—¡Ajá!
—Eso es un bonito ejemplar del Diente Místico de Offler, el Dios Cocodrilo —señaló Windle.
—¡Ajá!
—Y eso es…, a ver, deja que lo vea mejor…, sí, es una pareja de Sagrados Patos Voladores sacrificados a Ordpor el Malgusto. ¡Oye, esto es muy divertido!
—Ajá.
—Eso es…, no me lo digas, no me lo digas…, es el santo linglong del infame culto de Sootee, ¿no?
—¿Ajá? —Creo que es uno de los peces de tres cabezas que se utilizan en las ceremonias de la religión ictiológica tricápita de Howanda —titubeó Windle.
—Esto es ridículo —suspiró el archicanciller, al tiempo que dejaba caer el pescado. Los magos agacharon las cabezas. Por lo visto, los objetos religiosos no eran un remedio tan definitivo como habían pensado.
—De verdad, lamento estar causando tantas molestias —dijo Windle.
De pronto, el rostro del decano se animo.
—¡Luz del día! —exclamó, emocionado—. ¡Eso seguro que lo arregla todo! —¡Corred la cortina!
—¡Corred la otra cortina!
—Uno, dos, tres…, ¡ya!
Windle parpadeó ante la invasión de luz solar. Los magos contuvieron el aliento.
—Lo siento —suspiró el anciano—. Me temo que no sirve de nada. Todos agacharon las cabezas de nuevo.
—¿No sientes nada? —lo alentó Ridcully. —¿No notas como si te empezaras a convertir en polvo? —insistió el filósofo equino.
—Si me quedo mucho tiempo al sol, se me suele pelar la nariz —respondió Windle a la desesperada—. No sé si eso sirve de gran cosa.
Trató de sonreír. Los magos se miraron entre ellos y se encogieron de hombros.
—Vámonos —bufó el archicanciller. Salieron de la habitación en manada. Ridcully echó a andar tras ellos. Se detuvo junto a la puerta y blandió un dedo en dirección a Windle. —La verdad, esta actitud tan poco cooperativa no te hace ningún bien —le dijo. Y cerró la puerta tras él. Tras unos segundos, los cuatro tornillos que sujetaban el picaporte empezaron a girar muy lentamente. Se elevaron por el aire y orbitaron cerca del techo durante un rato, antes de caer. Windle meditó unos instantes acerca de aquello. Recuerdos. Tenía montones de recuerdos. Ciento treinta años de recuerdos.
Cuando estaba vivo, no había sido capaz de recordar un centenar de las cosas que sabía, pero, ahora que estaba muerto, ahora que su mente no tenía que ocuparse más que del hilo plateado de sus pensamientos, podía sentir la presencia de cada uno de ellos. Todo lo que había leído, todo lo que había visto, todo lo que había oído. Todo, todo estaba allí, pulcramente ordenado en hileras. No había olvidado nada. Cada cosa se encontraba en su lugar.
Tres fenómenos inexplicables en un solo día. Cuatro, si se contaba el hecho de que él siguiera existiendo. Eso era realmente inexplicable.
Y había que explicarlo.
Bueno, pues tendría que encargarse otro. Ahora eran los otros los que tenían que encargarse de todo.
Los magos se agazaparon junto a la puerta de la habitación de Windle.
—¿Lo tenéis todo? —preguntó Ridcully.
—¿Por qué no se encargan de hacerlo los criados? —refunfuñó en un susurro el filósofo equino—. Esto es denigrante para nosotros.
—Porque quiero que se haga bien y con dignidad —replicó el archicanciller—. Si alguien va a enterrar a un mago en una encrucijada de caminos con una estaca clavada en el corazón, serán sus colegas magos. Al fin y al cabo, se lo debemos, somos sus amigos.
—Por cierto, ¿qué es este trasto? —preguntó el decano, que estaba examinando el instrumento que tenía entre las manos.
—Se llama «pala» —le explicó el filósofo equino—. He visto cómo la utilizan los jardineros. El extremo afilado se clava en la tierra. Luego viene toda una serie de movimientos que requieren una técnica especializada.
Ridcully escudriñó a través del ojo de la cerradura.
—Ya se ha vuelto a tumbar en la cama —informó a sus colegas. Se incorporó, se sacudió el polvo de las rodillas y agarró el picaporte.
—¿Preparados? —preguntó—. Haced todo lo que yo haga. Uno…, dos…
Modo, el jardinero, estaba empujando una carretilla en la que transportaba los recortes de los setos hacia la hoguera que había encendido tras el nuevo edificio de investigación sobre Magia de Alta Energía cuando una media docena de magos pasaron junto a él a una velocidad que, para los magos, se podía considerar muy elevada. Llevaban en volandas a Windle Poons.
