El visitante del laberinto – Rafael Ábalos

—También él ha desaparecido, no consigo verlo ahora —murmuró cabizbajo—. Tal vez se haya quedado en el cala­bozo.

Un par de mordaces marineros se precipitaron hacia la bo­dega por la escotilla más cercana, antes incluso de que el ca­pitán Uklin se lo ordenara, pero pronto regresaron tan solos y desconcertados como habían partido. Sin embargo, antes de que el temido capitán volviese a dirigirle su siniestra mirada, un silbido agudo vibró en los oídos del joven, proveniente del mástil del barco.

—¡Allí está! —gritó con gran regocijo, señalando la punta del palo mayor, junto a la bandera con dos cabezas de ser­piente que danzaban entre vivaces lenguas de fuego.

Sabía que el viejo Gorgonán no lo abandonaría y no se equivocó. Colgado como un murciélago del trinquete del palo mayor, Gorgonán le dedicó su más amable sonrisa, al tiempo que soplaba su cachimba y lanzaba al viento una llu­via multicolor de pompas de jabón que quedaron suspendidas mágicamente sobre el barco.

Todos giraron sus cabezas hacia el lugar al que el muchacho apuntaba con su brazo extendido y dejaron escapar una ex­clamación de sorpresa al vislumbrar junto a su bandera un extraño resplandor, una hermosa luz que parecía flotar en el aire junto a infinitas pompas de jabón que destellaban como si el sol se hubiera prendido en ellas.

—¡Acabemos con él, es un brujo disfrazado de muchacho! —aulló un marinero que tenía los ojos saltones como un sapo.

—¡Traerá la desgracia a este barco!

—¡A la horca! —proclamó otro, que babeaba igual que un perro de presa.

El resto coreó el grito de este último y adoptó una actitud agresiva, blandiendo sus espadas al aire como si se dispusieran a entrar en combate con un enemigo hechizado.

—¡Lo someteremos al juicio de la Verdad! —sentenció el capitán al fin, alzando también su espada al cielo como si in­timidara con ella a las estrellas.

Capítulo V

Después de que el capitán Uklin decidiera someter al joven al Juicio de la Verdad, una frenética e inusual actividad se ex­tendió como la pólvora encendida por la cubierta del navío vikingo. Algunos marineros recogieron las velas, otros despe­jaron la cubierta de baldes vacíos y cabos de cuerda ennegre­cida, encendieron las antorchas, y luego acercaron unos barri­les panzudos que sirvieron para formar el estrado en el que se situó el tribunal.

El muchacho tembló al ver la tez pardusca y los ojos de ali­maña de los tres vikingos que formaron el jurado, y no le cupo duda alguna de que si algo no lo remediaba aquellos malvados lo condenarían a la horca con la misma frialdad en su alma que la del hielo de un iceberg. Sólo la amable sonrisa de Gorgonán, que ahora se había sentado en el puesto de vi­gía, sobre la vela mayor, le procuraba algún sosiego.

—¡Que empiece el juicio! —gritó el pirata más viejo del tribunal.

Al instante, el capitán Uklin tomó la palabra haciendo las veces de un honorable fiscal. Pero apenas había iniciado su discurso sobre los engaños del joven y los cargos de los que se le acusaba cuando un pirata delgado, larguirucho y risueño se acercó a él y le susurró algo al oído que nadie más oyó. El ca­pitán meditó un instante y dijo al fin:

—Está bien, seamos justos… ¡Que lo defienda el cocinero!

Los marineros se miraron entre sí atónitos y murmuraron silenciosamente su desacuerdo sin atreverse a manifestarlo de forma expresa. De sobra sabían que su capitán nunca discutía sus decisiones, así es que esperaron a que el cocinero, que nunca intervenía en asuntos de piraterías y maldades, hiciera acto de presencia en cubierta. Cuando así lo hizo, todos los marineros se apartaron de su camino, abriendo en torno a él un ancho pasillo por el que sus más de trescientas libras de peso pudieran transitar hasta el estrado del insólito tribunal.

—Pero ¿qué demonios hacéis con este muchacho? —ex­clamó al ver al joven sentado sobre una cubeta invertida que hacía las veces de un improvisado banquillo.

—Es un impostor y debe ser juzgado por ello. Tú lo de­fenderás —le explicó el capitán Uklin de forma sumamente resumida.

El cocinero hizo ondular su enorme papada y preguntó:

—¿Y puede saberse de qué se le acusa?

