El visitante del laberinto – Rafael Ábalos

—Cuando vos gustéis —dijo Junco, acomodando sus po­saderas sobre unas matas de tomillo que le sirvieron de cojín.

La armadura carraspeó antes de iniciar su relato y su voz se ensombreció.

—Hace muchísimos años hubo una guerra de las más terri­bles que se conocieran. Todo el bosque que ahora oculta esta espesa niebla hervía en el fragor de la batalla y el agua clara del riachuelo que transcurre a pocos pasos de nosotros se tiñó pronto del color rojo negruzco de la sangre. Yo mismo, mon­tado en un hermoso corcel blanco, blandía mi espada ciego de ira mientras lanzaba mandobles a diestro y siniestro con la furia de una alimaña acorralada. Mis rivales caían ante mí como frá­giles marionetas de un guiñol malhadado: destrozados, mutila­dos, muertos. Y de sus cadáveres se alimentaba mi rabia, ajena a los gritos, al horror, al espanto clavado en los ojos de mis enemigos, que no hacían sino aumentar la fuerza de mi brazo y la impiedad de mi alma. Nada podía contenerme, ningún sentimiento de compasión o clemencia. Un único pensamien­to gobernaba mi razón perdida: MATAR O MORIR. Con tal afán, lancé mi brazo con todo el vigor de que era capaz hasta el cuello de un guerrero dispuesto a clavarme su lanza en el co­razón y mi espada segó su cabeza como la guadaña el trigo. Entonces vi aterrado que mi enemigo no era más que un mu­chacho y que sus ojos, aún abiertos a pesar del golpe mortal, estallaban implorándome una razón que justificara nuestra vio­lencia. No miento si os confieso que me quedé petrificado, in­capaz del menor gesto, del más leve movimiento. Tampoco me importó quedar a merced de mis enemigos, pues mi mente se mostraba incapaz de acoger otra inquietud o zozobra que la pre­gunta nunca contestada a aquel muchacho moribundo. Y por un instante me vi convertido en un lobo de enormes colmillos afilados como flechas que, como el resto de la feroz manada, destripaba los cuerpos ensangrentados de otros lobos ham­brientos de muerte. Fue entonces cuando bajé de mi caballo, indiferente al clamor de la batalla que retumbaba en mis oídos con el zumbido sordo de un trueno. Abatido y desolado por la muerte del muchacho, me senté bajo este árbol, y desde en­tonces he permanecido aquí, intentando responder a aquella pregunta y esperando que alguien como vos pasara de la fanta­sía a la realidad para advertirle —dijo la armadura.

—¿Advertirle? ¿Advertirle de qué? —inquirió Junco. Un súbito silencio sobrevoló el bosque y los ojos de Narbolius se elevaron hasta el cielo invisible de la noche como si buscaran en él la respuesta a la pregunta de Junco.

—De la crueldad de los hombres —respondió al cabo la armadura, embadurnando de pesadumbre su voz—. Si conti­nuáis vuestro camino os encontraréis con la triste realidad de la guerra, una guerra cruel e injustificable en la que no im­porta que mueran ancianos, mujeres o niños —añadió dejan­do escapar un suspiro.

—No tengo otro remedio que seguir adelante. He de re­gresar al castillo de mi padre —dijo Junco con reverencia.

—De cualquier modo, quedáis advertido.

—Sois muy amable. ¿Cómo os llamáis? —preguntó Junco.

—Ahora mi nombre no tiene importancia, pero me llamo Dalmor, aunque todos me conozcan como Dalmor el Des­venturado, y ésa que veis ahí es mi oxidada espada —dijo se­ñalando a su lado.

—He oído hablar de vos, aunque nunca sospeché que lle­garía a conoceros.

—Pues ahora también conocéis mi historia, y confío en que os sirva de algo mi experiencia.

—Así lo procuraré —asintió Junco.

Luego, la voz de la armadura habló pausadamente:

—Corren malos tiempos por estas frías tierras. El odio si­gue prendido en las almas de muchos caballeros infames como la brea en una antorcha.

—¿Y cuáles son ahora los motivos de sus disputas? —qui­so saber Junco.

—¡Oh, son los de siempre! La ambición, el poder, la codi­cia, la maldad, el egoísmo, el desprecio a los otros, pues hay en la naturaleza humana un instinto animal que se resiste a abandonarlos —respondió la armadura con desgana—. Mejor haríais en volver sobre vuestros pasos y regresar al lugar del que venís.

