El visitante del laberinto – Rafael Ábalos

—¿No me reconocéis? —dijo Junco, divertido,

—¿Podría hacerlo cuando tenéis el rostro oculto tras el yelmo? Vuestra voz no me recuerda ninguna que haya oído antes, aunque no me cabe duda de que debemos conocernos de algo, pues de otro modo vos no podríais saber mi nombre —aceptó el capitán Uklin, Luego prosiguió—: En una oca­sión, hace ya tiempo, me ocurrió algo parecido con un joven que navegaba en una barcaza por el lago de Fergonol. ¿Po­déis creerlo? Tampoco él conocía su nombre, aunque lo en­contró Dongo, el cocinero de mi barco. El pobre cayó al agua durante la tormenta y se lo tragaron las olas… Junco, sí, así creo que se llamaba —dijo después de reflexionar un ins­tante.

Junco disimuló sus ganas de reír y contuvo su inicial im­pulso de desvelar el misterio sobre su persona que tanto per­turbaba a su nuevo compañero de viaje. Pero antes de revelar su identidad aún quería que el capitán Uklin le explicara cómo había llegado hasta allí y dónde estaba su gordo y buen amigo Dongo, el cocinero que había encontrado su nombre entre los cacharros de la cocina del barco poco antes de que cayera a las aguas del lago y Narbolius lo rescatara de los te­nebrosos brazos de las olas. Ardía en deseos de volver a verle y estaba seguro de que tanto el capitán Uklin como Dongo también se alegrarían de verlo a él.

—Decidme, ¿cómo es que acabasteis encerrado en esa jau­la de pájaro como un cebo dispuesto para atraer a los zorros?

El capitán carraspeó.

—¡Oh, amigo mío! El destino nos guarda sorpresas que rara vez se desvelan a nuestro conocimiento. Navegaba con mis hombres por el lago de Fergonol, cuyas aguas me pertenecen por derecho pues en él vieron mis ojos la primera luz y en él pienso acabar mis días, cuando quiso el azar que en la orilla encontráramos a un noble caballero que nos hacía seña­les desesperadas agitando al aire su estandarte. La curiosidad y mis ansias de aventura me llevaron hasta él, pues nunca antes había visto atavío ni atuendo como el que vestía, al punto que por los destellos de su armadura creí que era un ser caído de las estrellas. Al vernos a su lado pareció que el noble caballe­ro hubiera encontrado la salvación de su alma, y pronto nos explicó que llevaba años buscando el lugar en que se oculta el sol sin encontrarlo, pues había leído en un viejo, manuscrito hallado en su castillo que allí, en algún punto del ocaso, habi­taban poderosos y fieros dragones capaces de aterrorizar al más intrépido guerrero.

—¿Dragones, decís? —lo interrumpió Junco.

—Sí, eso dijo el caballero —confirmó el capitán Uklin.

Los ojos de Junco danzaron en sus órbitas.

—¿Portaba un estandarte con un dragoncillo de oro bor­dado sobre fondo de terciopelo rojo?

—Así es —confirmó el capitán—. El dragón, muy pareci­do al vuestro, es la figura del escudo de armas del señor Grenfo Valdo, señor del Castillo del Dragón.

A Junco se le erizó el vello como si una mano invisible lo hubiera acariciado. Ese era el caballero que también él había encontrado a orillas del lago de Fergonol. Ahora lo recordaba como si lo viera, pero no dijo nada al capitán Uklin.

—¿Y qué ocurrió después? —dijo Junco.

—Al principio pensé que era un caballero andante trastor­nado por la sed y el hambre de tantos días errando por las ori­llas del lago montado en su hermoso corcel blanco. Mas al despojarse de su yelmo vi en sus ojos que no mentía, y que la blancura de su pelo y su tez quemada y enmarcada por una afilada barba blanca confirmaban su sinceridad e imponían respeto a la nobleza de su alcurnia. «Necesito vuestra ayuda sin demora», nos dijo. «Si no puedo hallar dragones que di­suadan a mis enemigos de atacar mi castillo, tal vez pueda vencer su codicia con un grupo de valientes mercenarios.» Yo no podía creer lo que oía, pues siempre soñé con luchar a fa­vor de alguna causa justa como la que aquel caballero nos proponía y acepté de inmediato. «No podríais haber elegido mejor ocasión ni hombres más adecuados a vuestro propósito. Somos piratas vikingos bien adiestrados en el uso del hacha y la espada, y no tememos ni al mismísimo Diablo que surgiera de sus infiernos», le dije sin pestañear. Y así fue que atracamos el barco a orillas del lago y partimos con el señor Grenfo Valdo hacia su lejano castillo, atravesando bosques lúgubres, tie­rras inhóspitas, pantanos infectos y montañas inaccesibles.