Los ojos del capitán bailotearon en sus oscuras órbitas.

—Se… se… se le acusa de no decir la verdad —titubeó—. Esa es razón suficiente… ¡Y basta ya de chácharas!

Los ciento cincuenta kilos del cocinero se movieron sobre la cubierta del barco con la lentitud y pesadez de un hipopótamo.

—¿La verdad? ¿Acaso sabe alguno de vosotros lo que es la verdad, hatajo de Farsantes? —inquirió desplazando sus chis­peantes ojos de un pirata a otro, desafiante.

Pero nadie le contestó. Sólo el capitán pareció estar dis­puesto a entrar de lleno en ese debate.

—¡Sólo es verdad lo que pueden ver los ojos! —dijo el ca­pitán con petulancia—, y este joven pretende hacernos creer con embrujos que un ser invisible lo acompaña.

Algo, desde el puesto de vigía, llamó la atención del coci­nero. Alzó hasta allí sus ojos y luego preguntó al Visitante:

—¿Es ése tu amigo?

El Visitante asintió con una leve inclinación de su cabeza, admirado porque alguien creyera al fin en él. Desde que ha­bía sido convertido en prisionero creía estar viviendo una pe­sadilla de locos y por eso le reconfortó que aquel corpulento vikingo, gordo como una ballena y valiente como un delfín, se hubiera convertido en su espontáneo defensor.

—No hay engaño alguno en las palabras del muchacho, también yo veo al viejo sentado allá arriba —dijo el cocinero con gran convicción.

—¡Eso no es cierto! —bramó el capitán Uklin.

—Ah, ¿no? —soltó provocador el corpulento cocinero—. ¿Habéis mirado bien, capitán? Tal vez vuestra vista no alcan­ce a ver más allá de vuestras sucias narices.

Un grupo de piratas rompió a carcajadas, pero la mirada enfurecida del capitán los hizo callar al instante. El cocinero era el único de la tripulación a quien el capitán Uklin le consentía alguna que otra impertinencia, pues era rebelde y terco como un toro, pero el mejor cocinero que se conociera. Lue­go miró al trinquete del palo mayor y vio sentado sobre él a un hombre diminuto que le sonreía mientras agitaba las pier­nas en el vacío. Incluso se restregó los ojos, creyéndose presa de una alucinación. Pero fue tal el miedo que sintió al verlo que no se atrevió a mirar de nuevo. La magia le producía ver­dadero espanto.

—¡De acuerdo, tú ganas, Dongo! —aceptó el capitán diri­giéndose al cocinero, pues ése era su nombre, e inmediata­mente ordenó a sus hombres:

—¡Soltad al muchacho! Tal vez diga la verdad.

A pesar de las protestas de los marineros, y muy especial­mente de los componentes del tribunal, que ardían en deseos de presenciar una ejecución sumarísima, el capitán Uklin se mantuvo firme en su decisión. Dongo, el cocinero, lanzó un guiño fugaz al Visitante, se acercó a él, le echó su volumino­so brazo sobre el hombro y le dijo sin protocolos ni tratamientos:

—Ven conmigo a la cocina, muchacho. Esas negras ojeras me dicen que no has comido mucho en estos días.

Y ambos se fueron en busca de una cena suculenta mien­tras Dongo le hablaba al joven de las hermosas truchas que guardaba en su despensa para grandes ocasiones como ésta. Luego, ya en la cocina, le preguntó:

—Dime, muchacho, ¿cómo te llamas?

El joven pensó un instante y al cabo contestó afligido:

—No consigo recordar mi nombre. Gorgonán dice que tal vez lo haya perdido.

—Pues entonces habrá que buscarlo. Los nombres no sue­len ir muy lejos cuando se extravían —dijo el cocinero son­riendo, al tiempo que colocaba ante el muchacho un humeante plato de latón con un par de truchas asadas y regadas con aceite y perejil picado.

Dongo dejó que el muchacho devorara como un oso hambriento el pescado y simuló luego estar buscando algo indefinido entre los muchos cacharros de su desordenada co­cina.

—¡Ya lo tengo! —exclamó alborozado, fingiendo haber atrapado algo con sus regordetas y grandes manos.

El joven dejó de comer y observó los movimientos de Dongo con atención. Éste se acercó a él, llevó sus manos cerradas a la altura de sus labios y dijo satisfecho:

—¡Aquí está tu nombre!

—¿De veras? —preguntó el muchacho, inquieto.

—Sopla en mis manos, tal vez consigamos hacerlo salir.