—Voy al lugar del que un día partí —dijo Junco—. Pero no os inquietéis por mí, no tengo el menor propósito de guerrear.

—No puedo reteneros aquí contra vuestra voluntad. Sois libre para elegir los senderos de vuestro destino, pero no olvi­déis nunca que allí donde comienza la libertad de otro hombre acaba la vuestra; sólo así evitaréis involucraros en los conflic­tos que azotan la historia de la humanidad desde los orígenes del mundo.

—Os agradezco la advertencia y el consejo, pero ahora debo marcharme. Mi padre me aguarda —dijo Junco excu­sando su prisa.

—¡Que la suerte os acompañe!

Fue decir esto, y la armadura se desmoronó como si hu­biera caído sobre ella un soplo hechizado, conformando jun­to al gigantesco árbol un montículo de chatarras oxidadas.

Capítulo XIII

Más allá del bosque se abría un inmenso páramo. El cielo se teñía del color gris de la ceniza y en el horizonte largas co­lumnas de humo se confundían con él. Junco cabalgaba sobre Narbolius, cuyo aspecto era ahora majestuoso sobre la in­mensa llanura. Pensaba en la historia que la armadura le había contado y en la pregunta sin respuesta que los ojos del mu­chacho le habían formulado en silencio antes de morir. Tam­poco él encontró una razón que justificara la violencia. Tal vez, se dijo a sí mismo, porque la violencia fuera, simplemen­te, injustificable. Y pensando esto, sus propios ojos se cubrie­ron de terror al descubrir la negra sombra que se aproximaba a ellos desde el sur. Narbolius se agitó como un potro que hubiera visto al diablo ante sus mismas narices: la húmeda hierba estaba sembrada de cadáveres ensangrentados, cuerpos sin brazos, rostros desencajados por el dolor, cabezas destroza­das y miradas sin vida extraviadas en los abismos del caos. Sólo la negra sombra que se removía en la lejanía parecía ha­ber sobrevivido a la masacre.

Cuando llegaron hasta ella, Junco pudo ver a una mujer ataviada con largos velos negros que le cubrían la cara y dan­zaban mecidos por el viento. Todo a su alrededor permanecía en penumbra, como si la misma luz huyera de su proxi­midad.

Junco se estremeció al contemplarla

—¿Os habéis extraviado? —preguntó.

La mujer emitió una carcajada chillona que propagó el aire. Luego, contestó con voz lúgubre:

—Eres tú el forastero y no yo, jovencito.

—¿Vivís cerca de aquí? —insistió Junco, esforzándose en mantener tranquilo a Narbolius, que no paraba de moverse de un lado a otro para evitar la mirada aciaga que se ocultaba tras los negros velos de la sombra.

La mujer volvió a reír estrepitosamente.

—Yo habito donde me llaman. Todo lo que ven tus ojos me pertenece. Han sido días muy provechosos para mí. ¿No te parece?

—¿Ha sido obra tuya este desastre? —preguntó Junco con una mueca de horror bosquejada en sus labios.

—No, jovencito, se han matado unos a otros, anticipándo­se a mi llegada. Tanto es el poder de los hombres que pueden matar a otros hombres. Ese soldado que ves a mi lado —dijo señalando con un dedo tenebroso— no debía haber muerto hasta cumplidos los ochenta años. Era un rudo pastor que se habría casado pronto y habría tenido muchos hijos a los que cuidar. Sin embargo, nada de eso ocurrirá ya.

Entonces comprendió Junco que la mujer sin rostro que le hablaba era la Muerte, y un frío gélido corrió por sus venas como un río de hielo. Nunca antes había pensado en ella. Siempre creyó de niño que él mismo era inmortal, y que algo tan terrible como la muerte sólo afectaba a los animales que había visto agonizar bajo un afilado cuchillo en las cocinas del castillo de su padre. Pero ahora tuvo la certeza de que también él moriría un día tan nebuloso e incierto como el del pobre soldado que yacía inerte a su lado. Y entonces contempló el cadáver del hombre, la palidez de su rostro, los finos hilos de sangre que se derramaban por sus labios, el color cerúleo de su piel entumecida, y pensó si acaso era posible seguir viviendo de algún modo después de muerto. Miró a la mujer y dejó que sus pensamientos escaparan libres por sus labios.

—¿Qué eres? —preguntó.

