Junco lo reconoció al instante, pues más de una vez vio la cabeza de aquella ave picuda pintada en los estandartes del barón cuando visitaba el castillo de su padre el gran rey Winder Wilmut Winfred, y a fe que nunca le agradaron su oscuro semblante ni sus ojos de buitre. Vestía cota de malla y una túnica de seda negra con la cabeza de un águila siniestra bordada en rojo que le cubría el pecho. De sus hombros pendía una capa negra y protegía sus manos con guanteletes destellantes. Al cinto le colgaba una espada en su vaina que tenía la empuñadura de oro y brillantes, y delante de su tienda ondeaba al viento el estandarte de sus tropas con la misma cabeza de águila pintada en el centro.
—¿De dónde habéis salido? —dijo el barón sin poder explicar su propia estupefacción, que, no obstante, procuró disimular para no acobardar a sus hombres ni menoscabar su autoridad.
—Vengo del lugar en él que nacen los Sueños —respondió Junco.
Trulso Toleronso frunció el ceño, malhumorado, y caminó con paso parsimonioso alrededor de los recién llegados.
—¿Allí habéis encontrado a esa bestia? —insinuó desdeñoso el barón, señalando con su mano enguantada a Narbolius.
Los ojos del dragón lo miraron orgullosos y vigilantes, pues pronto intuyeron la maldad de aquel hombre y los ocultos propósitos que se cocían en su retorcida mollera.
—La bestia a la que os referís nunca ha causado daño alguno, aunque podéis tener la certeza de que es más sabia que muchos sabios y más audaz que el más intrépido de vuestros guerreros —replicó Junco.
Al oír esto, el barón pensó que nada como un dragón le facilitaría más sus planes de conquista y dominación de cuantas aldeas, tierras y castillos pudiera abarcar su codicia. Por ello concibió la mezquina idea de apropiarse del portentoso animal a cualquier precio.
—Os desafío a combatir en un torneo de lanza y espada. Si vos sois derrotado me pagaréis vuestra vida entregándome al dragón —dijo sin el menor recato.
Narbolius se estremeció.
—¿Y si sois vos quien sufre la derrota? —dejó caer Junco.
—Ésa es una eventualidad que ni siquiera puedo considerar como hipótesis —contestó el mezquino barón con insolencia y desmedido engreimiento.
—¿Es ése el único modo que conocéis para lograr vuestros deseos? —requirió Junco, sabedor ya de la codicia que invadía el alma del barón.
—¿Acaso vos conocéis otro más rápido y eficaz que la fuerza? —repreguntó Trulso Toleronso con ironía.
—Ya veo que nunca habéis oído hablar de la razón —dijo Junco.
—La razón no ayuda a ganar batallas —le espetó el barón.
—Pero ayuda a evitarlas —replicó Junco—. No aceptaré vuestro reto. Juré a quien me la entregó que no usaría nunca esta espada —añadió, satisfecho de cumplir su palabra.
—Hacéis bien si queréis salvar la vida —soltó el barón desafiante.
—Ya he comprobado que para vos la vida no tiene ningún valor. Habéis sembrado el páramo de cadáveres.
Los labios del barón se abrieron en una sonrisa macabra.
—Si no aceptáis mis condiciones me veré obligado a tomar por mi mano lo que os negáis a entregarme de buen grado —murmuró Trulso Toleronso deslizando su brazo en torno a él como sutil insinuación de su poder, ante la mirada expectante de sus guerreros.
El semblante de Junco, oculto tras el yelmo, destellaba valor y prudencia a un tiempo. El bufón le dijo que no usara nunca su espada a menos que le fuera la vida en ello. No debía precipitarse.
-—¿Es eso lo que también os proponéis hacer con ese castillo? —preguntó Junco esforzándose por reconducir el diálogo hacia asuntos más propicios para él.
—¡Oh, sí! Lo haré muy pronto —-dijo el barón con obvia petulancia—. Grenfo Valdo es tan testarudo como vos y se niega a rendirse ante mi voluntad. El viejo loco piensa que puede resistir mucho tiempo en ese nido de cucarachas, pero pronto cederá a nuestro asedio: sus mejores y más fieles caballeros están muertos y desperdigados por el páramo, y los habitantes del castillo, hambrientos y desesperados. Hace más de un mes que nadie ha podido salir de allí.