—Sinceramente, archicanciller —le oyó decir Modo—, ¿estás seguro de que esto sí funcionará…?
—Lo hacemos por tu bien —replicó Ridcully.
—No lo dudo, pero…
—Pronto volverás a ser el de antes —le garantizó el tesorero.
—No, no volverá a ser el de antes —siseó el decano—. ¡De eso se trata!
—Sí, claro, pronto dejarás de ser el de antes, de eso se trata —tartamudeó el tesorero al tiempo que doblaban la esquina.
Modo cogió de nuevo los barrotes de la carretilla, y siguió empujándola pensativo hacia la zona aislada donde tenía su hoguera encendida, sus montones de estiércol, sus brazadas de mantillo y el pequeño cobertizo donde solía quedarse sentado cuando llovía.
En el pasado, había sido ayudante del jardinero de palacio, pero el empleo que tenía ahora era mucho más interesante. Se aprendía mucho de la vida.
La sociedad de Ankh-Morpork es una sociedad principalmente callejera. Siempre está pasando algo interesante. En aquel momento, el conductor de un carro de dos caballos cargado de fruta tenía al decano sujeto por el cuello de la túnica del decano, con los pies del decano a quince centímetros del suelo, y amenazaba con hacer pasar el rostro del decano a través de la nuca del decano.
—Son melocotones, ¿entiendes? —gritaba sin cesar—. ¿Y sabes lo que pasa con los melocotones que se quedan demasiado tiempo en el carro? Que se magullan. Y no serán lo único que salga magullado.
—Oye, que soy un mago —gimió el decano, sacudiendo en el aire las zapatillas puntiagudas—. Si no fuera por el hecho de que las reglas de mi profesión no me permiten utilizar la magia más que de una manera puramente defensiva, te encontrarías en un buen aprieto.
—¿Y se puede saber qué hacéis tus amigos y tú? —quiso saber el conductor, que bajó al decano para poder mirar por encima de su hombro con gesto de sospecha.
—Eso —intervino el hombre que intentaba controlar al equipo encargado de transportar un carromato cargado de troncos—. ¿Qué pasa aquí? ¡Hay gente que cobra por horas, por si no lo sabíais!
—¡Los de delante, que se muevan!
El conductor del carromato de troncos se dio la vuelta en el pescante y se dirigió a la cola de vehículos que se extendía tras él.
—¡Ya lo intento! —gritó—. ¡Que no es culpa mía! ¡Hay un montón de magos cavando en plena calle!
El rostro enlodado del archicanciller se asomó por el borde del agujero.
—¡Vamos, hombre, decano! —bufó—. ¡Te dije que te encargaras de esto!
—Sí, le acababa de pedir a este caballero que diera media vuelta y fuera por otro camino —replicó el decano, temeroso de empezar a asfixiarse.
El transportista de fruta le dio la vuelta para que pudiera ver el embotellamiento de tráfico.
—¿Has intentado alguna vez hacer que sesenta carros se dieran la vuelta al mismo tiempo? —casi aulló—. No es cosa fácil. Sobre todo si nadie puede moverse porque habéis hecho que los carromatos den la vuelta a la manzana. Así que ninguno puede girar, porque tiene otro justo detrás.
El decano intentó asentir. El también se había cuestionado seriamente la viabilidad de la idea de excavar un agujero en el cruce de la calle de los Dioses Menores con Broad Way, dos de las avenidas más transitadas de Ankh-Morpork. En su momento, todo había parecido de lo más lógico. Hasta el no-muerto más testarudo tendría que quedarse decentemente enterrado bajo semejante cantidad de tráfico. El único problema en el que nadie había reparado era la dificultad de cavar a la hora punta en la confluencia de dos calles tan transitadas.
—Muy bien, muy bien, ¿qué pasa aquí?
La muchedumbre de espectadores se abrió para dejar paso a la corpulenta figura del sargento Colon, de la Guardia de la Ciudad. El hombrecillo se movía entre la gente como una excavadora. Su barriga lo precedía. Cuando vio a los magos metidos hasta la cintura en un agujero en medio de la calle, su regordete rostro sonrosado se animó.
—Vaya, ¿qué tenemos aquí? —exclamó—. ¿Una banda internacional de ladrones de encrucijadas?
Estaba encantado. ¡Su estrategia policial a largo plazo empezaba a dar fruto!