Narbolius planeó con sus alas cerca de un terreno panta­noso adornado por infinidad de florecillas amarillas y blancas, tan frescas como si un pincel mágico las acabara de pintar, y se posó con suavidad sobre ellas. Algunos algarrobos panzudos se desperdigaban por los alrededores y a su sombra crecían hierbas altas y mullidas sobre las que Junco y el capitán Uklin se sentaron para comer algunos frutos.

—¿Cuándo comenzó el asedio al castillo del señor Grenfo Valdo? —preguntó Junco volviendo al relato inacabado del capitán Uklin.

—Al poco de llegar al castillo, donde fuimos recibidos con alegres sonidos de caracolas gigantes y con todos los honores que un vikingo pueda soñar, tocaron a rebato las campanas. Un veloz jinete acababa de cruzar el puente levadizo trayen­do malas nuevas para el señor Grenfo. Llegó sudoroso y ago­tado como su cabalgadura, y luego de beber un poco de agua del pozo más cercano a la puerta pidió audiencia urgente con su señor, pues, según explicó con voz entrecortada, no muy lejos de allí un poderoso y disciplinado ejército, fuertemente armado con las más sofisticadas máquinas de guerra que pue­dan imaginarse, quemaba plantaciones y poblados bajo los atroces estandartes y pendones del barón Trulso Toleronso.

»De inmediato se dispuso por el señor Grenfo Valdo apostar centinelas en las torres y alertar a la población más cercana e indefensa; ordenó que todos los soldados disponibles se apres­taran a defender el castillo y se convino que un reducido gru­po de avezados caballeros, entre los que me contaba yo y algu­no de mis hombres, partieran de inmediato como avanzadilla para contener y distraer a los atacantes. Mientras tanto, no pa­raban de llegar al castillo aldeanos y campesinos con sus asusta­das mujeres y sus maltrechos hijos a lomos de mulos, burros y débiles caballerías, y con su ganado y sus carros de bueyes cargados de enseres y provisiones para soportar el asedio. Todos arrastraban su desgracia con dignidad y no menos coraje, y con­taban con lágrimas en los ojos enrojecidos por el llanto que los guerreros del mezquino barón habían quemado sus casas y cosechas, arrasando sus poblados como un huracán enfurecido.

Junco seguía el relato del capitán Uklin embelesado, pero no pudo evitar interrumpirlo.

—Ese mezquino barón es un asesino.

—No os quepa duda, su ambición no tiene límites y no cesará en su empeño de arrebatarle la corona al rey Winder Wilmut Winfred, tan pronto se apodere del castillo del señor Grenfo Valdo.

—Lo sé —dijo Junco apesadumbrado—. Y tengo que evi­tar que así sea. El rey es mi padre —concluyó esparciendo sus ojos por la hierba sembrada de florecillas.

—¿Qué habéis dicho? —exclamó sobresaltado el capitán Uklin.

—Lo habéis oído muy bien, pero os ruego que guardéis el secreto que os he confesado como si nunca hubiéramos ha­blado de ello.

El capitán enmudeció.

—¡Juradlo, os lo ruego! —pidió Junco.

—¡Os juro que seré más callado y prudente que un asno! —aseguró el capitán besando la uña de su pulgar derecho.

—Ahora será mejor que vayamos a auxiliar al señor Gren­fo; por el camino me contaréis cómo caísteis prisionero sien­do tan hábil con la espada como con vuestra lengua.

Ambos se incorporaron dispuestos a emprender su marcha.

—Alteza… —titubeó el capitán Uklin—. ¿Os importa quitaros el yermo para que pueda ver vuestro rostro?

—Claro, capitán, pero no me llaméis alteza. Llamadme Junco, como solíais hacerlo en vuestro barco vikingo —con­cedió al tiempo que descubría su cabeza, iluminada por débi­les rayos de sol.

—¡Por las barbas mojadas de un ogro peludo! ¡Pero si sois el pobre muchacho que cayó al, agua y se lo tragaron las olas del lago como a un pececillo indefenso! ¡Dejadme que os abrace! —exclamó el capitán apretando a Junco contra su pe­cho—. Os buscamos durante días sin encontrar el menor ras­tro de vos, podéis creerme. ¿Cómo habéis crecido tanto?

