El visitante del laberinto – Rafael Ábalos

Después de que Junco relatara su encuentro con el fantas­ma de la armadura, el señor Grenfo Valdo anduvo algunos pa­sos cavilando alrededor del atril y al fin dijo:

—Puede que tengáis razón, pero si no es luchando no sé cómo podremos librar el castillo del asedio del mezquino ba­rón Trulso Toleronso. Y tampoco eso es de justicia.

—Dejadme pensar, tal vez haya una solución que no su­ponga otra sanguinaria batalla.

—¡Ojalá sea así! Estáis en vuestra casa, podéis hacer lo que os plazca —concedió el señor del castillo amablemente des­pués de pasar con ternura su mano sobre la cabeza de Narbolius—. Quizá os apetezca estudiar a solas el manuscrito. Os encenderé unas lámparas de aceite y daré órdenes para que nadie os moleste. Nos veremos más tarde, en la cena tal vez.

El señor Grenfo hizo ademán de marcharse, pero aún dijo:

—¡Ah! Mañana, cuando hayáis descansado lo suficiente, me complacerá presentaros a mi familia y a la Corte, si a vos no os incomoda. Han oído hablar mucho de vos y de vuestro fantástico dragón y desean conoceros cuanto antes.

—Será para mí un grato honor. Y también para Narbolius; aunque no puede hablar, comprende nuestro lenguaje como cualquier criatura inteligente —añadió Junco sonriendo.

La puerta se cerró tras el señor Grenfo y un cálido silencio voló por la estancia.

Capítulo XVIII

En la penumbra de la sala el manuscrito adquirió tintes mági­cos. Las letras góticas de su texto, enmarcadas por originales orlas con filigranas geométricas coloreadas, parecían flotar so­bre las páginas de pergamino. Junco se entretuvo en la lectu­ra de la primera línea del texto y leyó en voz alta:

—En el lugar donde se oculta el sol…

Y pensó que en efecto el sol se ocultaba cada día por el oeste pero, a medida que uno se aproximaba a él, se alejaba de nuevo para evitar que alguien supiera el lugar en que se esconde. Luego releyó para sí la misma línea y prosiguió:

En el lugar donde se oculta el sol desde tiempos perdidos en los abismos del cosmos, entre valles encantados y montañas misteriosas, junto al río de aguas de plata que riega las praderas, habitan hermosas criaturas con aliento de Fuego, caprichoso tamaño y amplias alas, que por el color dorado de su piel y la fiereza de su aspecto diríase que son fruto de la fantasía de los dioses.

Junco hizo una pausa en la lectura, alzó la mirada hasta la ven­tana acristalada con vidrieras y vio cómo la noche engullía los últimos palpitos del ocaso. Las diminutas llamas de las lámpa­ras de aceite bailotearon mecidas por una brisa furtiva y un sopor más poderoso que el sueño se apoderó de sus ojos. En la borrosidad de la estancia, junto a la chimenea, le pareció ver difuminada la pequeña figura del viejo duende.

—Estáis aquí, Gorgonán. No sabéis cuánto me alegro de veros —dijo Junco con voz alicaída.

—También yo estoy contento de veros, Junco. Sé que ha­béis pasado días difíciles y trágicos, pero como os dijo el sabio del torreón de la Rueda de la Existencia: de placer y dolor está hecha la vida de los hombres.

—Lo sé —aceptó Junco—. Aunque ahora sólo me preo­cupa evitar una nueva masacre. Pero no consigo averiguar cómo hacerlo antes de que el barón Trulso Toleronso arrase este castillo.

—La respuesta la encontraréis en ese manuscrito, no en vano ha llegado a vuestras manos —dijo Gorgonán en un leve susurro y desapareció de nuevo.

Junco no supo si en esa ocasión la imagen de Gorgonán fue real o fue sólo fruto de su imaginación, pero la visión del viejo duende lo despabiló y le animó a seguir leyendo.

