El visitante del laberinto – Rafael Ábalos

La puerta emitió un chirrido lastimero y oxidado, como si hubiera permanecido cerrada durante siglos y siglos. El inte­rior del torreón, débilmente iluminado por unas antorchas colgadas del techo, estaba limpio y ordenado. Las paredes apa­recían recubiertas de estanterías colmadas de libros antiguos y al fondo crepitaba alegre el fuego de una chimenea. Situado frente a ella, un sillón tallado en madera daba la espalda a la entrada del torreón, de modo que Junco supuso que de allí provenía la voz que oyó nada más abrir la puerta:

—¡Pasad, no os quedéis ahí clavado como un pasmarote! —dijo la voz—. ¡Ah! Y cerrad la puerta, mis huesos ya no es­tán para soportar corrientes de aire —añadió en tono gruñón.

A Junco le reconfortó saber que había alguien en aquel lugar.

—¿Podéis decirme dónde estoy? —preguntó, sin poder ver aún a su interlocutor.

—Estáis en el torreón de la Rueda de la Existencia, y por fortuna para vos habéis elegido la Puerta de la Sabiduría. Pero pasad, pasad y sentaos aquí, a mi lado; el calor del fuego os hará bien. Y no os preocupéis por Narbolius, se dormirá pron­to en cualquier rincón —dijo la voz.

—¿Cómo sabéis que me acompaña Narbolius, si ni siquie­ra lo habéis visto aún? —quiso saber Junco antes de aceptar la invitación de sentarse junto al fuego, aunque bien es cierto que pocas sorpresas conseguirían asombrarlo ya, después de cuanto había visto y oído en su largo viaje por el Laberinto. Incluso pensó que la voz que le hablaba era la de Gorgonán, y por ello prestó especial atención a la respuesta que salía de detrás del sillón tallado en madera, confiado en poder descu­brir algún detalle, en la modulación de aquella voz, que le permitiera confirmar sus sospechas.

—En este lugar no hay secretos para mí —contestó sim­plemente la voz.

Junco no pudo resistir la curiosidad y preguntó tímida­mente:

—¿Sois Gorgonán?

—¿Gorgonán? ¿Me confundís con ese viejo cascarrabias del lago de Fergonol? —refunfuñó el hombre sentado en el sillón.

—Lo conocéis, pues —dijo Junco.

El anciano anticipó su respuesta con la expresión de sus ojos.

—Oh, sí, ¿quién no conoce al viejo Gorgonán? Pero hace tiempo que no lo veo. No sé qué habrá sido de él.

Cuando Junco se acercó al fuego comprobó que, en efec­to, no era Gorgonán quien se sentaba en el sillón tallado en madera situado junto a la chimenea, pero el rostro de aquel anciano le era conocido, de eso tampoco le cabía duda al­guna.

—Yo os conozco —afirmó Junco.

—Ya os dije en cierta ocasión que erais un joven muy avis­pado —confirmó el anciano.

Entonces recordó Junco la dignidad de su rostro, sus enor­mes ojos tintados de aguamarina y su benévola sonrisa bajo la templada luz crepuscular del día en que se había cruzado en su camino, justo cuando desapareciera Gorgonán de su lado. Y recordó cuanto el anciano le dijo acerca del tiempo pasado, presente y futuro, así como las imágenes que le mostrara so­bre sí mismo y su regreso al castillo de su padre, el gran rey Winder Wilmut Winfred.

—¿Sabíais que nos volveríamos a encontrar aquí? —inqui­rió Junco, al tiempo que se sentaba en una banqueta junto al fuego. Sus movimientos eran elegantes y decididos, como si desde que el bufón lo hubo investido caballero armado se sin­tiera más seguro de sí.

—Tal vez sí y tal vez no —dijo el anciano—. Todo depen­día de que antes os encontrarais a vos mismo. Pero ahora veo que sí, que habéis cambiado vuestro aspecto, vuestra vesti­menta y vuestra mentalidad. Incluso me atrevería a decir que habéis madurado —explicó.

—Un bufón que conocí en la Ciudad de la Belleza me dijo que había desvelado misterios que hacen sabios y juicio­sos a los hombres —dijo Junco.

El anciano se atusó sus largas barbas y señaló en torno a él.

—Todos los libros que veis a vuestro alrededor encierran el saber del hombre, sus certezas y sus dudas. Ahora que habéis crecido os será más fácil comprender cosas que se ocultan a la inocente mirada de un niño.

—¿Qué queréis decir?, no os entiendo —preguntó Junco.

