El segador (Mundodisco, #11) – Terry Pratchett

—¿Estás no-muerto? —consiguió por fin exclamar el tesorero.

—No lo he escogido yo —replicó el difunto Windle Poons, en tono irritado, al tiempo que miraba la comida y se preguntaba cómo demonios se hacía para transformarla en Windle Poons—. Si he vuelto es porque no había otro sitio a donde ir. ¿Vosotros creéis que quería estar aquí?

—Pero ¿no llegó…? —empezó el archicanciller—. ¿No te fue a buscar…? Ya sabes, el tipo ese del cráneo y la guadaña…

—No se presentó —replicó Windle en tono cortante, inspeccionando los platos más cercanos—. Oye, esto de no-morir lo saca a uno de quicio.

Los magos se hicieron gestos frenéticos unos a otros por encima de la cabeza del anciano. Este alzó la vista y la clavó en ellos.

—Y no creáis que no veo todos esos gestos frenéticos —añadió. Se sorprendió al darse cuenta de que estaba diciendo la verdad. Sus ojos, que durante los últimos sesenta años habían visto a través de un velo blanquecino, borroso, funcionaban ahora como la más sofisticada maquinaria óptica.

En realidad, las mentes de los magos de la Universidad Invisible estaban completamente centradas en dos hilos de pensamiento.

Lo que la mayoría de ellos pensaba en aquel momento era: es terrible, ¿de verdad es éste el bueno de Windle?, era un abuelete encantador, ¿cómo nos podemos librar de él? ¿Cómo nos podemos librar de él?

Lo que Windle Poons pensaba, en la ajetreada sala de controles de su cerebro, era: Bueno, así que era verdad. Hay una vida después de la muerte. Y resulta que es la misma. Vaya suerte la mía.

—Bien —dijo en voz alta—, a ver, ¿qué pensáis hacer al respecto?

Habían pasado cinco minutos. Media docena de los magos más viejos caminaban apresuradamente por los pasillos llenos de corrientes, pisándole los talones al archicanciller, cuya túnica ondeaba tras él.

La conversación se desarrollaba de la siguiente manera:

—¡Tiene que ser Windle! ¡Si hasta habla como él!

—¡No es el viejo Windle! ¡El viejo Windle era mucho más viejo!

—¿Más viejo? ¿Más viejo que muerto?

—Dice que quiere volver a su antiguo dormitorio, y no entiendo por qué tengo que trasladarme…

—¿Le habéis visto los ojos? ¡Eran como taladros!

—¿Eh? ¿Qué quieres decir? ¿Te refieres a Tal’Adr, el enano ése que tiene la tienda de ultramarinos en la calle Cable?

—¡Me refiero al cacharro ése que te hace un agujero!

—… por la ventana se ven los jardines, es muy bonito, y ya he trasladado todas mis cosas, no es justo…

—¿Había sucedido esto en alguna ocasión?

—Bueno, con el viejo Teatar…

—Sí, pero él no estaba muerto de verdad, lo que pasó fue que se puso pintura verde en la cara, abrió de golpe la tapa del ataúd y gritó: «¡Sorpresa, sorpresa!».

—Nunca habíamos tenido un zombi en la Universidad.

—¿Es un zombi?

—Creo que sí…

—Entonces, ¿se pasará la noche agitando cacharros de cocina, y bailando por los pasillos?

—¿Eso hacen los zombis?

—No creo que sea el estilo del bueno de Windle. Cuando estaba vivo, no era muy propenso a bailar…

—Bueno, el caso es que no se puede confiar en esos dioses vudú. Es mi lema, no confíes en un dios que sonríe todo el rato y lleva sombrero de copa.

—…y un cuerno, no pienso cederle mi dormitorio a un zombi, llevo años esperando a…

—¿De verdad? Es un lema muy raro.

Windle Poons volvió a dar un paseo por el interior de su cabeza.

Qué cosa tan extraña. Ahora que estaba muerto, o al menos ya no vivo, o como quiera que estuviese, tenía la mente más clara que nunca.

Y el asunto del control era cada vez más sencillo. Casi no tenía que ocuparse del aparato respiratorio, el plexo solar parecía funcionar a su manera y sus sentidos estaban trabajando a pleno rendimiento. Aunque el sistema digestivo seguía siendo un misterio.

Se miró en un espejo de plata.

Aún parecía muerto. Rostro blanquecino, un tono rojizo bajo los ojos… Un cuerpo muerto. Funcionaba, pero, en esencia, estaba muerto. ¿Era eso justo? ¿Dónde estaba la justicia? ¿Así se le recompensaba por ser un convencido creyente en la reencarnación durante casi ciento treinta años? ¿Reencarnándose en un cadáver?

No era de extrañar que los no-muertos fueran por lo general criaturas muy furiosas.

Si se contemplaba el asunto a largo plazo, iba a suceder algo maravilloso.

Pero, si se consideraba el asunto a corto o medio plazo, iba a suceder algo horrible.

Es como la diferencia entre ver una hermosa estrella nueva en el cielo invernal y estar cerca de una supernova. Es como la diferencia entre la belleza del rocío matutino en una telaraña y ser una mosca.

Era algo que, en circunstancias normales, no habría sucedido hasta dentro de mil años.

Era algo que iba a suceder ahora. Era algo que iba a suceder en el fondo de una alacena casi olvidada, en un ruinoso sótano de las Sombras, la zona más antigua y peligrosa de Ankh-Morpork.

Plop.

Fue un sonido tan suave como la primera gota de lluvia sobre un siglo de polvo.

—Por ejemplo, podríamos hacer que un gato negro caminara sobre su ataúd.