El manuscrito trataba sobre la historia de los dragones en aquel valle hechizado, y así decía uno de sus párrafos:

Nada inquiera la placidez
de sus sueños,
bajo el sol o la nieve,
la lluvia o el viento,
el valle los cobija,
la pradera los alimenta,
el río sacia su sed y los miman las montañas.
Con ellos no existe el egoísmo ni la malicia,
no les atrae el poder
ni les ciegan las riquezas,
y menos aún les importa el tiempo,
pues son eternos.
Su carácter es noble y generoso,
su fuerza, de gigantes,
su valor, inmenso,
envidiable su inteligencia
y su agilidad, pasmosa.
Pueden habitan el cielo
y las oscuras cavernas,
el mar y la misma tierra

Cada página estaba ilustrada por primorosos grabados de co­lores que representaban escenas cotidianas de la vida de los dragones coexistiendo en perfecta armonía. Junco pasó las yemas de sus dedos por encima de una lámina que representaba a un dragón majestuoso mirando la puesta del sol y le pareció sentir el calor del astro como si hubiera pasado sus dedos so­bre el rescoldo incandescente de una pequeña hoguera. Lue­go, al pie del grabado leyó:

Así, ha de ocultarse a ojos codiciosos
el valle que los guarda,
pues la crueldad de otros seres
de malvada naturaleza y torpe ambición
sería fatal para su existencia;
la ingenuidad los hace confiados
y nada pueden contra los hombres
aunque su sola apariencia los aterre,
pues éstos aún ignoran que el poder
que a los dragones les fue dado
para amainar las tempestades,
comprar los vientos y sosegar los mares,
apagar volcanes ardientes
o encauzar las alocadas aguas,
es del todo inútil ante su presencia.

Mas ninguna lámina llamó tanto la atención de Junco como la que representaba la escena de un dragón enfurecido que batía sus alas al aire sobre el escudo de un guerrero que blandía una larga lanza. De las fauces abiertas del dragón salían lenguas de fuego, el cielo tenía un color rojo ceniciento, como si el sol se hubiera despedazado, y los ojos del guerrero parecían desorbitados por el horror. Pero el quejido que la puerta de la sala emitió al abrirse lo distrajo de sus pensa­mientos.

Envuelto en un amplio manto de pieles, el señor Grenfo Valdo tenía una apariencia solemne y distinguida. A pesar de sus años, pues contaba ya setenta y tantos, seguía conservando en las marcadas facciones de su rostro ese aura de grandeza que siempre acompaña a los hombres de bien. Al verlo entrar, Junco pensó que su padre, el rey, debía de sentirse orgulloso de tenerlo entre sus más fieles vasallos.

—¿Habéis disfrutado del silencio? —preguntó el señor Grenfo.

—Sí, y aún mucho más contemplando las hermosas lámi­nas del manuscrito. ¿Habíais reparado antes en esta ilustra­ción? —dijo Junco señalando el libro abierto.

El señor del castillo se acercó hasta el atril, cogió una lám­para de aceite e iluminó con ella la lámina que Junco le mos­traba.

—Disculpadme, mis ojos ya no ven de cerca lo que antes vieron con la precisión de un búho en estado de vigilia —se excusó, y acto seguido aguzó el haz de su mirada encogiendo los párpados. Luego prosiguió—: ¡Ah! ¿Os referíais a la lucha del guerrero y el dragón?

—Sí —dijo Junco.

—¿Por qué os inquieta? —quiso saber el señor Grenfo.

—No sé, no sabría explicarlo. Me produce una sensación extraña.

—Tal vez sea por lo engañoso de esa representación. Tam­bién yo sentí extrañeza al verla la primera vez. Si os fijáis bien, el guerrero está aterrado mientras que el dragón se alza enfu­recido y victorioso sobre su atacante.

—Pero el manuscrito dice que todos los poderes de los dragones son inútiles frente a los hombres.

El señor Grenfo cogió a Narbolius en sus manos como a un gato doméstico.

—Así es, pero ese guerrero no lo sabía —dijo.

—¿Cómo descubrieron los hombres que los dragones no eran invencibles? —preguntó Junco.

—No lo sé con certeza, pero al final del manuscrito hay un texto que se refiere a esa circunstancia. Al parecer, hubo un tiempo en que se extendió la creencia de que si un guerrero untaba su cuerpo con la sangre caliente de un dragón, alcan­zaba la inmortalidad. La noticia llegó a todos los rincones de la Tierra, y de todos los lugares partieron gentes en busca de tan prodigiosas criaturas, cuya sangre podía elevar, a quien los de­gollara, al codiciado Olimpo de los dioses. Nadie sabe cómo encontraron el lugar donde se oculta el sol, pero cuando lo descubrieron no tardaron en descubrir también que la fiere­za de los dragones sólo era una máscara para ocultar su propia debilidad ante los hombres, y acabaron con ellos sin piedad ni vergüenza. Alguna vez oí contar a mi padre que sus antepasa­dos intentaron impedir que unos seres tan fabulosos se extin­guieran, sin lograr alcanzar nunca su honroso propósito. Por ello, cuando encontré este manuscrito, decidí partir en bus­ca del misterioso lugar donde se oculta el sol. Siempre creí que si otros lo habían logrado también yo podría encontrarlo, y pensé que si la suerte me era propicia encontraría algún dra­gón vivo que acompañara mis días y mis noches. Ahora el azar ha querido que vos hayáis traído a Narbolius hasta mi castillo.