A Junco aquel nombre le resultó familiar. Grenfo Valdo, repitió para sí. Estaba seguro de haberlo oído en alguna parte pero no recordó cuándo ni dónde, y sus cansados ojos vagaron entonces en derredor, contemplando sin prisa el numeroso ejército de hombres pertrechados con arcos, ballestas, lanzas y espadas que se disponía a asaltar sin contemplaciones la fortaleza amurallada que se erguía imponente sobre el cerro rocoso. Todo un ejército bien uniformado y adiestrado. Los estandartes danzaban al viento, y los yelmos, los escudos y las corazas centelleaban al recibir los rayos de sol que se colaban entre los nubarrones que surcaban dispersos el cielo, atemorizados por infinitas lanzas dispuestas en vertical como una insólita horda de aguijones asesinos. Las torres de asalto y las catapultas, los trabuquetes, los arietes y las empalizadas conformaban un paisaje de gigantes mecánicos al acecho de su presa. Bastaría la orden de ataque del barón para que todo se pusiera en funcionamiento como una despiadada y terrible máquina de matar.
Junco se propuso evitarlo, aunque no supiera aún cómo impedir que la codicia del barón Trulso Toleronso terminara en una nueva y cruel carnicería.
—¿En qué os ha ofendido el señor Grenfo Valdo, si puede saberse? —preguntó Junco, confiado en ganar un tiempo valioso para definir su estrategia.
El barón dudó antes de responder. No tenía por qué hacer partícipe de sus abyectos propósitos al enigmático caballero que ahora lo inquiría, del que ni siquiera conocía el nombre y al que aún no había visto el rostro, y que a juzgar por el maravilloso dragón que cabalgaba parecía salido de un cuento de hadas. También él había oído a los juglares cantar antiguas canciones de dragones a los que se atribuían poderes tan portentosos que los hacían invencibles e inmortales, pues su piel era tan dura que las flechas y las lanzas rebotaban en ella, quebrándose como palillos. Pero ésas sólo eran viejas leyendas.
Al fin, arrastrado por su vanidad, no pudo contener la lengua y dijo:
—Ésta no es una disputa de honor sino de poder. Grenfo Valdo se opone a mi propósito de derrocar del trono al rey Winder Wilmut Winfred, llamado el de la Triple W.
Los ojos de Junco estuvieron a punto de delatar su sorpresa. El corazón le dio un brinco y un escalofrío le recorrió el cuerpo bajo la armadura, que sólo el dragón percibió. Narbolius, sin embargo, mantuvo su porte impávido y la mirada altiva. Tal vez tuviera que ayudar a su joven amigo a salir de ese atolladero, pensó para sus adentros de fuego, al tiempo que lanzó un bufido humeante que hizo retroceder de un salto al barón y a todos sus hombres.
—¡Contened a esa maldita bestia si no queréis que mis arqueros la acribillen antes de que podáis mover uno solo de vuestros párpados! —aulló el barón disimulando el leve temblor de sus palabras y de sus manos. De buena gana habría acabado con el animal de un solo golpe de su afilada espada, pero su aviesa intención de apoderarse de tan magnífica criatura le aconsejó que refrenara su instinto y se tragara su rabia.
—Ya os he dicho que Narbolius no os hará ningún daño —insistió Junco, indiferente a la amenaza.
—¿Narbolius? —exclamó alborozado Trulso Toleronso.
Sus guerreros observaban recelosos y asustados al dragón, con la misma mirada torcida de quien mira un prodigio.
—Ese es su nombre —dijo Junco ufano.
El barón lanzó una estruendosa carcajada al aire frío, y el vaho que salió de su boca se elevó sobre él como una nube diminuta y frágil.
—Narbolius es un nombre ridículo. Ni siquiera el más inofensivo de mis perros falderos tiene un nombre tan burlesco.
—A mí me parece un nombre precioso —concluyó Junco.
El tono distendido de la conversación fue aprovechado por el barón para lanzar una sutil propuesta.
—¿Por qué no os unís a mi ejército? Parecéis valiente y aguerrido. Ambos seríamos invencibles.
Junco sintió una náusea ardiente treparle por la garganta. Aquel mezquino barón le proponía unirse a él para destronar a su propio padre y arrebatarle la corona o, acaso, la misma cabeza que con tanta dignidad la portaba.
Entonces, algo imprevisto ocurrió. Una voz que provenía de las cercanías gritó:
—¡No hagáis caso a ese embaucador!