—Ha pasado el tiempo, capitán, ya no soy el joven que se buscaba a sí mismo en el Laberinto, y vos me ayudasteis a cre­cer. Os estoy muy agradecido.

—Vamos, vamos, no digáis eso —dijo el capitán Uklin ha­ciendo aspavientos con sus fornidas manos—. Os hice mi pri­sionero, ¿no lo recordáis?

—Entonces sólo era prisionero de mi ignorancia.

Apenas dijo esto, Junco oyó removerse a Narbolius entre las altas hierbas del pantano. Y cuando miró hacia el dragón, vio como en un sueño que Gorgonán le daba de comer unas florecillas diminutas y sabrosas, a juzgar por la delectación con que Narbolius las degustaba.

—¿Gorgonán? —preguntó Junco indeciso.

Pero la imagen del viejo duende desapareció dé súbito como si al nombrarlo se hubiera conjurado el hechizo que lo hiciera desaparecer de nuevo.

—¿Aún seguís hablando a solas con el viento? —dijo el ca­pitán, y ambos rieron como no recordaban haberlo hecho desde hacía mucho tiempo.

Capítulo XVI

Durante el viaje de regreso al castillo del señor Grenfo Valdo, el capitán Uklin contó a Junco cómo cayó prisionero del mezquino barón Trulso Toleronso. Le dijo que, una vez dis­puesta la defensa de la fortaleza, salió de ella el grupo de há­biles caballeros y jinetes integrados en la avanzadilla que debía distraer a las huestes del barón. Aprovecharon la escasa luz del amanecer para filtrarse como sigilosas sombras entre sus líneas y lucharon denodadamente durante horas. Él mismo, con su hacha de mango corto, peleó como sólo podían hacerlo los elegidos, hasta que la mala fortuna lo traicionó y fue derriba­do de su caballo por una lanza que a punto estuvo de segarle la vida. Al caer se zafó como pudo de las patas de su cabalga­dura, pero pronto se abalanzó sobre él un numeroso grupo de guerreros de a pie que, provistos de una gruesa red para cazar jabalíes, lo capturaron. Entonces pudo ver cómo los más va­lientes caballeros del señor Grenfo Valdo eran aniquilados sin contemplación alguna y sólo unos pocos lograban huir y sal­var la vida.

—Me alegro de que también vos podáis contarlo —dijo Junco.

—Creo que me dejaron vivo con la intención de que trai­cionara a mis hombres y me uniera a ellos, o con la esperan­za de exigir al señor Grenfo un sustancioso rescate por mi vida.

—Confío en que esta inútil guerra acabe pronto —deseó Junco.

La fortaleza del señor Grenfo Valdo se elevaba sobre la cima de un cerro de difícil acceso por la lisura de sus paredes de roca. En la base de la colina rodeaba el castillo un ancho foso de agua que se extendía a lo largo de la muralla de la ciu­dad baja. Al frente, dos torres gemelas y redondas abrigaban el puente levadizo, protegido a su vez por una puerta gigantesca y por el rastrillo. En el interior de la fortificación podían dis­tinguirse distintos recintos amparados por altas torres y mura­llas que recorrían el cerro rocoso siguiendo el trazado de una línea oval. La torre del homenaje, en la que ondeaba un es­tandarte de terciopelo rojo con el dragón bordado con hilos de oro que representaba el escudo de armas del señor Grenfo Valdo, se localizaba en el centro del castillo y superaba en mu­cho la altura del resto.

Sobre ella aterrizó Narbolius, dejando atónitos a los centi­nelas que desde allí divisaban la total extensión del páramo y los movimientos del ejército del mezquino barón Trulso Toleronso. Pero pronto reconocieron al capitán Uklin, y después de manifestarle su alegría por su regreso sano y salvo al casti­llo se pusieron de inmediato a sus órdenes.

—¡Que el jefe de la guardia nos lleve con presteza ante el señor Grenfo! —exigió con voz grave.

Narbolius volvió a encogerse hasta reducir su tamaño al de un perro ovejero y se adosó a la pierna de Junco como en él era ya costumbre cada vez que llegaban a algún lugar poblado. De ese modo llamaba menos la atención de los curiosos y no inspiraba el miedo que un dragón causaba.

—No olvidéis vuestro juramento —dijo Junco, confiado en que el intrépido capitán no desvelara su identidad bajo ningún pretexto.

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