El visitante del laberinto – Rafael Ábalos

—¿Cómo osáis navegar por mis dominios con tan insolen­te descaro?

La voz del despiadado capitán Uklin se expandió sobre el agua, arrastrada por un eco misterioso y sobrecogedor que sa­cudió la barcaza con la fuerza de un tifón. El joven se aferró a los remos para que su frágil embarcación no volcara y miró aterrado al viejo duende.

—¡Contestadle, vamos, contestadle antes de que se enfu­rezca! —le aconsejó Gorgonán, haciendo aspavientos en el aire con sus huesudas y arrugadas manos.

Una leve disculpa brotó tímidamente de la boca del mu­chacho, que no acertaba a entender por qué Gorgonán no le había advertido antes de partir de los peligros que le acecha­rían en su viaje.

—Disculpadme, señor, pero no sospechaba que esta hu­milde barcaza pudiera perturbar vuestra tranquilidad, y mu­cho menos que estas aguas fueran vuestro reino, pues de ha­berlo sabido os juro por mi honor que jamás me hubiera atrevido a adentrarme en ellas —dijo sumisamente, al tiempo que miraba a Gorgonán con ojos de reproche.

Luego elevó su mirada al castillo de proa del navío corsa­rio y vislumbró la gigantesca figura de un hombre perfilada al trasluz del cielo neblinoso. Iba embutido en una amplia capa de piel de oso y tocado con un casco de vikingo, bajo el que se adivinaba un rostro difuso y temible. Un silencio fúnebre voló sobre el lago, antes de que la voz del despiadado capitán Uklin volviera a sacudir sus aguas.

—¡Vuestra sinceridad es encomiable, pero ello no evitará que os haga mi prisionero! Subid a bordo y daos por cautivo —dijo el temido vikingo de barbas rojas. Luego se dirigió a sus hombres y gritó:

—¡Soltad la escala!

Al instante, un grupo de fornidos corsarios lanzó por ba­bor una escalera de cuerda. La mantuvieron fuertemente afe­rrada mientras el Visitante ascendía con dificultad por ella, seguido de Gorgonán, a quien nada parecía perturbarle.

Cuando alcanzó el último tramo, los poderosos brazos del capitán Uklin lo izaron hasta el interior del navío como si fuera un pescado recién salido del agua, entre el júbilo y el griterío de la malvada tripulación.

—¡Buena cena para esta noche, capitán! —aulló un mari­nero con el rostro desdibujado por infinitas cicatrices.

—¡Colguémoslo del palo mayor hasta que esté seco como una anguila! —bramó otro vikingo al que le faltaba una oreja.

—¡Mejor guardémoslo como cebo de osos! —sugirió un tercero, cuellilargo como una jirafa, y al que le faltaban todos los dientes.

—¡Que camine por la tabla con los ojos vendados! —core­aron otros con aspecto no menos espeluznante.

Mas el barullo cesó pronto. Bastó que el despiadado capi­tán Uklin levantara su brazo derecho en señal de silencio para que todos le obedecieran como una jauría de perros adiestra­dos. Luego se dirigió al joven, que permanecía tendido en el suelo junto a Gorgonán, giró alrededor de él observándolo minuciosamente y le preguntó con fingida ternura:

—A juzgar por vuestros ropajes no parecéis privado de for­tuna. Decidme, ¿cómo os llamáis?

La pregunta restalló en los oídos del Visitante como el es­tallido de un trueno. Miró el rostro del hombre que le habla­ba y, sin embargo, nada vio que no fueran unos ojos enrojeci­dos, astutos y siniestros, ocultos bajo espesas cejas doradas. Luego se dispuso a decir su nombre, pero algo inexplicable se lo impedía. Había olvidado que no recordaba su nombre, ni. quién era, ni qué hacía en ese lago insufrible acompañado por un viejo duende del que tampoco conocía nada.

—¿Os ha cortado la lengua algún verdugo? —dijo el capi­tán con retintín, al tiempo que lanzaba al aire una escandalo­sa risotada.

Los demás piratas se hicieron eco de las carcajadas de su jefe y rieron alocadamente hasta que el poderoso brazo del capitán Uklin los hizo callar de nuevo, no sin brusquedad.

—No sé quién soy, ni cuál es mi nombre —respondió pe­nosamente el Visitante al cabo de unos segundos de hondo si­lencio.