El archicanciller le lanzó a los pies una palada de barro de Ankh-Morpork.
—Oye, no seas imbécil —rugió—. Esto es de una importancia vital.
—Claro, claro. Eso dicen todos —replicó el sargento Colon, a quien no se podía desviar fácilmente de un rumbo de pensamiento una vez la maquinaria de su cerebro había cogido velocidad mental—. Me apuesto lo que sea a que hay cientos de pueblos en lugares paganos como Klatch donde se pagaría mucho dinero por una encrucijada tan bonita y prestigiosa como ésta, ¿eh?
Ridcully lo miró, boquiabierto.
—¿Qué demonios estás diciendo, agente? —preguntó con brusquedad. Se señaló el sombrero puntiagudo con gesto de irritación—. ¿Es que no me has oído? Somos magos. Esto son cosas de magos. Así que sé buen chico, haz el favor de desviar el tráfico…
—Estos melocotones se magullan con sólo mirarlos… —dijo una voz detrás del sargento Colon.
—Esos viejos imbéciles nos tienen aquí retenidos desde hace media hora —intervino un conductor de ganado, que había perdido hacía rato el control sobre los cuarenta novillos que ahora vagaban sin rumbo fijo por las calles circundantes—. Quiero que sean arrestados.
El sargento empezaba a darse cuenta de que, sin saberlo, se había convertido en personaje principal de un drama en el que participaban cientos de hombres, algunos de ellos magos, y todos muy furiosos.
—¿Se puede saber qué están haciendo? —preguntó con voz débil.
—¿A ti qué te parece? Vamos a enterrar a nuestro colega —replicó Ridcully.
Los ojos de Colon se clavaron en un ataúd abierto, situado a un lado de la calle. Windle Poons le dirigió un saludo cortés.
—Pero… si no está muerto…, ¿verdad? —señaló el agente de la ley con el ceño fruncido por el esfuerzo de comprender la situación.
—Las apariencias engañan —replicó el archicanciller.
—¡Si me acaba de saludar! —insistió el sargento a la desesperada.
—¿Y qué?
—Bueno, no es normal que…
—No pasa nada, sargento —intervino Windle.
El sargento Colon se acercó más al ataúd.
—Por cierto, ¿no le vi tirarse al río anoche? —preguntó entre dientes.
—Sí. Muchas gracias por su ayuda —asintió Windle.
—Bueno…, veo que luego salió solo… —siguió el sargento, titubeante.
—Eso me temo.
—Pero estuvo mucho tiempo bajo el agua.
—Bueno, es que estaba muy oscuro, ¿sabe? No encontraba las escaleras.
El sargento Colon tuvo que reconocer que aquello era lógico.
—Bien, en ese caso, supongo que está usted muerto —asintió—. Nadie podría pasar tanto tiempo bajo el agua sin estar muerto.
—Exacto —corroboró Windle.
—Entonces, ¿cómo es que habla, y saluda, y todo eso? —gimió Colon.
El filósofo equino asomó la cabeza por el agujero.
—No es tan extraño que un cadáver se mueva y emita ruidos después de la muerte, sargento —explicó—. Se debe a los espasmos musculares involuntarios.
—Es cierto, el filósofo equino tiene razón —asintió Windle Poons—. Yo también lo leí, no sé dónde.
—Oh. —El sargento Colon miró a su alrededor—. Bueno —siguió, inseguro—. En ese caso… supongo que no pasa nada…, es decir…
—Bueno, ya hemos terminado —lo interrumpió el archicanciller mientras salía del agujero—. Ya es suficientemente profundo. Venga, Windle, abajo.
—De verdad, os aseguro que estoy conmovido —suspiró Windle al tiempo que se tumbaba en el ataúd.
Era un ataúd bastante bueno, lo habían comprado en la funeraria de Elm Street. El archicanciller le había permitido que lo eligiera él mismo.
Ridcully cogió un mazo.
Windle se incorporó de nuevo.
—Todo el mundo se está tomando tantas molestias…
—Claro, claro —lo interrumpió Ridcully. Miró a su alrededor—. Bueno, ¿quién tiene la estaca?
Todos miraron al tesorero. El tesorero los miró a todos.
El tesorero se llevó una mano a la boca. Rebuscó en el saco.
—Es que no encontré ninguna —se disculpó.
El archicanciller se frotó los ojos.
—Muy bien —dijo con tranquilidad—. ¿Sabes una cosa? No me sorprende. No me sorprende en absoluto. ¿Qué has traído? ¿Un palillo para los dientes? ¿El mango de un peine?[11]