Todas las cabezas se giraron como si obedecieran una orden. Junco miró también al lugar del que había surgido el grito y vio a un hombre encerrado en una improvisada mazmorra hecha con barrotes de palos cruzados entre sí que colgaba de un árbol como la jaula de un pájaro enorme.
—¿Quién es ese prisionero? —preguntó Junco.
—Un vikingo necio y arrogante que osó negarse a obedecerme. Luchaba del lado de los caballeros de Grenfo Valdo, y creedme que lo hacía con la fiereza de un bárbaro. Cuando lo hice prisionero le propuse que combatiera junto a mis invencibles guerreros y me escupió a los pies. El honor hace torpes a los héroes, ¿no os parece? —discursó el barón.
Junco no pareció estar de acuerdo con el barón y transformó el sentido de sus palabras.
—Pero los dignifica —apostilló.
—Es evidente que tampoco vos deseáis complacerme —murmuró el barón, y acto seguido ordenó a sus hombres—: ¡Atrapadlo!
Antes de que los guerreros de Trulso Toleronso pudieran removerse en sus pesadas armaduras, Narbolius lanzó un bufido de fuego que los dejó paralizados de horror y envueltos en una nube de humo blanco que los cegó como la niebla más espesa. Junco saltó aprovechando la confusión creada y corrió hasta la jaula que colgaba del árbol. Desenvainó su espada y le lanzó un golpe con tanto vigor que los palos de madera saltaron al aire convertidos en incontables astillas, al punto que el prisionero creyó que un rayo divino había caído sobre él.
—¡Dejadme vuestra espada y yo solo me bastaré para acabar con el barón y todas sus huestes! —dijo con arrojo, después de lanzarle un guiño al cielo en señal inequívoca de gratitud por su liberación.
—Olvidaos de vuestras ínfulas y subid a lomos del dragón, capitán Uklin. Luego me contaréis qué hacíais metido en este enredo.
El capitán Uklin obedeció sumiso, pero no dejó de preguntarse cómo podía saber su nombre el osado caballero que lo había liberado de su incómoda jaula. Y recordó que en cierta ocasión le ocurrió lo mismo con un atrevido jovenzuelo que capturó en el lago de Fergonol y que surcaba sus amenazadoras aguas en busca de su nombre.
Aunque no menos alelado se quedó el barón Trulso Toleronso, pues cuando la nube de humo blanco se disipó, ni el prisionero vikingo ni el misterioso caballero ni el fantástico dragón, estaban allí. Se habían desvanecido en el aire como se desvanece un sueño.
Capítulo XV
Junco volvía a volar bajo las nubes grises que arropaban el cielo. Pero en esa ocasión no estaba solo con Narbolius. El capitán Uklin los acompañaba y miraba alucinado el paisaje que allá abajo se deslizaba veloz antes sus abiertos ojos. Muy lejos, al sur, se divisaban sombríos bosques de abetos con copas puntiagudas; al norte, blancos mantos de nieve cubrían las montañas que rodeaban el lago de Fergonol; al este y al oeste se extendía un páramo vacío y verde como una ondulada moqueta de musgo agujereada por los plateados destellos de infinitas ciénagas.
Abajo, en el abismo, las torres almenadas del castillo del señor Grenfo Valdo se erguían orgullosas entre las murallas como si quisieran llegar hasta el dragón.
—¡Por las orejas rojizas y blandas de un vikingo avergonzado! ¿Queréis bajarme de este portento volador? Yo no soy hombre del aire sino del agua, y que yo sepa el vuelo está pensado para los pájaros, no para los hombres —-dijo el capitán Uklin mirando de soslayo el vacío que engullía sus pies.
Junco sonrió.
—Aguardad un poco, pronto buscaremos un lugar tranquilo en el que poder posarnos sin temer que nos agujereen la piel los arqueros del barón Trulso Toleronso —lo tranquilizó.
—Excusadme, aún no os he expresado mi gratitud por devolverme la libertad —dijo el asustado vikingo, olvidándose de su propio miedo.
—No es necesario que lo manifestéis, lo hice con sumo agrado y lo hubiera hecho igualmente aunque no os hubiera reconocido. Al veros en esa jaula sentí una inmensa alegría. No podía dejaros allí.
—¿Sois tal vez un caballero del castillo del señor Grenfo Valdo?