El segador (Mundodisco, #11) – Terry Pratchett

—¿Y qué pasa? —quiso saber el filósofo equino—. No oigo nada especial.

—Eso es precisamente lo que quiero decir. Todos los días mueren docenas de personas en Ankh-Morpork. Si todas hubieran empezado a regresar como el pobre Windle, ¿no creéis que nos habríamos enterado? La ciudad sería un caos. Bueno, quiero decir más caos que de costumbre.

—Siempre hay unos cuantos no-muertos por ahí —señaló el decano, dubitativo—. Están los vampiros, los zombis, los banshees y todo eso.

—Sí, pero son no-muertos más naturales —replicó el archicanciller—. Saben cómo comportarse en su situación. Han nacido para eso.

—Nadie puede nacer para ser un no-muerto —señaló el filósofo equino.[6]

—Me refiero a que es algo tradicional —bufó el archicanciller—. En la zona donde nací yo, había algunos vampiros muy respetables. Llevaban siglos en sus respectivas familias.

—Sí, pero beben sangre —insistió el filósofo equino—. Qué quieres que te diga, a mí eso no me parece lo que se dice muy respetable.

—He leído en alguna parte que, en realidad, no necesitan verdadera sangre —intervino el decano, deseoso de contribuir a la conversación—. Sólo necesitan algo que hay en la sangre. Los hemogoblins, creo que se llaman.

Los otros magos lo miraron.

El decano se encogió de hombros.

—A mí que me registren —insistió—. Hemogoblins. Lo ponía en un libro. Creo que es porque la gente tiene hierro en la sangre.

—Pues, por lo que a mí respecta, estoy seguro de que no tengo goblins de hierro en la sangre —replicó el filósofo equino con un gruñido.

—En cualquier caso, son mejores que los zombis —siguió el decano—. Los vampiros tienen más clase. No van por ahí todo el rato arrastrando los pies.

—¿De qué demonios habláis? —exigió saber el archicanciller.

—Me limitaba a señalar la similitud intrínseca entre dos tipos de…

—Cállate —ordenó el archicanciller, sin siquiera molestarse en enfadarse—. En mi opinión…, en mi opinión…, mirad, la muerte tiene que seguir como estaba, ¿no? La muerte tiene que suceder. Para eso existe la vida. Primero estás vivo, y luego estás muerto. Hay cosas que no deben cambiar nunca.

—Pero Él no vino a buscar a Windle —señaló el decano.

—Es algo que sucede constantemente —siguió Ridcully, haciendo caso omiso de su colega—. Todo muere siempre. Hasta las verduras.

—Es que no creo que la Muerte haya acudido jamás a buscar a una patata —titubeó el decano.

—La muerte llega para todo —insistió el archicanciller con firmeza.

Los magos asintieron. Aquello tenía lógica. Tras una larga pausa, el filósofo equino se rascó la mandíbula, pensativo.

—¿Sabéis una cosa? El otro día leí que todos los átomos de nuestro cuerpo cambian cada siete años. Te salen átomos nuevos y se te caen los viejos. Sucede constantemente. ¿No es una maravilla?

El filósofo equino era capaz de hacer con una conversación lo mismo que una melaza bastante espesa con la maquinaria precisa de un reloj.

—¿Sí? ¿Y qué pasa con los viejos? —preguntó Ridcully, interesado a su pesar.

—Ni idea. Supongo que se quedan flotando en el aire, hasta que se pegan a otra persona.

El archicanciller pareció ofenderse.

—¿Cómo? ¿Y eso les pasa hasta a los magos?

—Oh, sí, a todo el mundo. Es parte del milagro de la existencia.

—¿De veras? Pues a mí me parece muy poco higiénico —replicó Ridcully—. Oye, ¿y no hay manera de impedirlo?

—No, me parece que no —titubeó el filósofo equino—. Creo que no debemos ir por ahí impidiendo los milagros de la existencia.

—¡Pero es que eso significa que todo está hecho de otra cosa!-exclamó el archicanciller.

—Sí. ¿No es increíble?

—Es repugnante, verdaderamente repugnante —replicó Ridcully con tono seco—. Además, lo que quiero decir…, lo que quiero decir… —Hizo una pausa mientras intentaba recordar lo que quería decir—. Bueno, lo que quiero decir es que no se puede abolir la muerte. La muerte no puede morir. Es como pedirle a un escorpión que se clave su propio aguijón.

—Pues, de hecho —intervino el filósofo equino, siempre dispuesto a aportar un dato fidedigno—, la verdad es que a veces los escorpiones se…

—Cállate —dijo el archicanciller.