—Tal vez no sea el azar sino el destino quien lo ha dis­puesto así —dijo Junco mirando la imagen de su medallón.

—Tal vez —aceptó el señor Grenfo—. No debe de ser ca­sualidad que vos portéis al cuello el mismo medallón que ilus­tra la primera página del manuscrito.

El ajetreo de los días de viaje y el opíparo festín que Dongo había preparado para la cena sumieron a Junco en un esta­do de letargo rayano en la inconsciencia. Hacía mucho tiempo que no dormía en una cama mullida y suave como la que encontró en su aposento, una cama con dosel de madera y delicados cortinajes, similar a la que acogía sus sueños en el castillo de su padre. Antes de acostarse se despojó de su arma­dura y aún tuvo tiempo de darse un baño caliente en una barrica de roble. Su escudero, un joven avispado de pelo erizado y con redondeles rosados en las mejillas, que esa mis­ma noche fue puesto a su servicio por el señor Grenfo, le trajo ropas limpias y perfumó el agua con esencias de rosas y espliego.

—¿Deseáis alguna otra cosa, señor? —preguntó el hijo ma­yor del alcaide del castillo, mirando receloso al fascinante dra­gón que dormitaba junto a la puerta, pues aunque estaba en­cantado de haberse convertido en el escudero de un noble tan admirado como Junco, no acababa de acostumbrarse a deam­bular alrededor de la extraña criatura que lo acompañaba.

Junco, abstraído, negó con la cabeza y lo observó detrás del vapor de agua que se elevaba desde el borde de su improvisa­da bañera. Y en los infantiles ojos del chiquillo se vio a sí mis­mo tal como él era cuando se adentrara en el Laberinto sin sa­ber lo que allí le aguardaba. Su aspecto había cambiado tanto que ahora no podía reconocerse en aquel muchacho larguiru­cho y de ojos apagados que un día extraviara sus pasos por los senderos inexplorados de las orillas del lago de Fergonol. Sin embargo, no lamentó su profunda transformación. Era él mis­mo, el único hijo del gran rey de la Triple W, sólo que había crecido en la experiencia de la vida y sus misterios, y ya no era un niño como su escudero.

—¿Deseáis ser algún día un caballero al servicio de vuestro rey? —preguntó Junco.

—Nada me gustaría más, señor —dijo ilusionado el paje—. Cada día me entreno para cuando llegue la hora en que el se­ñor Grenfo Valdo me arme caballero con su noble espada. Además, el capitán Uklin me ha enseñado el manejo del ha­cha, y ya he conseguido partir una calabaza en dos desde una distancia de veinte pies. Tendríais que verme montando a ca­ballo y disparando con la ballesta.

Junco se quedó pensativo.

—Si yo llego algún día a ser rey, las armas de mis caballe­ros sólo serán un símbolo para la paz —proclamó sin saber por qué lo hacía.

—¿Cómo decís? —preguntó el escudero.

—Olvidadlo, sólo estaba pensando en voz alta.

Capítulo XIX

Al día siguiente, Junco se despertó pasadas dos horas desde que los gallos del castillo entonaron su bienvenida al amane­cer. El cielo encapotado auguraba oscuros acontecimientos y afuera de las murallas los asediadores de la fortaleza desplega­ban una frenética actividad belicosa. Las máquinas de guerra se aproximaban al foso arrastradas por bueyes y mulos que ti­raban de ellas con indolencia y desaliento. Los guerreros y mercenarios de a pie, presididos por el siniestro estandarte del barón Trulso Toleronso, avanzaban en bloques numerosos y alineados: las espadas, ceñidas al cinto; los escudos y las lanzas, en las manos. Sus pulidos yelmos destellaban como luminarias sobre las cabezas, mientras los jinetes permanecían en sus monturas ataviadas con las galas de la batalla, a resguardo de las hogueras encendidas.

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