convenció a Junco. Esa era, sin duda, la mejor definición de cuanto veía a su alrededor, pues esa palabra expresaba como ninguna otra el conjunto de sentimientos de deleite y admiración que palpitaban en su pe­cho y lo inflamaban hasta estallar en un éxtasis indescriptible.

—¡Son fantásticas! —exclamó después de salir de su per­plejidad.

—Toda obra de arte lo es —apostilló Gorgonán.

—¿Esta ciudad la han creado los hombres? —quiso saber Junco.

Gorgonán se aclaró la voz.

—¿Quién si no? En la creación es en lo único en que los seres humanos se asemejan a los dioses, si es que éstos existen. Ninguna de las muchas maravillas que tenéis ante vuestros ojos podría explicarse si un artista no la hubiera imaginado y creado con sus manos. Y cada una de sus obras es única y dis­tinta a todas las demás porque es su propio espíritu quien las vislumbra y las conforma. Sin embargo —continuó—, así como los dioses pueden crear la materia de la nada, los hom­bres sólo pueden transformar la materia para convertirla en belleza. Esa aproximación a la divinidad es la que da sentido a muchas vidas.

A medida que avanzaban por la amplia avenida, el bullicio de la ciudad crecía. Por todas partes se veían gentes ataviadas con exóticos y elegantes vestidos que conversaban en grupos animadamente, o contemplaban absortos las frenéticas pirue­tas de un saltimbanqui o los más delicados gestos de un mimo; otros prestaban atención al discurso sosegado de un narrador o escuchaban embobados las odas de un poeta que gesticula­ba ante ellos con gran elevación y arrebato. En las plazas los trovadores tañían sus laúdes y soplaban sus flautas entonando antiguas canciones de amor, y los bufones danzaban junto a las fuentes haciendo sonreír a los niños. En los anchos pórti­cos se prodigaban los pintores con sus caballetes, lienzos, pin­celes y paletas de colores; los escultores cincelaban el mármol con rítmicos golpes de martillo y los ceramistas modelaban el barro en sus tornos creando incontables objetos de primorosas formas.

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