—¿Habéis oído eso? —exclamó el capitán Uklin deslizan­do su oscura mirada sobre los temibles rostros de sus hombres. Luego, dirigiéndose otra vez al muchacho, le dijo:

—Hum… De modo que no tenéis nombre ni sabéis quién sois. ¿Sois acaso una foca? ¿Tal vez un león marino? —El tono de su voz se iba elevando a medida que hablaba—. ¿Un cachalote, un tiburón, un pez luna? ¿Una sardina, tal vez? —concluyó con sarcasmo, volviendo a provocar las risas de sus marineros.

El aturdimiento del joven se hizo aún más evidente.

—Será mejor que lo expliquéis vos —dijo en un suave su­surro, dirigiéndose a Gorgonán, que permanecía silencioso a su lado.

Los vikingos lo contemplaron descreídos y atónitos. Luego todos miraron alrededor como si buscaran un objeto valioso que se hubiera extraviado entre sus piernas. La expectación creció en torno al joven, pues junto a él no había más que unos cabos de cuerda y algunos cubos de baldear.

—¿A quién os referís? —preguntó intrigado el capitán con melosa voz.

El Visitante extendió la mano y señaló al duende.

—A Gorgonán Plaistelo de Luganderbo, él es quien me acompaña.

Los gritos airados de algunos marineros rompieron otra vez la calma reinante.

—¡Al agua con él, está mintiendo!

—¡Sí, pretende engañarnos fingiéndose loco!

—¡Es un farsante, a la horca!

—¡Que se lo coman las moscas!

Pero en esta ocasión fue suficiente la mirada furibunda del capitán Uklin para que todos callaran y contemplaran el diá­logo entrecortado que el joven mantenía con un ser invisible.

—Deberíais haberme advertido —dijo el Visitante algo irritado.

—Sí, sí, ya sé que son las reglas del Laberinto, pero nunca imaginé que sólo yo podría veros y oíros —añadió con los ojos clavados en la débil figura de Gorgonán, que, sin embar­go, permanecía invisible a los ojos del resto de los presentes.

El capitán Uklin se acercó a él con gesto destemplado, lo alzó en el aire como a un muñeco y le espetó:

—¿Habéis terminado vuestra cómica representación?

Y como quiera que no tuvo respuesta del joven, cuyo sem­blante empalideció hasta adquirir la blancura y frialdad de la cera, continuó con sorna:

—Pues si es así, podéis ocupar vuestra noble cochinera en mi modesto bajel.

Lo dejó otra vez sobre cubierta y gritó a sus hombres:

—¡Encerradlo en la bodega!

Varios marineros lo cogieron en volandas, y entre la alga­rabía de la tripulación lo bajaron al calabozo más oscuro del barco con el mismo estrépito que si se hubiera producido un motín a bordo.

El joven pataleaba en el aire y gritaba desesperado:

—¡Os equivocáis, capitán Uklin, os equivocáis!

La sombra siniestra del capitán se quedó contemplando la escena impasible, aunque con una duda clavada en su mente: «¿Cómo podía saber aquel atrevido muchacho su nombre?»

Capítulo IV

El calabozo, situado en la bodega, del barco, era diminuto y oscuro como la madriguera de un topo. Un jergón de paja ti­rado en el suelo, una mesita, un taburete destartalado y un redondo plato de latón oxidado constituían todo el mobiliario de la estancia.

Al entrar en aquel cajón de madera de tres cuerpos de lar­go por dos de ancho, y apenas un poco más alto que él mismo, el joven se sintió entristecido y abandonado por su suerte.

—¡Que las ratas os coman los pies! —soltó el vikingo que cerró la puerta tras él, produciendo con la enorme llave del calabozo un sonido metálico y estridente.

El Visitante miró a su alrededor, se dejó caer sobre el jer­gón de paja y contempló a Gorgonán con ojos apesadum­brados.

—Creo que debo de estar soñando —dijo.

Gorgonán se sentó junto a él, encogió sus diminutas pier­nas, las cruzó por los pies y exclamó:

—¡Ah, los sueños! No siempre es fácil distinguirlos de la realidad. Pero ¿qué importa eso ahora? Sólo debéis pensar en cómo salir de aquí y en cómo libraros del despiadado capitán Uklin.

—¿Vos me ayudaréis? —preguntó anhelante el joven.

El rostro de Gorgonán se ensombreció, como si la pregun­ta que le hacía el Visitante cayera sobre su ánimo con la pesa­dez del plomo.

—Me temo que no podré hacerlo. Yo no puedo cambiar el curso de vuestra existencia ni impedir que se cumplan los antojos del destino. Eso es algo que sólo vos podéis remediar.

—¿Y cómo podré hacerlo?

