El visitante del laberinto – Rafael Ábalos

—Pero los piratas han sido siempre gente perversa y em­bustera, ¿no creéis? —preguntó Junco algo confundido.

—Eso al menos cuentan las leyendas. Pero también hubo en la historia piratas que defendieron causas nobles. Hasta los piratas son libres para elegir entre el bien y el mal, entre la bondad y la maldad, entre la justicia y la injusticia…

La voz del cocinero se vio interrumpida de súbito por la del capitán Uklin, que en ese preciso instante entró en la co­cina.

—Ya veo que Dongo os cuida y alimenta debidamente —dijo el capitán, siempre respetuoso con el tratamiento a los desconocidos, pues sólo tuteaba a sus hombres.

Junco asintió.

—¡Oh, sí, nunca degusté manjares más exquisitos, os lo aseguro!

Dongo se sintió halagado y no ocultó su satisfacción.

—Este pequeño pollo —dijo refiriéndose al muchacho— se comerá todo el trigo de este granero.

Por primera vez vio Junco sonreír al capitán Uklin, y sin­tió por ello un extraordinario regocijo. Tal vez Dongo tuvie­ra razón, pensó.

—Pues cuídate de guardar algo para mis marineros si no quieres que los blancos tocinos de tu piel acaben en la bode­ga, hechos rodajas conservadas en sal —bromeó el capitán con voz grave.

Un estampido sordo bramó entonces sobre el barco.

—Ese trueno anuncia tormenta —presagió Dongo mi­rando al techo de su cocina un poco alarmado por el es­truendo.

—¡Al fin! —exclamó el capitán, y salió corriendo de la co­cina como si hubieran anunciado un fuego a bordo.

Junco miró al cocinero como si le solicitara permiso para ir con su jefe, y viendo que Dongo se lo otorgaba con un leve bamboleo de su cabeza, corrió también hacia la cubierta del barco con la ilusión de la aventura danzando en sus ojos.

—¡Arriad las velas, hatajo de gandules! —gritaba el capitán a sus hombres cuando Junco llegó a su lado en el castillo de popa—. ¡Mantened el timón a babor!

El viento silbaba melodías de espanto entre las velas del barco mientras los marineros corrían de un lado a otro, con­tentos de que la tormenta se desatara al fin, y con el fervien­te deseo en sus almas de que aún fuera más terrible que la úl­tima de hacía unos meses. De algún modo, ésas eran sus únicas diversiones a bordo.

Poco a poco las aguas del lago fueron encrespándose hasta formar enormes olas que lanzaban crestas de espuma blanca contra la cubierta del barco, convulso como una cáscara de nuez en medio de la tormenta, al tiempo que el cielo se encendía sobre las velas pintándose del color del fuego con los destellos de los relámpagos.

—¡Volved a la cocina con Dongo, éste no es lugar para un muchacho como vos! —le gritó el capitán ante el peligroso cariz del vendaval. Probablemente no hubiera conocido otro como aquél.

Junco estaba empapado, aunque divertido. Las olas y la llu­via caían sobre la cubierta del navío inundándola y arrastran­do cuanto encontraban a su paso. Ni siquiera tuvo tiempo de responder al capitán: una ola gigantesca lo elevó en el aire y lo lanzó fuera del barco.

—¡Hombre al agua! ¡Hombre al agua! —gritó el capitán Uklin desesperado.

Al oírlo, todos los marineros acudieron precipitadamente al castillo de popa y desde allí buscaron el cuerpo de Junco con los ojos abismados entre las olas. Pero una sombra de pesa­dumbre les cubrió el rostro al no encontrar otra cosa que la agitada espuma blanca bosquejando siluetas fantasmales sobre el agua.

—¡Hubiera sido un buen pirata vikingo! —lamentó el ca­pitán, y una diminuta lágrima resbaló por su mejilla.

Junco no sabía nadar y las olas juguetearon con él como si fuera una bola de pelusa en brazos de un viento huracanado. «¿Dónde estará Gorgonán?», se preguntó mientras pataleaba aterrado y se esforzaba por mantener su cuerpo en la superfi­cie del agua. Pero al pronto sintió que algo bajo sus pies lo empujaba y lo elevaba del mismo modo que si se hubiera, su­bido a la grupa de un alocado caballito de mar.

