El visitante del laberinto – Rafael Ábalos

Los centinelas dieron la voz de alerta, hicieron sonar los cuernos y todos los caballeros del castillo, a excepción del ca­pitán Uklin, que organizaba las defensas desde el patio de armas, subieron a la torre del homenaje para observar las ma­niobras del enemigo. Un rumor lúgubre, como un coro de voces malhadadas, llegaba hasta ellos propagado por el viento. Los arqueros corrían a las almenas con los carcajes repletos de flechas y los arcos dispuestos para lanzarlas. La hora del asalto había llegado. Narbolius olfateaba el aire, el señor Grenfo Valdo, taciturno, se temía lo peor, y Junco, que vestía de nuevo su deslumbrante armadura, pensaba qué podía hacer para evi­tar el desastre. Nunca como hasta ese momento echó más de menos la presencia de Gorgonán, él sabría lo que tenía que hacer. Entonces recordó lo que el viejo duende le dijo cuando apareció junto a la chimenea mientras él leía el viejo manus­crito. En el libro de los dragones estaba la respuesta, y Junco estaba decidido a llevar hasta el final el ardid que Gorgonán le había sugerido.

—¡Que ningún arquero haga uso de sus flechas! ¡Esta bata­lla terminará sin sangre! —gritó Junco.

—¿Qué os proponéis hacer? —inquirió con voz trémula el señor Grenfo Valdo, desconcertado por las palabras del joven caballero.

—¿Recordáis el párrafo del manuscrito que refiere en su texto que los hombres de aquellas remotas épocas ignoraban que los fabulosos dragones son inofensivos?

—Claro que lo recuerdo, he leído ese libro hasta el agota­miento.

—Narbolius evitará que el barón asalte esta fortaleza. Trulso Toleronso cree a pies juntillas que los dragones son inven­cibles. Pensaba que con tan fabuloso animal de su lado nadie se atrevería a combatir contra su ejército. Por eso me propuso unirme a él para luchar contra vos y contra mi padre.

El señor Grenfo Valdo dio un respingo, como si un dardo invisible le hubiera aguijoneado el pensamiento.

—¿Habéis dicho vuestro padre?

—Os lo explicaré luego, ahora busquemos al capitán Uklin.

Bajaron con rapidez por las estrechas escaleras de la torre. En el patio de armas, el fornido vikingo gesticulaba cual un estratega apabullado, dando órdenes sobre la ubicación de los soldados en torno a la muralla.

—¡Abrid las puertas y bajad el puente, capitán! —ordenó Junco.

—¿Os ha trastornado la sesera un sueño malvado, alteza? —respondió el interpelado con otra pregunta—. Si abrimos esas puertas, los guerreros del barón entrarán en el castillo como zorros en un corral. Nos quintuplican en número.

—No es para que entren ellos, sino para que podamos sa­lir Narbolius y yo. Ahora no disponemos de tiempo para dis­cutirlo, ya lo entenderéis más tarde —dijo Junco resuelto—. ¿Dónde está Dongo?

—Está preparando las calderas de aceite hirviendo para evitar que esos malnacidos puedan escalar la muralla. Pero permitidme que os aconseje esperar a que llegue vuestro pa­dre, su ejército es poderoso e imbatible.

El señor Grenfo Valdo no daba crédito a lo que oía:

«¡Junco es el hijo de rey Winder Wilmut Winfred!», se dijo a sí mismo, y a punto estuvo de sufrir un desmayo.

—También Narbolius es invencible. Me lo dijo Gorgonán, y él rara vez se equivoca —concluyó Junco.

—¿Es que nunca vais a dejar de hablar con ese viejo em­brujado?

—No mientras él lo quiera. Y ahora no me hagáis perder más tiempo, capitán. Abrid las puertas.

—Está bien, corno vos gustéis.

La voz grave del capitán Uklin resonó en el patio y, aún con gesto agrio, ordenó abrir las puertas del castillo.

Y las puertas se abrieron, se alzó el rastrillo y el puente leva­dizo descendió sobre el foso de agua entre el chirrido de las ca­denas que lo sujetaban. Junco acarició a Narbolius y le susurró algo inaudible al oído. Al instante el dragón alzó el vuelo, giró en espiral sobre los atónitos ojos de los asediados y se posó de nuevo sobre la tierra rojiza del patio. Junco subió en sus lomos y ambos avanzaron hacia el túnel oscuro que separaba la forta­leza del exterior. Luego se detuvo ante el ejército del barón y acarició el medallón que le colgaba del cuello, el mismo meda­llón que aparecía pintado en la primera página del manuscrito del señor Grenfo Valdo. Entonces el sol sé encendió en el cie­lo disipando las nubes como si un soplo hechizado las espanta­ra, y la figura formada por el caballero y el dragón apareció majestuosa y fascinante sobre el puente levadizo, transformada en un ser luminoso de un solo cuerpo que parecía surgido de las estrellas. Narbolius creció hasta alcanzarlas dimensiones de una criatura descomunal y su piel se tiñó del color del oro, cegan­do a los guerreros que, enfrentados a él, osaron mirarlo. Y fue así que las ordenadas huestes del mezquino barón Trulso Toleronso dejaron caer sus armas al suelo como si un ser invisible se las arrebatara de las manos y corrieron despavoridas dispersán­dose por el páramo, sin que nunca más, en los muchos años que siguieron, volviera a verse en las tierras de la comarca ca­ballero alguno que alzara su espada contra sus semejantes. Y aún relatan los juglares en sus dulces canciones que hubo en la his­toria un príncipe sensato y justo llamado Junco, el Caballero del Dragón, que casó en fastuosa ceremonia con la hija del noble señor Grenfo Valdo, cuyo hermoso retrato pintó un artista que había huido de la realidad, y que sus propios ojos vieron un día lejano en el museo de una ciudad encantada.

Fin

Agradecimientos

El autor desea expresar su admiración y gratitud a Fernando Savater, a cuya sabiduría ha hurtado algunas de las reflexiones filosóficas que vagan furtivas por las páginas de este libro.

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