La mujer tardó en contestar. Después dijo:

—Soy la razón de la vida. Si yo no existiera, tu misma pre­sencia en la Tierra no tendría ningún sentido. También tú me llamarás un día y yo acudiré puntual e irremediablemente a la cita.

—¿Será pronto? —prosiguió Junco.

—Lo sabrás cuando llegue la hora —sentenció la mujer.

—¿Y adonde me llevarás?

—¿Quién sabe?

El corazón de Junco palpitaba alocado.

—Eso no es una respuesta —protestó.

—¿Acaso recuerdas el espacio que ocupabas antes de na­cer?

—No —dijo Junco.

—Ése es precisamente el lugar al que iremos. Cuando te mueres, te mueres como se muere un mosquito. Tampoco él lo recuerda.

Narbolius lanzó un bostezo al aire.

—¿Insinúas que también los mosquitos temen a la muerte? —inquirió Junco.

La mujer se removió entre sus propias sombras.

—Yo no he dicho tal cosa. Es la conciencia de la muerte lo que te diferencia del mosquito, aunque te iguales a él después de muerto.

La comparación se le antojó a Junco desproporcionada.

—Debe de ser terrible morirse, incluso para un mosquito —argumentó.

—No lo creas —dijo la mujer suavizando su lúgubre voz—. Lo terrible sería morir y saber que estás muerto. Son los afec­tos a las cosas y a los seres queridos los que te hacen temer mi llegada, pero, créeme, yo apaciguo todos los sufrimientos. Aunque puedas creer lo contrario, no soy tan temible como cuentan de mí, a menos que, como ves a tu alrededor, sean otros los que me obliguen a venir sin yo desearlo. La guerra es el capricho más atroz que pueda imaginarse. Pero tampoco te esfuerces mucho en comprenderme, te será mucho más fácil entender la Vida. Y ahora debes marcharte de aquí, tengo al­gunos asuntos que atender aún y prefiero estar sola para ulti­marlos.

Junco obedeció y ni tan siquiera se despidió ni miró atrás; tenía por delante toda una vida que, en algún lugar no muy lejano, le aguardaba.

Capítulo XIV

El encuentro con la armadura espectral y con la misma Muer­te sumió a Junco en hondas reflexiones. Ni siquiera se perca­tó de que comenzaba a amanecer y aún no había dormido. Tampoco Narbolius demostraba estar cansado. Ambos desea­ban alejarse cuanto antes de aquel lugar siniestro y esperaban contemplar la clara luz del nuevo día como si despertaran de un mal sueño. Pero el color rojizo del horizonte no augura­ba una mañana en calma que les permitiera descansar un buen rato. Muy cerca del castillo que divisaron sobre un ce­rro rocoso ardían incontables hogueras, y un zumbido sordo se propagaba en el aire como el rumor de una tormenta. Jun­co achicó los ojos y alrededor de las largas lenguas de fuego avistó guerreros que, a causa de la rigidez de sus pesadas ar­maduras, se movían con torpeza entre las tiendas del campa­mento. Intuyó que ésa sería la guerra que el fantasma del caballero le advirtió que encontraría si continuaba su camino, pero no sintió ningún temor. Ahora también conocía a la Muerte, y había visto con sus propios ojos aterrados los cadáveres que yacían en el páramo, víctimas de alguna batalla reciente y despiadada. Acarició el cuello de Narbolius y si­guió adelante.

Los primeros soldados que se percataron de su llegada co­rrieron precipitadamente en busca de sus lanzas sin atreverse a afrentarlos. La figura de Junco a lomos de Narbolius, erguido y arrogante, les impresionó tanto que creyeron estar viendo visiones por efecto de algún maleficio inexplicable. Otros cre­yeron que los vapores del vino ingerido durante la noche les jugaban una mala pasada o les gastaban una broma desprovis­ta de gracia alguna, al tiempo que aferraban sus arcos sin acer­tar a colocar las flechas en su punto de mira. Era la primera vez que contemplaban a un caballero montado sobre un dra­gón tan magnífico y todos se apartaban a su paso, creando en torno a ellos un largo pasillo cual si le rindieran honores cau­tivados por su presencia.

El silencio se apropió del aire, anunciando que algo insóli­to ocurría, y sólo la voz del codicioso barón Trulso Toleronso, también llamado el Mezquino, que salió alarmado de su tienda sin tiempo siquiera de cubrirse la cabeza con su terro­rífico yelmo de pajarraco, lo rompió.

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