—¡Pero no podemos permitir que vaya por ahí un mago no-muerto! —protestó el decano—. No hay manera de saber qué le puede dar por hacer. Tenemos que…, tenemos que detenerlo. Por su propio bien.

—Ajos —se limitó a decir el filósofo equino—. A los no-muertos no les gusta el ajo.

—Los comprendo perfectamente, yo tampoco lo soporto —replicó el decano.

—¡No-muerto! ¡No-muerto! —chilló el tesorero.

Nadie le hizo caso.

—Sí, y también están los objetos sagrados —prosiguió el filósofo equino—. El no-muerto típico se convierte en polvo en cuanto los ve. Y tampoco les gusta la luz del sol. Además, en el peor de los casos, siempre queda la opción de enterrarlos en una encrucijada de caminos. Eso es para ir sobre seguro. Además, se les clava una estaca para que no se puedan levantar.

—Una estaca con ajo —apuntó el tesorero.

—Bueno, sí. Supongo que no pasa nada si se le pone ajo a la estaca —concedió el filósofo equino de mala gana.

—Me parece que las estacas no se comen, por mucho ajo que les pongas —protestó el decano.

—Depende de qué estacas —replicó alegremente el conferenciante de Runas Modernas.

—Cállate —dijo el archicanciller.

Plop.

Por fin, las bisagras de la alacena cedieron, y su contenido se desparramó por toda la habitación.

El sargento Colon, de la Guardia Nocturna de Ankh-Morpork, estaba de servicio. Vigilaba el Puente de Latón, el principal enlace entre las ciudades de Ankh y Morpork. Por si alguien intentaba robarlo.

En el tema de la prevención del crimen, el sargento Colon era un firme partidario de pensar a lo grande.

Según cierta escuela de pensamiento, la mejor manera de que un guardián de la ley consiga fama de astuto y eficaz en Ankh-Morpork es patrullar por todas las calles y callejones, sobornar a los informadores, seguir a los sospechosos y todas esas cosas.

El sargento Colon era una negación viviente de esta escuela de pensamiento en concreto. ¡No!, se apresuraría a replicar. Porque intentar que el índice de criminalidad en Ankh-Morpork fuera bajo, sería como intentar que fuera bajo el índice de salinidad en el agua del mar, y la única fama que podría conseguir un guardián de la ley astuto y eficaz sería de esa que hace exclamar a alguien: «¡Eh!, ese cadáver de la cuneta, ¿no es el del sargento Colon?». Porque, según él, hoy en día, el agente de la ley moderno, inteligente y previsor siempre debía mantenerse a un paso por delante del criminal. Un día u otro, alguien intentaría robar el Puente de Latón. Y, ese día, el sargento Colon estaría allí para impedirlo.

Entretanto, el lugar era un agradable refugio cuando el viento mordía. Se podía fumar un cigarrillo tranquilo y, probablemente, no ver nada inquietante.

Apoyó los codos en el parapeto, meditando vagamente acerca de la Vida.

Una figura se acercó tambaleándose entre la niebla. El sargento Colon reconoció la familiar silueta puntiaguda del sombrero de un mago.

—Buenas noches, agente —graznó la voz de su propietario.

—Buenos días, señor.

—¿Tendría la amabilidad de ayudarme a subir al parapeto, agente?

El sargento Colon titubeó, indeciso. Pero aquel tipo era un mago. Uno se podía meter en un buen lío si se negaba a ayudar a un mago.

—¿Está probando alguna magia nueva, señor? —preguntó con tono animado, al tiempo que colaboraba en la tarea de izar aquel cuerpo delgado, pero sorprendentemente pesado, hasta las inseguras piedras del parapeto.

—No.

Windle Poons saltó desde el puente. Se oyó un sonido de chapoteo casi sólido.[7]

El sargento Colon bajó la vista hacia las aguas del Ankh, que volvían a cerrarse lentamente.

Esos magos, siempre tramando cosas raras…

Aguardó un rato. Varios minutos más tarde, la basura y los cascotes junto a la base de uno de los pilares del puente empezaron a estremecerse, cerca de un tramo de maltrechos peldaños que descendían hacia el agua.

Apareció un sombrero puntiagudo.

El sargento Colon oyó cómo el mago subía lentamente por las escaleras, sin dejar de murmurar maldiciones entre dientes.

Windle Poons llegó de nuevo a la cima del puente. Estaba empapado.

—Será mejor que vaya a cambiarse de ropa, señor —le aconsejó el sargento Colon—. Si va por ahí así, puede coger un resfriado de muerte.

