El visitante del laberinto – Rafael Ábalos

Bajaron las acaracoladas y estrechas escaleras de la torre del homenaje precedidos por el jefe de la guardia, que portando una antorcha encendida los condujo luego por una sucesión de oscuros pasillos y dependencias hasta llegar a los ilumina­dos y cálidos aposentos del señor Grenfo. Lujosos tapices con escenas de caza ornamentaban las paredes, y las ventanas con arcos de medio punto estaban cerradas por preciosas vi­drieras de colores alegres.

—Sed bienvenido de nuevo a vuestra casa, capitán Uklin. Mi cansado corazón se desborda por el regocijo que me cau­sa volver a teneros a mi lado —dijo el señor Grenfo, que no reparó en la presencia del caballero que acompañaba al capi­tán ni en el dragón que quedó oculto tras las piernas de los re­cién llegados.

—Gracias, señor —correspondió el capitán con una pro­nunciada reverencia—. Permitidme que os presente al caba­llero Junco, que tuvo el valor de librarme de las garras del ba­rón. Ha venido dispuesto a ayudaros en la defensa de vuestro honor y de vuestro castillo.

Pero cuando el señor Grenfo Valdo tendía su brazo para sa­ludar a Junco, sus ojos se detuvieron en la figura del dragón que lo miraba alborozado.

—¿No me traiciona la vista, capitán? ¿Es posible que lo que ven mis ojos sea un dragón?

—Podéis fiaros de vuestros sentidos, señor; este portento­so dragón se llama Narbolius y pertenece al caballero Junco —contestó con una sonrisa.

—¡Al fin premia el cielo mis sueños! —exclamó—. He pa­sado años buscando el lugar en que se oculta el sol para poder encontrar una criatura tan hermosa como ésta, y ahora vos la traéis hasta mis aposentos como si fuera cosa de un sortilegio. No podría tener mayor alegría.

Narbolius se acercó al señor del castillo y se dejó acariciar por él como un cachorro.

—Vos y yo ya nos conocemos, señor Grenfo —explicó Junco, desprendiéndose de su deslumbrante yelmo de plata.

—Disculpadme, no recuerdo haberos visto antes —dijo.

Una vez más el capitán se veía sorprendido por las palabras de Junco, aunque luego razonó que era lógico que su amigo cono­ciera a todos los nobles de la comarca, si como decía era hijo del rey Winder Wilmut Winfred, por todos conocido como el gran rey de la Triple W. Ignoraba el capitán que el señor Gren­fo, a pesar de ser su súbdito, se encontraba muy lejos del castillo del rey, y que Junco no lo había visto nunca por aquellos lares.

—Fue en las orillas del lago de Fergonol; vos buscabais el lugar donde se oculta el sol y me preguntasteis si yo había vis­to algún dragón por los alrededores. Entonces os mentí, pues ya Narbolius estaba conmigo, pero no conocía cuáles eran vuestras intenciones y opté por ser cauto y no deciros nada sobre él. Os pido mil excusas.

El señor Grenfo frunció el ceño intentando forzar su me­moria y al fin encontró lo que buscaba en ella.

—¡Ah, sí, claro que os recuerdo ahora! Pero entonces erais apenas un muchacho. Habéis crecido mucho, Junco, y creedme si os digo que me honra vuestra compañía. No podéis imaginar lo que significa para mí poder acariciar a esta increí­ble criatura, aunque debo confesaros que siempre creí que eran seres de tamaño descomunal y de terrorífico aspecto. Al menos eso contaba la historia de mis antepasados que encon­tré oculta en los pasadizos secretos del castillo. Luego os mos­traré el antiguo manuscrito. Está repleto de preciosas y magis­trales ilustraciones.

—Será para mí un placer poder verlo, señor. Cuando os conocí me hablasteis de él con tanto entusiasmo que desper­tó mi curiosidad y mi interés por verlo. Tampoco yo imaginé nunca que volveríamos a encontrarnos. Y en cuanto al tama­ño de los dragones, debéis saber que el día en que nos vimos Narbolius se hizo pequeño como un ratón y se escondió en­tre mis ropas. Puede cambiar de tamaño a su antojo y le gus­ta sorprender con ello.

—¿Es posible?

No hizo falta que junco ordenara a Narbolius que mudara de tamaño. Tan pronto como el dragón oyó la pregunta del señor Grenfo Valdo, comenzó a crecer hasta alcanzar con su cabeza el alto techo de la estancia.