Fue entonces cuando la dorada silueta del dragón Narbolius se recortó en la negrura de la noche llevando entre sus alas a un muchacho alucinado, que veía cómo sus pies se ale­jaban del lago y cómo, allá abajo, el navío pirata del audaz ca­pitán Uklin, el Vikingo, se batía contra la tormenta. Y a Jun­co aún le pareció oír, antes de atravesar el espeso manto de nubes agrisadas que dividían en dos el firmamento, la entris­tecida voz del capitán Uklin que le decía a Dongo: —Pobre muchacho, se lo han tragado las olas.

Capítulo VII

Cuando Junco despertó, el dragón Narbolius seguía tumbado junto a una roca próxima a la orilla del lago, mirándolo con sus bobalicones ojos de azafrán perdidos en el infinito. De los orificios de su alargada nariz se desprendían filamentos de humo y de vez en cuando bostezaba con aire aburrido y ale­lado. Pero lo que más llamó la atención de Junco al verlo fue su tamaño, pues mientras que él lo recordaba esbelto y alto como un caballo alado, el dragón que ahora tenía ante sí ape­nas alcanzaba el tamaño de una iguana o un lagarto. Tampo­co tardó en percatarse de la presencia de Gorgonán, que sen­tado bajo un chopo de hojas exuberantes entretenía el tiempo recolectando ramitas esparcidas por el suelo, con el sosiego y la indiferencia en él acostumbrados.

—¿Qué me ha pasado?—preguntó Junco a Gorgonán, aún algo desconcertado.

—Os caísteis al agua y Narbolius os salvó —respondió Gor­gonán con gesto ausente.

Junco deslizó su mirada hasta el dragón.

—¿Os referís a él? —inquirió con una leve oscilación de sus ojos.

—¿A quién si no?

El pequeño dragón intuyó la siguiente pregunta de Junco, y antes de que la formulara comenzó a crecer y a hincharse como un globo hasta alcanzar el tamaño de un dinosaurio. Su aspecto ahora era, en verdad, pavoroso, aunque en sus ojos azafranados seguían destellando brillos de mansedumbre.

Junco gateó asustado hasta el tronco del chopo que lanza­ba su sombra sobre Gorgonán, al tiempo que el dragón ad­quiría el mismo tamaño que tuvo cuando la noche anterior lo sacara del agua, volando como Pegaso.

—Ya os dije que Narbolius no dudaría en fastidiaros con sus pesadas bromas si os cruzabais en su camino. Ésta de cre­cer y disminuir a su antojo sólo es una de ellas, aunque la más espectacular, sin duda. Pero a él le debéis la vida y bien haríais en agradecérselo.

—¿Puede hablar? —preguntó Junco admirado mientras el dragón volvía a hacerse pequeño como un camaleón y él re­presentaba una leve reverencia en señal de gratitud.

—¡Oh, no! —exclamó Gorgonán sonriendo—. Pero segu­ro que os comprenderá —añadió, a la vez que se reclinaba y cogía al dragón entre sus manos.

Luego lo depositó con suavidad junto al montón de ramitas secas que había recolectado mientras el joven dormía y le pidió:

—Enciéndelo, por favor.

El dragón resopló obediente y por su pequeña boca de co­codrilo achatado lanzó una lengua de fuego azul que prendió al instante en la hojarasca.

—¡Es fantástico! —exclamó Junco.

La modestia de Gorgonán restó importancia al asunto.

—Tan fantástico como el modo en que al fin encontrasteis vuestro nombre —dijo animoso.

Narbolius se deslizó sigiloso por la tierra húmeda, se aco­modó sobre el regazo de Junco adquiriendo el tamaño de un perro faldero y en un pis pas se quedó dormido.

—Entonces, ¿ya sabéis que me llamo Junco? —preguntó sin dejar de acariciar la cresta del dragón.

—Desde luego, y me alegro por vos. Ahora tenéis un nombre y eso es lo que importa.

—Tenéis razón, Gorgonán, pero decidme, ¿por qué caí al agua y perdí a mis amigos?

—Tal vez porque si no os hubiera arrastrado la tormenta Narbolius no hubiera podido salvaros de ella.

—¿Queréis decir que lo que ha de ocurrirme está escrito y que vos sabíais que caería al agua? —insistió el muchacho.

—Quiero decir —explicó Gorgonán con tono ceremo­nioso— que no hay pérdida sin hallazgo, ni encuentro que no suponga también un cierto menoscabo, pues de lo uno y de lo otro se hace la vida de los hombres. Habéis perdido unos amigos pero otros saldrán pronto a vuestro encuentro.

—Creo que ya he encontrado a uno —dijo Junco mirando con ternura al dragón que dormía plácidamente en su regazo.

—No os quepa duda de ello.