Bastó que el joven dirigiera un ligero soplo sobre las ma­nos de Dongo para que éste las abriera lentamente y de ellas saliera, dibujándose ante sus ojos, con caracteres de humo, la palabra JUNCO.

—¡Junco! —exclamó asombrado el joven, al tiempo que las letras se elevaban y se desvanecían en el aire como un es­pectro.

Dongo lo contemplaba con semblante intrigado.

—¿Cómo lo habéis conseguido? —preguntó el muchacho.

—¡Oh, no ha sido nada difícil! La magia siempre se hace visible a los ojos de la inocencia —contestó el cocinero dan­do a sus palabras un tono solemne.

Y desde ese instante, Junco se sintió el joven más afortuna­do de la Tierra y no pudo contener su alegría. Al fin había encontrado su nombre.

Capítulo VI

Aún pasaron algunos días antes de que Junco volviera a en­contrarse de nuevo con Gorgonán. No veía a su viejo y enig­mático amigo desde que Dongo lo llevara a la cocina del bar­co, y aunque lo echaba de menos y su corazón ardía en deseos de comunicarle que al fin había encontrado su nombre, lo cierto es que estuvo tan ocupado aprendiendo las labores de marinero que, al llegar la noche, cuando se arrebujaba en el camastro del pequeño y confortable camarote de popa que Dongo había preparado para él, caía tan cansado que sus sue­ños se perdían entre mil aventuras de piratas, antes incluso de que llegara a cerrar los ojos. Hasta pensó que Gorgonán se había hecho invisible también para él, como lo había sido para todos los vikingos del barco a excepción de Dongo y, duran­te un instante, del mismísimo capitán Uklin. Sin embargo, ahora todo era distinto, y los mismos marineros que antes cla­maran para que su cuerpo sirviera de alimento a los osos, o para que caminara por la tabla con los ojos vendados, o para que lo colgaran del palo mayor hasta que se secara como una angui­la, ahora lo llamaban con agrado para que les ayudara en las tareas del barco: «Junco, ata ese cabo!», «¡Junco, baldea la cu­bierta!», «Junco, aguanta el timón!» Y cada vez que oía su nombre, Junco levantaba la cabeza como un perrillo domés­tico y acudía ilusionado y presto a la llamada.

También el despiadado capitán Uklin se sentía reconfor­tado en compañía de Junco, y no dudaba en llamarlo para mostrarle el horizonte cobrizo de los atardeceres o el modo en que el viento cálido del sur inflaba las velas y hacía nave­gar su barco con la velocidad de un pez volador. Por eso Jun­co se sorprendió al contemplar su rostro sin que la siniestra sombra del casco vikingo lo ocultara, pues sus ojos, antes ses­gados y fríos, ahora se le antojaban menos temibles y más ri­sueños.

—¿De verdad es tan despiadado el capitán Uklin como di­cen? —preguntó Junco a Dongo, después de haber pasado una divertida y encantadora tarde atendiendo las enseñanzas del capitán sobre el manejo del timón y el modo de aprove­char los vientos de costado.

Dongo avivó el fogón de su cocina, colocó sobre ella una enorme olla repleta de un guiso que desprendía aromas deli­ciosos y dijo:

—Nunca hagas caso de las habladurías, muchacho.

—Entonces, ¿no es cierto que sea un pirata malvado? —insistió Junco, satisfecho por la confirmación de sus presen­timientos.

—Bueno, digamos que sólo relativamente. Llevamos mu­chos años navegando por este lago en busca de tesoros y bata­llas, haciendo ondear al viento nuestra aterradora bandera. Pero aún no hemos encontrado ningún cofre colmado de oro ni a nadie con quién combatir. Tú has sido su primer enemi­go —dijo el cocinero sin dejar de remover el guiso con un gigantesco cazo de madera.

—¡Oh, pobre capitán! —exclamó Junco.

El cocinero hizo zigzaguear su enorme cuerpo redondo entre un sinfín de cacharros herrumbrosos y cogió algunas es­pecias de un bote de latón, las esparció sobre el guiso con la ceremoniosidad de quien prepara una pócima magistral y dijo:

—Tampoco te preocupes demasiado por él, es muy feliz a su manera. Tal vez lo que menos le importe sea encontrar un tesoro o combatir en una batalla, pero le encanta soñar con ello. Además, nunca sabría qué hacer con el oro; y estoy se­guro de que sería incapaz de matar a un sapo orejudo, aunque le guste parecer un malvado.

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