—¡Es fantástico! —exclamó el señor Grenfo aplaudiendo como un niño sorprendido por un espectáculo insólito.

Junco sonrió. Luego cambió de súbito el apacible rumbo de la conversación, dirigiéndola hacia mares más turbulentos.

—Decidme, señor Grenfo, ¿cuál es ahora la situación del asedio a vuestro castillo?

El señor Grenfo no dejaba de rascar la espalda a Narbolius, que había adquirido el tamaño de un camaleón y reposaba en sus manos.

—Hablaremos dé ello durante el almuerzo, debéis de tener hambre, y el capitán Uklin no habrá probado bocado desde hace semanas. El barón no es persona que se prodigue en el cuidado de sus huéspedes —dijo.

Entonces recordó Junco al bueno de Dongo, el cocinero del barco vikingo del capitán, y le preguntó:

—A propósito del almuerzo que sugerís, ¿dónde está Dongo?

El capitán Uklin se anticipó a la respuesta del señor GrenfoValdo.

—Dongo no conoce otro lugar donde pueda ser más feliz que la cocina. Yo mismo iré a buscarlo, se alegrará al veros de nuevo.

—¿También conocéis a Dongo? —preguntó admirado el señor del castillo.

—Es una larga historia que prometo contaros en otra oca­sión.

El capitán Uklin salió de la amplia sala mientras el señor Grenfo explicaba a Junco la situación del asedio a su castillo. Y le contó que aún no se había producido ningún ataque di­recto de la artillería a las murallas, salvo algunas escaramuzas aisladas y sin importancia, pues no habían causado daño algu­no ni a las torres ni a los soldados que las defendían. A su jui­cio, el ambicioso barón Trulso Toleronso, su vecino y amigo hasta entonces, aguardaría a que el fuerte asedio debilitara a los moradores de la fortaleza a causa del hambre y la sed, pero aún tenían bien abastecidas las despensas y las reservas de agua, y sus hombres se habían pertrechado con abundante munición y armamento suficiente como para soportar el ase­dio un mes más. Además, le explicó, bajando la voz en tono confidencial, hacía un par de días había enviado al rey Winder Wilmut Winfred un mensajero que había logrado cruzar las líneas enemigas con gran sacrificio y mayor fortuna.

Al oír el nombre de su padre, Junco no pudo evitar que la alegría le hiciera chispear sus ojos.

—¿Creéis que el rey atenderá vuestras súplicas estando tan lejos sus dominios? —preguntó disimulando su interés.

—Sin ninguna duda. Además de ser hombre de honor in­tachable, lo cual ya bastaría para que acudiera en mi auxilio, le he advertido del mezquino propósito del barón de despojarlo de la Corona.

En tales términos conversaban cuando Dongo entró en la sala bamboleando su enorme barriga al compás de sus pasos.

—¿Dónde está el pobre muchacho al que se tragaron las olas? —gritó.

Capítulo XVII

La comida que Dongo preparó para sus amigos fue exquisita, al punto de que si el barón Trulso Toleronso hubiera conoci­do los manjares que se sirvieron en la mesa, y que aún llena­ban las nutridas despensas del castillo, a buen seguro habría ordenado el asalto final a la fortaleza. Hubo en el menú tru­cha ahumada con puré de almendras, magret de pato, salsa de arándanos, lomos de jabalí asado y, de postre, manzanas her­vidas, nueces y tarta de hígado de faisán, que Dongo adornó con todas las plumas del ave tal cual si estuviera dormida. Se sirvieron sabrosos caldos subidos de las bodegas especialmen­te para la ocasión, y un simpático trovador con voz atiplada amenizó la comida tañendo con especial deleite las cuerdas de su mandolina. El señor Grenfo Valdo presidía el estrado, con Junco sentado a su derecha, el capitán Uklin a su izquierda, Dongo al lado de Junco y el alcaide del castillo al lado del ca­pitán. Conversaron sobre el asedio al castillo y las maldades del barón Trulso Toleronso. Luego, el alcaide informó sobre el buen ánimo de los soldados, la disposición de las defensas y el inventario de víveres y armamento. Narbolius dormitaba junto a la chimenea y añoraba la compañía de Gorgonán, al que no veían desde hacía tiempo.

Al terminar el almuerzo, el señor Grenfo Valdo rogó al ca­pitán, al cocinero y al alcaide que lo dejaran a solas con Jun­co, pues debía mostrar a su invitado el viejo manuscrito que había hallado en el castillo, y que hablaba de sus antepasados y de los dragones. Al oír esto último, Narbolius alzó la cabeza con la curiosidad pintada en sus ojos de azafrán. Corrió al lado de Junco y no se separó de su lado.