Luego Junco relató a Gorgonán cómo transcurrieron sus días en el barco vikingo del capitán Uklin, junto a Dongo y el resto de los marineros, que ya no le parecían tan despiada­dos y temibles; y le habló de las muchas cosas que aprendió de ellos en el manejo de las velas, el ancla o el timón del barco. Incluso le contó que el capitán Uklin, lejos de ser un pirata despiadado como él mismo le dijo y su fama proclamaba, re­sultó ser un ingenuo soñador que sólo ansiaba encontrar ene­migos aguerridos con los que combatir, o viejos tesoros escondidos en islas misteriosas, sin que nunca lograra hallar ni lo uno ni lo otro, según el mismo Dongo le explicó.

En ésas estaban cuando a sus oídos llegó el estrépito metá­lico de una cabalgadura que se aproximaba desde el norte al galope y que no tardó en hacerse presente en la orilla del lago. Era un noble caballero montado en un magnífico y des­lumbrante corcel blanco, que portaba un vistoso estandarte con un dragoncillo de oro bordado sobre fondo de terciope­lo rojo. Al verlo, el dragón Narbolius se hizo diminuto como un ratón de campo y se escondió veloz entre las ropas de Jun­co. Gorgonán, sin embargo, lo miró con displicencia y sólo Junco pareció asombrarse de la presencia del jinete.

—¡Me alegra encontrar a alguien por estos parajes solita­rios! —dijo el caballero con una voz hueca y enlatada, aunque jocosa. Su rostro quedaba oculto tras un yelmo coronado por un ramillete de plumas encarnadas.

Junco se puso en pie con cuidado de que Narbolius no que­dara despachurrado entre su vestimenta, carraspeó y contestó:

—Decidme en qué puedo ayudaros y tendréis en mí a vuestro más humilde servidor.

La armadura del caballero brilló como el sol que se reflejó de súbito en ella.

—En verdad me complacen vuestra amabilidad y vuestro sincero ofrecimiento, joven… —se interrumpió el jinete aco­razado.

—Junco, me llamo Junco —dijo presto el muchacho, con­tento de no tener que dar en tal ocasión explicaciones sobre el extravío de su nombre.

—¡Junco! —repitió el caballero—, hermoso nombre sin duda.

—¿Hacia dónde os dirigís? —se apresuró a preguntar Junco.

El caballero descabalgó de su montura produciendo un so­nido de cacerolas desvencijadas.

—Mi designio no está en ningún lugar conocido de los hombres, aunque ahora cabalgo hacia donde el sol habrá pron­to de ocultarse. He leído en un añejo manuscrito que allí habitan fieros dragones y es mi deseo capturar uno para nom­brarlo guardador de mi castillo.

Los ojos de Junco buscaron con precipitación los de Gorgonán, pero éste había desaparecido de nuevo como desapa­rece una ilusión. El muchacho no pudo entender por qué Gorgonán desaparecía de su lado cuando más lo necesitaba.

—¿Dragones, decís? —preguntó Junco estupefacto.

—Cierto, tal vez hayáis visto alguno por los alrededores.

Junco sintió los latidos del corazón de Narbolius en su cos­tado. Sin duda parecía entender lo que hablaban y estaba so­brecogido.

—¡Oh, no, jamás vi un dragón verdadero! Aunque he oído contar historias fantásticas sobre ellos —mintió.

—Yo también, por eso los busco desde hace años. Creedme si os digo que estoy cansado de defender mi castillo a gol­pes de lanza y espada frente a tanto barón codicioso y mezquino —dijo el caballero algo decepcionado.

Y durante un buen rato contó a Junco la antigua historia que había leído en el manuscrito que hallara en su castillo y que, en efecto, hablaba de un lugar perdido allá en el ocaso, donde los dragones habitaban desde hacía miles de años revolotean­do bajo cielos dorados.

—Y ahora os ruego que me disculpéis, he de continuar mi camino sin más dilación ni entretenimiento antes de que el sol se oculte y vuelva a perder de vista el lugar en que lo hace —añadió volviendo grupas y subiendo con agilidad a su magní­fico caballo blanco, que pacía tranquilamente a orillas del lago.

Pero antes de que el caballero espoleara su caballo y se lan­zara al galope en busca de los dragones que habitaban donde el sol habría de ocultarse, Junco le dijo:

—Aún no me habéis dicho vuestro nombre.

El caballero lo miró por la delgada abertura de su yelmo.

—Oh, disculpad mi descortesía, mis propia de mi olvido que de mi intención. Me llamo Grenfo Valdo, señor del Cas­tillo del Dragón.

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