—¡Ja!

—Yo, en su lugar, me iría a poner los pies cerca de la chimenea.

—¡Ja!

El sargento Colon miró fijamente a Windle Poons, que empezaba a tener un charco privado bajo él.

—¿Estaba probando alguna magia submarina especial, señor?-aventuró.

—No exactamente, agente.

—Siempre he querido saber cómo se está bajo el agua, qué hay ahí, y todo eso —insistió el sargento Colon, tratando de hacerlo hablar—. Los misterios de las profundidades, criaturas extrañas y maravillosas… Cuando era pequeño, mi madre me contó un cuento sobre un niño que se transformó en sirena…, bueno, en sirena no, en sireno, y tuvo un montón de aventuras bajo el m…

Su voz se apagó bajo la mirada estremecedora de Windle Poons.

—Es muy aburrido —dijo Windle. Se dio media vuelta y se alejó con paso inseguro entre la niebla—. Muy, muy aburrido. No puede ser más aburrido.

El sargento Colon se quedó a solas de nuevo. Encendió un cigarrillo con manos temblorosas, y echó a andar apresuradamente hacia los cuarteles de la Guardia.

—Esa cara… —iba diciendo para sus adentros—. Y esos ojos…, esos ojos como…, como…, ¿cómo se llama el jodido enano ese que tiene la tienda de ultramarinos en la calle Cable?

—¡Sargento!

Colon se detuvo en seco. Luego, lentamente, se atrevió a bajar la vista. Un rostro lo miraba desde el nivel del suelo. Cuando consiguió recuperarse del susto, distinguió los rasgos afilados de Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo, el argumento andante y parlante del Mundodisco en favor de la teoría de que la humanidad desciende de alguna especie de roedores. Y.V.A.L.R. Escurridizo solía definirse a sí mismo como «aventurero comercial». Todos los demás lo definían como un buhonero itinerante, cuyos planes para conseguir dinero siempre fracasaban por culpa de algún detalle minúsculo pero vital, como por ejemplo intentar vender cosas que no eran suyas, o que no funcionaban, o que, en algunas ocasiones, ni siquiera existían. Todo el mundo sabe que el oro de los duendes y las hadas se evapora al amanecer, pero, comparado con algunas de las mercancías de Ruina, era una losa de cemento reforzado.

El vendedor se encontraba de pie junto a la base de unas escaleras que bajaban hacia uno de los innumerables sótanos y bodegas de Ankh-Morpork.

—Hola, Ruina.

—¿Te importa bajar un momento, Fred? Me vendría bien un poco de asesoramiento legal.

—¿Tienes algún problema?

Escurridizo se rascó la nariz.

—Bueno, Fred…, ¿es un crimen que te den algo? Sin que lo sepas, quiero decir.

—¿Es que alguien te ha dado algo, Ruina?

Ruina sacudió la cabeza.

—No lo sé. Sabes que guardo mercancías aquí abajo, ¿verdad?-dijo.

—Sí.

—Pues verás, esta noche he venido a recoger unas cuantas cosas, y… —Agitó una mano, incapaz de explicarse—. Bueno, echa un vistazo tú mismo.

Abrió la puerta de la habitación subterránea.

En la oscuridad, algo hizo plop.

Windle Poons se tambaleó sin rumbo fijo por un oscuro callejón de las Sombras, con los brazos extendidos ante él y las manos inertes, dobladas por las muñecas. No sabía por qué lo hacía. Sencillamente, le parecía la postura más apropiada dadas las circunstancias.

¿Y si se tiraba desde lo más alto de un edificio? No, eso tampoco serviría de nada. Tal y como estaba, ya le resultaba bastante difícil andar, no quería ni pensar cuánto le costaría con las dos piernas rotas. ¿Veneno? Imaginaba que sería como tener un espantoso dolor de estómago. ¿Ahorcarse? Quedarse colgado probablemente sería tan aburrido como estar sentado en el fondo del río.

Llegó a un patio nauseabundo, en el que confluían varios callejones. Las ratas huían espantadas a su paso. Un gato, con el lomo erizado, lanzó un maullido de pavor y escapó por los tejados.

Mientras se preguntaba dónde estaba, quién era y qué iba a pasarle a continuación, sintió la punta de un cuchillo apoyada contra su rabadilla.

—Venga, abuelo —dijo una voz a su espalda—. La bolsa o la vida.

En la oscuridad, en la boca de Windle se dibujó una espantosa sonrisa.

—No estoy de broma, viejo —insistió la voz.

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