—Hay momentos en que la vida parece desafiarnos a en­tenderla, y vos sentís ahora la misma punzante curiosidad que todo jovenzuelo turbado, confuso o inquieto por todo cuanto le rodea. No cesáis en vuestro empeño por formularos pre­guntas que, a veces, no tienen respuesta. Pero otras muchas son explicables, y en estos libros podéis hallar mil soluciones a tan razonables dudas. Por eso vuestro corazón se agitó al pa­sar ante la Puerta de la Sabiduría, pues ésa era la puerta que, sin clara conciencia de ello, buscabais. Si hubiera sido de un modo distinto, si vuestros deseos hubieran sido otros, habríais optado por cualquier puerta del torreón de la Rueda de la Existencia menos por ésta, y probablemente yo no conversa­ría con vos en este preciso instante.

Narbolius dormía como un cachorro en un rincón de la estancia, rodeado por montones de manuscritos que se apila­ban desordenados en cualquier parte. También Junco sintió que los párpados se le descolgaban de los ojos, pero aún pudo controlar su adormecimiento y preguntó con inusitado interés;

—¿Y qué habría ocurrido si hubiera elegido cualquier otra puerta?

Las facciones del anciano se endulzaron antes de responder:

—Ya leísteis la inscripción tallada en la piedra: «Unas te alegrarán y otras te harán sufrir». El placer y el dolor están tan unidos a la vida como lo están las dos caras de una misma mo­neda, y no siempre es posible elegir entre lo uno y lo otro. Pero bien es verdad que ambas nos enseñan a vivir, dibujando o emborronando nuestra existencia.

—¿Sois un filósofo, un sabio quizá? —preguntó Junco acen­tuando con la mirada su interés por conocer la respuesta del anciano.

—Hubo un tiempo en que yo también fui un joven in­quieto, a pesar de haber crecido arropado por la riqueza y el lujo, pues mi padre, como el vuestro, fue soberano de un pequeño reino situado en los confines del mundo. Pero un buen día me pregunté el porqué de la vida y no supe qué respon­derme. Tampoco nadie en el reino supo dar respuesta a mis dudas. Así que decidí abandonarlo todo y partir en busca del sentido de la vida. Después de muchos años de vagar por los más insólitos lugares, llegué; a este claro del bosque e impulsa­do por mi fantasía pensé en crear esta torre y los caminos y jardines que la envuelven. Desde entonces he recopilado y leí­do todos los libros que veis en derredor y a través de ellos he conocido a las mentes más preclaras del planeta.

—¿Y encontrasteis al fin el sentido de la vida? —preguntó Junco.

—El de la mía sí, desde luego —contestó el anciano con una sonrisa.

—¿Podéis decirme cuál es?

—Seguir buscándolo —respondió simplemente.

Junco pensó durante un instante, confundido por las pala­bras del anciano.

—¡Pero eso es absurdo! —afirmó Junco con una exagera­da mueca de estupefacción en sus labios.

—Oh, no. Ése es el verdadero sentido de la vida para un fi­lósofo. Vos me preguntasteis si yo lo era y creo haber contes­tado a vuestra pregunta. El sentido de vuestra vida sólo vos podréis encontrarlo.

Durante días, Junco no se ocupó en otro menester que no fuera la lectura de los libros que el anciano le recomendaba. En ellos aprendió cosas que jamás habría soñado conocer y poco a poco se fue forjando en su espíritu una inusitada afi­ción por el pensamiento filosófico, que pugnaba con su con­dición de caballero armado. Siempre pensó que al crecer aca­baría entrenándose para combatir en los torneos y en las guerras, mostrando a todos su valor y destreza en el uso de la lanza y la espada, como hacían otros jóvenes de su edad. Aho­ra podía recordar con todo detalle el bullicio y la creciente tensión de las justas que se celebraban para festejar la llegada de la primavera en el castillo de su padre, los vistosos escudos de armas de los caballeros contendientes colgados de los ár­boles, los estandartes ondeando al viento, las pulidas armadu­ras del color de la plata, las tiendas y los pabellones alrededor de la arena, repletos de nobles y damas venidas de los castillos más lejanos de la comarca para aclamar al vencedor. Por ello, también sentía intensos deseos de partir al reencuentro con los suyos; deseos que un día de lluvia pertinaz y fría ya no pudo contener.

—Ese mundo vuestro al que os dirigís es dulce y apacible como el canto de una hermosa doncella, pero es a la vez feroz y truculento como una manada de lobos hambrientos. Ojalá que cuanto habéis aprendido aquí os ayude a ser un caballero sensato y justo —dijo el anciano en el momento de la despe­dida.

—Tened la seguridad de que así será —dijo Junco con fir­meza.

Subió a lomos de Narbolius y ambos, sin saberlo, partieron en busca del mundo oscuro de los hombres.

Capítulo XII

A medida que Junco y Narbolius avanzaban por un bosque denso y oscuro, una niebla más espesa que los negros velos de las tinieblas los envolvió. Algo había cambiado en el entorno y Junco lo percibió al instante. Ahora le parecía reconocer la tierra que pisaban aunque no pudiera verla y presintió, de al­gún modo, que regresaba al mundo de los hombres. La fanta­sía y la irrealidad no eran más que un recuerdo grato en su memoria. Incluso la imagen de Gorgonán se diluía en su men­te haciéndose más irreconocible, como si la niebla la falseara o como si sólo fuera la imagen emborronada de un sueño olvidado. También la cándida expresión del dragón se trans­formó adquiriendo rasgos más severos, como si Narbolius in­tuyera los acontecimientos que el murmullo del viento dan­zando entre las ramas de los árboles pregonaba.

No pasó mucho tiempo cuando de las sombras del bosque surgió una extraña voz:

—¡Deteneos, insensato! ¿Acaso imagináis lo que más allá de este bosque sombrío os aguarda?

Los ojos de Junco rebuscaron en la inquietante oscuridad de la noche hasta que al pie de un árbol gigantesco descu­brieron lo que parecía la figura difuminada de un caballero malherido recostado junto al tronco, muy cerca de las reman­sadas aguas de un riachuelo. Vestía armadura y un yelmo ce­rrado le cubría la cabeza. A su lado, yacían cubiertos por una gruesa capa de polvo una vieja espada y un escudo con ma­jestuosos símbolos heráldicos.

De un salto, Junco bajó de Narbolius y corrió en ayuda del presunto herido, pero se quedó pasmado al levantar la visera del yelmo y comprobar que bajo la armadura no había nadie: ningunos ojos, ningún rostro, ningún cuerpo. Pensó que se trataba de una emboscada y se incorporó veloz, mirando des­confiado en derredor y llevando la mano a la empuñadura de su espada.

—Si desenvaináis la espada no esperéis que sea yo quien os rete a duelo. Así es que conteneos y reservad vuestros ímpe­tus para ocasión más precisa, no tenéis nada que temer de mí.

Junco miró a Narbolius y la calma que apreció en sus ojos de azafrán le confirmó que ningún peligro les acechaba.

—Entonces, ¿por qué no salís de vuestro escondrijo y de­jáis que pueda veros como vos me veis a mí? —dijo sin saber a quién dirigir sus palabras.

—¿Os parecen poco visibles los brillos de mi atuendo? —respondió con tono jocoso la voz de la armadura—. Acer­caos sin miedo —añadió.

—¿Sois un fantasma? —se atrevió a preguntar Junco al ver a la armadura incorporarse hasta apoyar la espalda en el grue­so tronco del árbol. Luego, la mano enguantada de la coraza se elevó hasta la visera del yelmo y la alzó produciendo un so­nido metálico.

—Así se respira mejor —dijo el fantasma como si bromeara.

Junco se acercó hasta la armadura y volvió a mirar adentro.

—¿Cómo habéis llegado hasta aquí? —preguntó incrédulo, pues nada que no fuera metal encontró en el interior de la coraza.

—Llevo siglos en este lugar —contestó la armadura algo so­focada.

—Debe de ser aburrido estar siempre en el mismo lugar —murmuró Junco, pues no se le ocurrió otro modo de disi­mular su estupor ante tan insólito encuentro.

La armadura se removió de nuevo y sonó como un tinti­neo de torpes campanas.

—No creáis —dijo—, he entretenido el tiempo pensando sobre lo que hice en mi vida y los errores que entonces co­metí. Tal vez el mayor de todos fue haber venido un día has­ta aquí, hace ahora mucho tiempo.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Junco interesado.

—Sentaos a mi lado, os lo contaré si os complace oírlo.

Junco obedeció y se sentó junto a la armadura, aunque no pudo evitar sentir cierto rubor al conversar con un ser incor­póreo que, sin embargo, hablaba con inusitada sensatez. Cuando era niño había oído a las cocineras del castillo de su padre contar antiguas leyendas sobre fantasmas que vagaban perdi­dos entre tinieblas y aterrorizaban a nobles y campesinos de la comarca con sus extravagantes ruidos y sus misteriosos movi­mientos de muebles y objetos, pero nunca imaginó que llega­ría un día en que él mismo conversaría con uno de ellos, por demás tan cortés y tan cuerdo. Sin duda no hay que fiarse de las leyendas, pensó, y recordó las palabras de Dongo, el coci­nero del barco vikingo del capitán Uklin, cuando le dijo que también hubo en la historia piratas que defendieron causas nobles y que no siempre las leyendas son ciertas, pues las for­ja la invención y ésta es proclive al engaño.

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