—Apio —respondió el tesorero.
—Son los nervios, el pobre está mal —se apresuró a defenderlo el decano.
—Apio —repitió el archicanciller, con un autocontrol tan rígido como para doblar herraduras—. Claro.
El tesorero le tendió un ramito macilento. Ridcully lo cogió.
—Ahora, Windle —empezó—, quiero que imagines que lo que tengo en la mano…
—No pasa nada —lo tranquilizó el anciano.
—La verdad es que no creo que pueda clavar…
—No importa, de verdad.
—¿En serio?
—Lo que vale es la idea —asintió Windle—. Si me das el apio, pero piensas que me estás clavando una estaca, será más que de sobras.
—Es muy amable por tu parte —suspiró Ridcully—. Es el espíritu adecuado para las circunstancias.
—Esprit de corpse —asintió el filósofo equino.
Ridcully lo miró fijamente. Luego, con gesto dramático, lanzó el apio a Windle.
—¡Toma eso! —exclamó.
—Gracias —respondió el anciano.
—Venga, vamos a poner la tapa y luego iremos a comer algo-dijo Ridcully—.No te preocupes, Windle. Seguro que esto funciona de maravilla, ya lo verás. Hoy es el último día del resto de tu vida.
Windle se quedó tendido en la oscuridad, escuchando el repiqueteo de los martillazos. Se oyó un golpe de otro tipo, y una imprecación contra el decano por no sujetar su extremo como era debido. Luego la tierra húmeda se estrelló contra la tapa. Los ruidos le llegaban cada vez más ahogados, más lejanos.
Tras unos instantes, un retumbar distante le informó de que el tráfico y el comercio de la ciudad se habían reanudado. Hasta alcanzaba a oír las voces amortiguadas.
Dio unos golpes en la tapa del ataúd.
—¡Eh, los de arriba, menos escándalo! —exigió—. ¡Que aquí hay gente que intenta morir!
Las voces se interrumpieron. Oyó pisadas que se alejaban apresuradamente. Windle se quedó tendido largo rato. Nunca llegó a saber cuánto. Trató de interrumpir todas sus funciones vitales, pero con eso lo único que conseguía era estar más incómodo. ¿Por qué le resultaba tan difícil morir? Otras personas lo conseguían incluso sin practicar.
Además, le picaba una pierna.
Trató de alargar la mano para rascarse, y rozó algo pequeño y de forma irregular. No sin mucho esfuerzo, consiguió cogerlo con los dedos. Parecía un puñado de cerillas. ¿En un ataúd? ¿Cerillas? ¿Es que alguien había pensado que se iba a fumar un cigarrito para pasar el rato?
Tras varios intentos, se las arregló para quitarse una bota con la otra. La fue empujando con movimientos sinuosos hasta que la tuvo al alcance de la mano. Esto le proporcionó una superficie rasposa contra la que encender la cerilla…
La escasa luz sulfúrica iluminó su pequeño mundo rectangular.
En la parte interior de la tapa había una tarjetita clavada.
La leyó.
La leyó de nuevo.
La cerilla se apagó.
Encendió otra, sólo para asegurarse de que lo que había leído existía de verdad. El mensaje seguía siendo extraño, incluso a la tercera intentona:[12]
La segunda cerilla se apagó y se llevó con ella los últimos vestigios de oxígeno.
Windle se quedó a oscuras, tendido, un buen rato, mientras meditaba sobre lo que debía hacer y terminaba de comerse la rama de apio.
¿Quién lo habría imaginado?
Y, de pronto, el difunto Windle Poons comprendió que no era otro el que tenía que encargarse de aquello. Que, justo cuando pensabas que el mundo te había dejado de lado, resultaba que estaba lleno de cosas rarísimas. Sabía por experiencia que los vivos nunca se enteraban ni de la mitad de lo que estaba sucediendo, porque el hecho de estar vivos ocupaba buena parte de su atención. El espectador es el que mejor se entera del partido, meditó.
Los vivos eran los que no se daban cuenta de que sucedían cosas extrañas y maravillosas, porque la vida estaba demasiado llena de cosas aburridas y mundanas. Pero también tenía su parte rara. Tenía cosas como tornillos que se desatornillaban solos, y pequeños mensajes escritos en tarjetitas y destinados a los muertos.
Tomó la decisión de averiguar qué estaba sucediendo. Y, después…, bueno, si la Muerte no iba a él, él iría a la Muerte. Al fin y al cabo, tenía sus derechos. Sí señor. Encabezaría la mayor búsqueda de una persona desaparecida de todos los tiempos.
Windle sonrió en la oscuridad.
Desaparecido…, presumiblemente Muerte.
Hoy era el primer día del resto de su vida.