Cuando quedaron solos, el señor Grenfo Valdo fue hasta un arcón de madera situado debajo de una de las ventanas oji­vales y lo abrió. El chirrido de las bisagras acompañó la esce­na inundando la sala de inquietante expectación. Del interior del arcón salía una extraña luz, leve como un destello, pero sin duda perceptible por los presentes. Las manos del señor del castillo cogieron el voluminoso manuscrito con la delica­deza con que se manipula un frágil tesoro y lo colocaron so­bre un sólido atril ubicado junto a la ventana. El sol de la tar­de se filtraba por las vidrieras y esparcía luminiscencias áureas sobre el título escrito con letras góticas, que rezaba:

Dragones

Junco observó admirado el texto dorado en la quietud del atril.

—¡Es extraordinario! —exclamó.

La portada había sido pintada por no se sabe qué prodigio­so artista. Un valle como nunca había visto Junco ningún otro acogía toda la belleza que la imaginación es capaz de repre­sentar, y junto al anchuroso cauce de un río de aguas platea­das y mansas, una manada de majestuosos dragones dorados pastaba con placidez en las praderas, ante la mirada compla­ciente de un sol en su ocaso.

—¡Ése es el lugar donde se oculta el sol! —dijo Junco en­tusiasmado.

—Así es, amigo mío. Es el lugar más maravilloso que ha­yan visto nunca los ojos de un caballero andante, aunque yo nunca pude encontrarlo —confirmó el señor Grenfo.

También Narbolius se admiró ante la imagen del libro y sintió al contemplarla una profunda melancolía, como si lo que sus ojos de azafrán veían en aquel maravilloso valle le fue­ra conocido y añorado.

—¿Me permitís el honor de abrirlo? —rogó Junco.

—Hacedlo sin temor, es tan vuestro como mío.

Junco palpó con delicadeza el broche de oro que cerraba el libro y lo abrió con la ceremoniosidad que requieren los grandes hallazgos. Pasó la portada y su asombro no conoció límites al contemplar, pintado con igual maestría que la por­tada, el mismo medallón del dragón que encontrara en él mu­seo de la Ciudad de la Belleza, y que él llevaba colgado de su cuello y oculto tras la cota de malla desde entonces.

—¿Os ocurre algo? Parecéis desconcertado, miráis el libro como si la imagen de ese medallón os resultara familiar —dijo el señor Grenfo, que percibió al instante la cara de estupefac­ción de Junco.

—Vedlo vos mismo —dijo, y llevándose la mano al cuello sacó el medallón de su cabeza y lo colocó junto al que estaba pintado en la primera página del antiguo manuscrito.

—¡Es increíble la semejanza! —exclamó el señor Grenfo Valdo. Y acto seguido preguntó—: ¿Dónde lo habéis conseguido?

Entonces Junco explicó a su anfitrión su llegada a aquella ciudad mágica desbordada de belleza, su encuentro con el bu­fón que lo llevó al Museo y el mágico destello de luz proveniente del medallón, que lo deslumbró y llamó su atención desde la vitrina en la que estaba depositado. Y le dijo que al cogerlo se había producido en su cuerpo y en su mente una inexplicable transformación, adquiriendo el atuendo y el as­pecto de caballero que ahora podía verse. También le mostró la espada y el escudo que el bufón le había entregado, y le ha­bló de la promesa que él mismo hiciera de no usar nunca esas armas.

—Pero un caballero que no puede usar sus armas no es nada, no es nadie, cualquier contrincante lo derrotaría en el primer lance de una disputa —lamentó el señor Grenfo.

—También he conocido los horrores de la guerra y no de­seo batirme con nadie. En mi camino encontré al fantasma de Dalmor el Desventurado y a su oxidada espada…

El señor Grenfo Valdo no salía de su estupor y no pudo evitar interrumpir el discurso de Junco.

—¿Dalmor el Desventurado? Según cuenta la leyenda, de­sapareció hace muchísimos años durante una violenta batalla y nunca se encontró su cuerpo.

—Pero su armadura y su oxidada espada seguían estando en el mismo lugar. Si conocierais su historia tampoco vos es­grimiríais nunca una espada contra otro hombre. Él mismo me desaconsejó que viniera hasta aquí y me advirtió de lo que encontraría en el páramo.

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