—Tal vez debáis usar vuestra razón. Es el mejor medio, para encontrar respuestas a vuestras propias preguntas -—dijo Gorgonán.

La confusión se adueñó del Visitante y un tropel de inte­rrogantes se desbocó en su mente. ¿Qué era la razón? ¿De qué modo podía servirle para encontrar respuestas a sus dudas? ¿Cómo podía usar su razón para librarse del despiadado capi­tán Uklin?

—Vais por buen camino, ése es el principio de toda sabi­duría. No existe respuesta sin pregunta, aunque tal vez sean muchas las preguntas que aún no tienen respuesta. La razón es el medio para determinar lo uno y lo otro, y si queréis salir de aquí lo mejor es que penséis en cómo podéis hacerlo.

El Visitante quedó sumido en sus propios pensamientos, reflexionando sobre su difícil situación y el modo de reme­diarla. Pero también el capitán Uklin le daba vueltas a la cabeza en su desvencijado camarote del castillo de babor. Sentado ante su mesa de mapas marinos e iluminado por un herrum­broso candelabro, mascullaba el modo de obtener algún bene­ficio de su imprevisto prisionero, que por su aspecto se diría que era un príncipe extraviado. A buen seguro que alguien pa­garía un buen rescate por él, se dijo para sí. Pero también le inquietaba que el joven le hubiera llamado por su nombre. Nin­guno de sus hombres lo había pronunciado en su presencia y no podía explicarse cómo pudo entonces conocerlo. Por ello sentía un repelús extraño recorrerle las venas, como si presin­tiera que algo mágico protegía al muchacho. Tal vez no le ha­bía mentido al decirle que un ser invisible lo acompañaba, pen­só. De modo que se levantó de su mesa, cogió su pulido casco vikingo, abrió la puerta de su camarote, salió a cubierta, miró el cielo pintado de estrellas que se elevaba sobre las negras velas de su barco pirata y gritó a dos de sus hombres:

—¡Traedme al muchacho!

No tardaron en regresar a cubierta acompañados del Visi­tante y del resto de los marineros, que de inmediato formaron en torno a él un corro de rostros perversos y mudos.

—De manera que conocéis mi nombre —insinuó el capi­tán Uklin con voz aduladora y ojos escondidos, esperando ver el efecto que sus palabras causaban en el muchacho.

—¡Oh, sí, sin duda! —exclamó el Visitante con gran des­parpajo—. Vos sois…, vos sois el despiadado capitán Uklin.

Las palabras del muchacho confirmaron al temible pirata en sus sospechas. Era evidente que conocía su nombre, e inclu­so le enorgulleció que lo llamara «despiadado capitán Uklin», pero la cuestión era: ¿cómo podía saberlo?

—Sin embargo, afirmáis no conocer el vuestro —añadió, dejando al joven responder a su solapada pregunta.

—Es verdad, lo he perdido —aceptó el Visitante.

Al oír esto, los hombres del capitán Uklin irrumpieron de nuevo en un clamor de carcajadas.

—Nosotros os pondremos uno —manifestó el capitán, bas­tando su voz para que volviera a reinar el silencio.

Pero cuando el despiadado vikingo intentó decir un nom­bre con el que llamar al muchacho, enmudeció como si la lengua se le hubiera pegado al paladar. Volvió a intentarlo ante el estupor de sus hombres, pero sólo un bufido incom­prensible salió de sus labios. Algunos piratas achicaron los ojos al ver los infructuosos esfuerzos de su jefe, en un vano inten­to de ayudarlo, pues también ellos enmudecieron al pretender sugerir algún apelativo, a buen seguro inadecuado, grosero o impertinente.

—¡Está bien! —gruñó el capitán—. ¿Cómo explicáis que mi nombre os sea conocido y el vuestro, sin embargo, ignorado?

—Ya os be dicho que él mío he debido extraviarlo en mi viaje; tampoco sé quién soy, ni adonde voy, ni lo que buscaba en este misterioso lago; en cuanto a vuestro nombre, fue Gorgonán quien me habló de vos en la barcaza, al ver este barco recortado en el horizonte al anochecer.

Aún no había terminado de exponer sus argumentos cuan­do comprobó que Gorgonán no estaba a su lado, ni tampoco en los alrededores. Un escalofrío le recorrió la piel, como si del cielo cayeran sobre él diminutas gotas de agua helada.

—¿Y dónde está ese tal Gorgonán ahora? —inquirió el ca­pitán rascándose su roja barba.

El Visitante volvió a mirar ansioso en torno a él, pero nada vio que no fueran los macabros rostros de sus captores.

Autore(a)s: