Y acto seguido picó espuelas y se perdió en el horizonte con el ardor de un torbellino, antes incluso de que Junco pudiera alzar su brazo para despedirlo.
—¡Extraño personaje! —dijo Gorgonán, al tiempo que se hacía visible de nuevo bajo la sombra de un chopo cercano.
Junco sintió al pequeño dragón removerse inquieto entre sus ropas y le ayudó a salir por la boca de una de sus mangas, depositándolo con levedad sobre un montón de piedras amorfas y chatas.
—¿Dónde os habéis metido? Siempre que necesito vuestra ayuda desaparecéis como por encantamiento —murmuró el muchacho sin disimular su enfado.
—Tenía cosas que hacer —dijo Gorgonán sin mucha convicción.
—Pues ha sido una lástima que no oyerais la historia del caballero que acaba de marcharse; aunque deberíais saber que cabalga hacia donde ha de ocultarse el sol, en busca de un fiero dragón que defienda su castillo de los malvados barones que lo acechan —advirtió Junco de corrido.
Mientras hablaban, Narbolius había crecido hasta alcanzar la altura de las copas de los chopos de la ribera del lago y se entretenía comiendo sus sabrosas y verdes hojas con suma pachorra. Al verlo así nadie diría que en efecto se trataba de un imponente dragón.
—Lastima que ya no queden dragones en aquellas fértiles y lejanas tierras —lamentó Gorgonán.
Junco frunció el entrecejo, descreído.
—¿No quedan dragones? —repreguntó.
Gorgonán se incorporó y se acercó al muchacho.
—Hubo un tiempo en que los nobles caballeros encontraron divertido acabar con ellos, y a fe mía que lo consiguieron.
—¿Y Narbolius? —preguntó entonces Junco.
El duende miró con ternura al dragón, que seguía deshojando las copas de los chopos con actitud indiferente. Luego, dijo con voz apenada:
—Narbolius es el último dragón del mundo, por eso vive aquí, en este Laberinto de irrealidad. Un día, ya muy lejano, lo encontré malherido y tembloroso entre una maraña de zarzas. Cuando me vio, sus ojos expresaron su terror a los hombres y se hizo pequeño como una ardilla asustada. Curé sus heridas y le prometí que jamás hombre alguno volvería a hacerle daño…
Junco interrumpió la narración de Gorgonán.
—Pero ¿puede acaso un caballero armado con una espada o una lanza vencer a criaturas tan portentosas?
Narbolius los miró como si supiera que hablaban de él.
—Los dragones son ingenuos y bondadosos y poco pueden hacer frente a la astucia y la maldad de algunos hombres. Aquéllos no eligen su destino, éstos sí —dijo Gorgonán.
—¿Qué queréis decir? —preguntó intrigado Junco, pues no acababa de entender lo que su enigmático interlocutor le sugería.
Antes de contestar, Gorgonán adoptó una actitud solemne. Luego dijo con sobriedad:
—Quiero decir que a los dragones, como al resto de los animales que pueblan la Tierra, no les queda otro remedio que ser lo que sus instintos les exigen y ordenan, de tal modo que hay en todos ellos comportamientos iguales en lo esencial; sin embargo, los seres humanos son lo que son por su propia decisión o elección, y tanto pueden elevarse a los fines más nobles como entregarse a los más odiosos desmanes.
Las palabras de Gorgonán prendieron en la mente de Junco una mecha de inquietud.
—Sin embargo, no me ha parecido advertir en el señor Grenfo Valdo la intención de hacer daño alguno a los dragones que busca.
—Oh, no, no era a él a quien me refería. Grenfo Valdo es sin duda un noble caballero, y hubo una época, ahora remota, en la que su familia adquirió gran renombre por su abnegada defensa de tan inofensivas y extraordinarias criaturas. Por eso lleva en su estandarte el símbolo de un fastuoso dragón bordado en hilos de oro.
—Sobre ello debía de tratar el viejo manuscrito del que el señor Grenfo me habló antes de marcharse —reflexionó Junco en voz alta.
—Pudiera ser —concluyó Gorgonán.