Y Ankh-Morpork se extendía a sus pies. Bueno, metafóricamente hablando, claro. Porque la única vía de salida estaba sobre él.
Extendió la mano, tanteó hasta dar con la tarjetita y la arrancó de la tapa. Se la metió entre los dientes.
Windle Poons apoyó los pies contra un extremo de la caja, consiguió poner las manos por encima de la cabeza, y empujó con todas sus fuerzas.
La tierra embarrada de Ankh-Morpork se movió ligeramente.
Windle se detuvo un instante para tomar aliento por la fuerza de la costumbre, pero se dio cuenta de que aquello no tenía mucho sentido. Empujó de nuevo. El extremo del ataúd se astilló.
Windle consiguió aferrarlo y rompió el pino sólido como si fuera papel. Así consiguió un trozo de tabla que habría sido una pala absolutamente inútil para cualquiera que no tuviera la fuerza de un zombi.
Se dio la vuelta hasta quedar tendido sobre el estómago. Apartó la tierra de los costados con la improvisada pala, la pateó con los pies y, así, Windle Poons se abrió camino para volver a empezar.
Imaginad un paisaje, una llanura con suaves curvas.
Corren los últimos días del verano sobre la campiña de hierba octarina entre los imponentes picachos de las elevadas Montañas del Carnero. Los colores predominantes son el ámbar y el dorado. El calor impregna el paisaje. Los saltamontes brincan como si estuvieran sobre una sartén. Hasta el aire parece demasiado caliente como para moverse. Es el verano más caluroso que recuerdan los más viejos del lugar… y, en esta zona, los viejos son muy, muy viejos.
Imaginad una figura a lomos de su caballo. Avanza lentamente por un camino cubierto por cinco centímetros de polvo, entre campos de maíz que ya prometen una cosecha desacostumbradamente abundante.
Imaginad una valla de madera muerta, requemada por el sol. En esa valla hay un cartel clavado. El sol ha decolorado las letras, pero todavía son legibles.
Imaginad una sombra que cae sobre el cartel. Casi se la puede oír leer las tres palabras.
Hay un camino que sale de la carretera principal. Lleva a un grupo de edificios blanquecinos.
Imaginad unas pisadas arrastradas.
Imaginad una puerta, abierta.
Imaginad una sala fresca, oscura, atisbada a través del quicio. No es una habitación donde la gente pase demasiado tiempo. Es una habitación para personas que se pasan la mayor parte del día al aire libre, pero que tienen que entrar en algunas ocasiones, cuando oscurece. Es una habitación para aparejos y para perros, una habitación donde se cuelgan a secar los impermeables. Junto a la puerta hay un barril de cerveza. El suelo es de losas, y las vigas del techo están llenas de ganchos para la panceta. Hay una rudimentaria mesa de madera a la que podrían sentarse treinta hombres hambrientos.
Pero no hay hombres. No hay perros. No hay cerveza. No hay panceta.
Tras la llamada a la puerta, se hizo el silencio, y luego se oyó el rumor de unas zapatillas contra las baldosas. Por fin, una anciana muy flaca, con el rostro del color y la textura de las nueces, se asomó por la entrada.
—¿Sí? —dijo.
EL CARTEL DECÍA: «SE NECESITA AYUDANTE».
—¿De verdad? ¿De verdad? ¡Si está colgado ahí desde el invierno pasado!
¿CÓMO DICE? ENTONCES, ¿,NO NECESITA UN AYUDANTE?
El rostro arrugado lo miró, pensativo.
—Quiero que sepa que no puedo pagar más de seis peniques por semana —señaló.
La alta figura que se erguía casi ocultando la luz del sol pareció meditar sobre aquello.
SÍ —dijo al final.
—Y la verdad, tampoco sabría por dónde decirle que empezara. Aquí no hay nadie que trabaje en serio desde hace tres años. Cuando me hace falta, sólo puedo contratar a esos perezosos inútiles del pueblo.
¿SÍ?
—Entonces, ¿no le importa?
TENGO UN CABALLO.
La anciana echó un vistazo detrás del desconocido. En su patio delantero se encontraba el caballo más impresionante que había visto. Entrecerró los ojos.
—Ese es su caballo, ¿no?
SÍ.
—¿Y quiere trabajar por seis peniques a la semana?
SÍ.
La anciana frunció los labios. Miró fijamente al desconocido, luego al caballo del desconocido, luego al estado ruinoso en que se encontraba su granja. Por último, pareció tomar una decisión, probablemente basándose en la teoría de que alguien que no posee caballos no tenía nada que temer de un ladrón de caballos.
—Usted dormirá en el granero, ¿me ha entendido bien? —indicó.