Capítulo VIII
Partieron antes de que se ocultara el sol y no mucho después de que Gorgonán preparara una suculenta comida que a Junco le trajo aromas y recuerdos olvidados de su niñez. Poco a poco se adentraron en un tupido y sombrío bosque de abetos y pinos altísimos, acompañados por el incesante canturreo de los pájaros y el rugido bronco de algunas alimañas. Gorgonán caminaba el primero, seguido a corta distancia por Junco, que llevaba sobre su hombro derecho a Narbolius como si de un loro adiestrado se tratara. El pequeño dragón permanecía atento a cuanto se movía alrededor y de vez en cuando saltaba del hombro de Junco y se adelantaba volando sobre la espesa trama de coníferas, para regresar al cabo de unos minutos gozoso de que nada ni nadie entorpeciera su camino.
—Aún no me habéis dicho hacía dónde nos dirigimos —comentó Junco, luego de haber andado un buen trecho sorteando arbustos en silencio.
—Si no lo sabéis vos, mal puedo saberlo yo —contestó Gorgonán sin mirar atrás.
—¡Pero sois vos quien camina delante! —replicó Junco.
—Sin duda, pero son vuestros pasos los que importan en esta caminata. Yo me limito a seguiros.
La confusión de Junco se hizo evidente.
—¿Cómo puede ir detrás lo que se supone que va en primer Jugar? —preguntó.
Gorgonán no pudo disimular su sonrisa. Sin duda Junco estaba en lo cierto, pero tampoco él se equivocaba.
—Todo depende del Tiempo —dijo—, y lo que para vos es presente, para mí es pasado. De tal modo que cuando vos creéis dar un paso en pos de mí, yo ya lo he dado antes en pos de vos, y aunque sea yo quien camine primero, es innegable que sois vos quien conduce mis pasos.
«¿El Tiempo?», dijo Junco para sí. Él jamás se había formulado esa pregunta y por un instante intentó imaginarlo como algo tangible, pero no pudo. Y tanto se concentró en su propósito que ni siquiera se percató de que ante él cruzaba un anciano con pobladas barbas blancas, vestido con una larga túnica de peregrino, que portaba dos alforjas colgadas del hombro y apoyaba su andar en un largo báculo de rama de boj.
—¿Y qué es el Tiempo? —preguntó Junco en voz alta, confiando en que Gorgonán aclarara sus dudas, pero una vez más se encontró con que Gorgonán había desaparecido inesperadamente de su lado.
Al oír la pregunta, el anciano giró su rostro hacia el muchacho, pues tampoco él, inmerso como estaba en sus propias cabalas, se había dado cuenta de la presencia de Junco.
—El presente ya lo habéis perdido y el futuro acaba de pasar ante vos convirtiéndose en pasado. Eso es el Tiempo, invisible y raudo como el viento, hoy que mañana será ayer, frágil filamento impalpable que nos conduce a la muerte —recitó el anciano como si respondiera a un ente incorpóreo, y continuó meditabundo su camino.
—¡Esperad! —gritó Junco.
El anciano se detuvo, giró sobre sus pasos y miró al joven con expectación.
—¿Qué deseáis? —preguntó.
—Tal vez vos podáis ayudarme —dijo Junco con voz trémula, pues había caído en la cuenta de que debía intentar salir del Laberinto y encontrarse de nuevo a sí mismo, tal como era más allá de ese mundo de irrealidad.
—Si así lo creéis, tened, por seguro que lo intentaré —dijo el anciano amablemente. Luego reparó en el dragón que Junco llevaba sobre su hombro y añadió—: ¡Hermosa criatura!
Entonces el dragón saltó del hombro de Junco y se elevó en el aire hasta perderse entre las nubes.
—Volverá —afirmó Junco.
El anciano asintió con un leve gesto de su arrugado semblante.
—Sois muy afortunado al poseer un dragón. Esos fabulosos seres son capaces de entender el lenguaje y transmitir a los mortales los misterios del mundo.
—De eso precisamente deseaba hablaros —destacó el muchacho.
—Dudo que yo pueda ofreceros alguna luz sobre tan espinosos asuntos, pero decidme: ¿qué deseáis saber? —dijo el anciano.
—No sé quién soy —soltó el muchacho algo desazonado.
El anciano apoyó su báculo en el tronco de un abeto gigantesco, se atusó sus largas barbas blancas y se acomodó sobre una piedra que al pronto cobró la forma de un trono real de pobre aspecto.
—Yo diría que sois un joven muy avispado —sugirió.
—No, no, no me refería a eso —matizó Junco acompañando sus palabras con rápidos movimientos de sus manos.
—Entonces tal vez debamos comenzar por el principio, es el mejor modo de proceder ante cuestiones de tanta trascendencia. Sentaos ahí si os place —dijo, señalando frente a él otra piedra de menor tamaño con forma de almendra.
Junco se sentó siguiendo las indicaciones del anciano y observó por primera vez la dignidad de su rostro, sus enormes ojos tintados de aguamarina y su benévola sonrisa bajo la templada luz crepuscular.
—¿De modo que no sabéis quién sois, a pesar de saber que sois un joven avispado? —repreguntó el anciano.
—Así es —confirmó Junco.
El anciano alzó los ojos al cielo rojizo del atardecer, volvió a rascarse la barbilla, meditó un instante y acto seguido expuso su argumento con elocuencia de predicador:
—Después de observaros detenidamente, yo diría que sois un ser excepcional, dotado de una razón prodigiosa, libre para elegir vuestro destino y con una extraordinaria capacidad de amar; y esa conjunción de virtudes es la que os hace diferente del resto de criaturas salvajes que pueblan la Tierra, incluidos los dragones. Pero ya veo que no son ésas las cuestiones que os inquietan, aunque tampoco esté de más que yo os las diga, pues por la confusa expresión de vuestros ojos intuyo que lo que deseáis saber se trasluce sin dificultad alguna de vuestra apariencia, no siendo necesario que yo os confirme lo que vos mismo ya sabéis.
La mente de Junco galopó como un caballo desbocado para seguir la retahíla del anciano, al punto que, de todo su discurso, sólo pudo entender con certeza el primer párrafo.
En cuanto al segundo, le pareció prudente deducir que le bastaría mirarse a sí mismo para vislumbrar lo que ignoraba. Entonces el anciano se puso en pie, cogió su báculo de rama de boj y golpeó levemente el suelo con la punta. La tierra se replegó ante ellos y una fuente de agua cristalina manó de su interior hasta crear un ámbito destellante como un espejo de plata.
—Mirad vos mismo y decidme qué veis reflejado en el agua —dijo el anciano.
Antes de que Junco atendiera la recomendación del anciano, el aire propagó el revoloteo del dragón Narbolius, que regresaba de sus pesquisas y volvía a posarse en su hombro. Junco lo recibió con una caricia y luego miró indeciso a los adentros de aquella luna fascinante con el mismo vértigo con que se mira a un abismo.
En ella vio con nitidez un hermoso castillo situado en una colina alfombrada de césped, sobre cuyas altísimas torres ondeaban un sinfín de banderas y estandartes con una triple W amarilla estampada sobre fondo azul marino. Y vio a un joven ataviado con capa escarlata y una deslumbrante armadura, que, acompañado de un pequeño dragón, cruzaba el puente levadizo y traspasaba con honores de príncipe las enormes puertas claveteadas del castillo, entre el clamor y la alegría de la multitud que lo vitoreaba. Y de súbito se vio a sí mismo abrazando a su padre, el gran rey Winder Wilmut Winfred, que no podía disimular la emoción por su regreso.
—¿Ése soy yo? —preguntó Junco al anciano como si despertara de un sueño, después de apartar sus ojos del ámbito destellante del agua.
—¿Son ésos vuestros recuerdos?
—Creo que sí.
—Entonces ya sabéis quién sois —dijo el anciano—. Pero no aprecio en vuestros ojos la alegría que esperaba.
—Oh sí, claro que estoy contento de haber encontrado mi pasado, pero no puedo evitar sentirme triste por estar lejos de todo lo que me es conocido.
El anciano forzó una pausa, y luego continuó:
—Quizá debáis enfrentaros también a lo ignorado. Esos son los misterios del mundo que cada hombre debe descubrir. Y ahora debéis excusarme, he de continuar mi camino.
Y dicho esto, el anciano se incorporó y el trono de pobre aspecto en el que estaba sentado recuperó su originaria forma de piedra. Cogió su báculo de rama de boj y las alforjas y se echó a andar.
Junco aún corrió tras él, pero apenas anduvo algunos pasos la frágil figura del anciano se deshizo en el aire como un suspiro. Entonces miró desolado alrededor, pero nada encontró que no fuera la oscuridad de la noche cerrada sobre él. Temeroso del silencio que lo envolvía, tomó al dragón entre sus manos, y el miedo, que pugnaba por adueñarse de su ánimo, huyó de su lado profiriendo aullidos que se ahogaron en las tinieblas.