¿DORMIR? AH. SÍ, CLARO. SÍ, TENDRÉ QUE DORMIR.
—Por supuesto, no puedo permitir que duerma en la casa. No estaría bien visto.
ME ENCONTRARÉ PERFECTAMENTE EN EL GRANERO, SE LO ASEGURO.
—En cambio, sí puede entrar a las horas de las comidas.
MUCHAS GRACIAS.
—Soy la señorita Flitworth.
SÍ.
La mujer aguardó.
—Supongo que usted también tendrá nombre.
SÍ. ES CIERTO.
La mujer aguardó de nuevo.
—¿Y bien?
¿DISCULPE?
—¿Cuál es su nombre?
El desconocido se la quedó mirando un instante. Luego miró a su alrededor, frenético.
—Venga —insistió la señorita Flitworth—. No voy a contratar a nadie que no tenga nombre. ¿Señor…?
La figura miró hacia arriba.
¿SEÑOR CIELO?
—Nadie se apellida Cielo.
¿SEÑOR… PUERTA?
La anciana asintió.
—Es posible. Es posible que se llame Puerta. Una vez conocí a un tipo que se llamaba Puertas. Bien. Señor Puerta. ¿Y de nombre? No me diga que tampoco tiene. Seguro que se llama Bill, o Tom, o Bruce, o uno de esos.
SÍ.
—¿Qué?
UNO DE ÉSOS.
—¿Cuál?
EH… EL PRIMERO.
—¿Se llama Bill?
¿SÍ?
La señorita Flitworth puso los ojos en blanco.
—De acuerdo, Bill Cielo… —dijo.
PUERTA.
—Sí, claro. Perdone. De acuerdo, Bill Puerta…
LLÁMEME BILL.
—Y usted llámeme señorita Flitworth. Supongo que querrá cenar algo…
¿DE VERAS? AH. SÍ. CENAR. LA COMIDA DE LA NOCHE. POR SUPUESTO.
—La verdad es que parece medio muerto de hambre. O más que medio.
Entrecerró los ojos para ver mejor a la figura. No sabía por qué, pero resultaba difícil describir el aspecto de Bill Puerta, o recordar el sonido exacto de su voz. Obviamente, estaba allí, y había hablado, sin duda. Si no, ¿por qué lo iba a recordar?
—En esta zona hay mucha gente que no utiliza el nombre que le pusieron al nacer —suspiró al final la anciana—. Y, como siempre digo yo, no es bueno ir por ahí haciendo preguntas personales. Supongo que sabrá usted trabajar bien, señor Bill Puerta. Todavía estoy recogiendo el heno de los prados de arriba, y cuando llegue la temporada de la cosecha habrá mucho trabajo. ¿Sabe manejar la guadaña?
Bill Puerta pareció meditar largo rato sobre aquella pregunta.
CREO QUE LA RESPUESTA A ESO ES UN ROTUNDO «SÍ», SEÑORITA FLITWORTH —dijo al final.
Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo también decía siempre que no era bueno ir por ahí haciendo preguntas personales, al menos cuando iban dirigidas a él e iban en la línea de «¿Son suyas esas cosas, tiene permiso para venderlas?». Pero, al parecer, nadie tenía intención de increparle por estar vendiendo propiedades ajenas, y a él con eso le bastaba y le sobraba. Aquella mañana ya había vendido más de un millar de las pequeñas esferas, hasta tuvo que contratar a un troll para que le transportara el flujo de mercancía procedente de la misteriosa fuente en el almacén subterráneo.
A la gente le encantaban.
La técnica de funcionamiento era sencilla hasta lo risible, y el ciudadano medio de Ankh-Morpork podía aprehenderla con facilidad tras unos cuantos intentos fallidos.
Si se le daba una sacudida a la esfera, en el líquido del interior se agitaba una nube de blancos copitos de nieve, que luego se iban posando suavemente sobre una pequeña reproducción a escala de un lugar famoso de Ankh-Morpork. En algunos globos se trataba de la Universidad, o de la Torre del Arte, o del Puente de Latón, o del Palacio del Patricio. Las diminutas maquetas estaban realizadas con una sorprendente cantidad de detalles.
Y, de repente, las esferas se acabaron. Bueno, es una lástima, pensó Ruina. Como no le habían pertenecido desde el punto de vista técnico (aunque moralmente…, por supuesto, moralmente eran suyas), no podía quejarse. Bueno, podía quejarse, por supuesto, pero sólo entre dientes, y a nadie en particular. Bien pensado, quizá fuera lo mejor que podía pasar. Amontona mucho y véndelo barato. Que te lo quiten de las manos…, así era mucho más fácil extenderlas abiertas, en un gesto de inocencia herida cuando decías: «¿Quién, yo?».