—¡Pero si ni siquiera tiene ataúd! —aulló con voz chillona el tesorero, cuya cordura siempre había sido bastante titubeante.

—Bueno, de acuerdo, pues le compraremos un bonito ataúd nuevo y luego haremos que un gato negro camine sobre él, ¿de acuerdo?

—No, eso es una estupidez. Lo que tenemos que hacer es obligarlo a atravesar agua corriendo.

—¿Qué?

—Que lo obliguemos a atravesar agua corriendo. Los no-muertos son incapaces.

Los magos, que se habían congregado en el despacho del archicanciller, dedicaron a esta afirmación toda su atención fascinada.

—¿Estás seguro? —se sorprendió el decano.

—Eso lo sabe cualquiera —asintió el conferenciante de runas modernas.

—Pues, cuando estaba vivo, Windle no tenía ningún problema para atravesar agua —señaló el decano con voz dubitativa.

—Pero ahora que está muerto, no podrá.

—¿De verdad? Bueno, parece lógico.

—Agua corriente —añadió de pronto el conferenciante de Runas Modernas—. Es el agua corriente lo que no pueden atravesar. Ahora me acuerdo.

—La verdad es que yo tampoco puedo cruzar el agua corriendo —señaló el decano.

—¡No-muerto! ¡No-muerto!

El tesorero estaba perdiendo los últimos vestigios de autocontrol.

—Venga, dejad de tomarle el pelo —dijo el conferenciante al tiempo que daba unas palmaditas en la temblorosa espalda de su colega.

—No puedo, lo digo en serio —insistió el decano—. Me hundo, seguro.

—Los no-muertos no pueden cruzar el agua corriente ni siquiera por un puente.

—Y es el único, eh, eh? ¿O vamos a tener una plaga, eh? —intervino el conferenciante.

El archicanciller tamborileó con los dedos sobre el escritorio.

—Es muy poco higiénico que los muertos vayan andando por ahí —dijo.

Esto los dejó callados a todos. Nadie se había parado a contemplar el asunto desde aquella perspectiva, pero Mustrum Ridcully era el tipo de persona que lo haría.

Mustrum Ridcully era el peor o el mejor archicanciller que había tenido la Universidad Invisible en cientos de años. Todo dependía del punto de vista.

Para empezar, había demasiado archicanciller. No se trataba de que fuera especialmente corpulento. Simplemente, tenía una de esas personalidades inmensas, apabullantes, que ocupan todo el espacio disponible. Se solía emborrachar escandalosamente durante la comida, cosa que era un comportamiento perfectamente aceptable para los estándares de los magos. Pero luego volvía a su habitación y se pasaba la noche jugando a los dardos, y se marchaba a las cinco de la madrugada para cazar patos. Gritaba a la gente. Intentaba que todos se comportaran con jovialidad. Y casi nunca se ponía túnicas como debe ser. Había convencido a la señora Whitlow, la temible ama de llaves de la Universidad, para que le hiciera un traje con pantalones amplios, en llamativos colores rojo y azul: dos veces al día, los magos lo observaban perplejos mientras corría resueltamente por los terrenos de la Universidad, con el sombrero puntiagudo firmemente atado a la cabeza con un trozo de cordel. Les gritaba alegremente, porque, en lo más profundo de la gente como Mustrum Ridcully subyace una creencia férrea en el hecho de que a todo el mundo le gustaría hacer lo mismo si lo probaran.

—A lo mejor se muere —se decían unos a otros esperanzados, mientras lo veían tratar de romper la costra de hielo del río Ankh para darse un chapuzón matutino—. Todo ese ejercicio saludable no puede ser bueno para él.

En la Universidad se filtraron algunas historias. El archicanciller había peleado dos asaltos con los puños desnudos contra Detritus, el corpulento troll que trabajaba en el Tambor Remendado. El Archicanciller, por una apuesta, había practicado la lucha libre a brazo partido con el bibliotecario; y, aunque por supuesto no había ganado, aún conservaba el brazo. El archicanciller quería que la Universidad tuviera su propio equipo de fútbol para el gran torneo de la ciudad, que se celebraba el Día de la Vigilia de los Puercos.

Desde el punto de vista intelectual, Ridcully mantenía su posición por dos motivos fundamentales. El primero era que nunca, jamás, cambiaba de opinión acerca de nada. El segundo era que tardaba varios minutos en comprender cualquier idea nueva que se le intentara transmitir. Esto es una cualidad muy importante en cualquier líder, porque si alguien sigue intentando explicarte algo después de dos minutos, es que probablemente se trata de un asunto importante. En cambio, si se han rendido tras cosa de un minuto, casi con toda seguridad era algo con lo que no tenían por qué haberte molestado desde un principio.

En resumen, daba la sensación de que en Mustrum Ridcully había más de lo que puede caber por lógica dentro de un cuerpo.

Plop. Plop.

En la oscura alacena del sótano, ya había todo un estante lleno.

En cambio, en Windle Poons había exactamente todo lo que por lógica puede caber dentro de un cuerpo, y él maniobraba con cautela ese cuerpo por los pasillos.

Esto no me lo esperaba, iba pensando. Esto no me lo merezco. Aquí ha habido un error.

Sintió una brisa fresca en el rostro, y comprendió que había salido al aire libre. Ante él se alzaban las puertas de la verja de la Universidad, cerradas a cal y canto.

De pronto, Windle Poons sintió un agudo ataque de claustrofobia. Había aguardado durante años el momento de su muerte y, ahora que estaba muerto, se encontraba encerrado en aquel…, en aquel mausoleo lleno de ancianos idiotas, cuando lo que él había esperado era pasarse muerto el resto de su vida. Pues bueno, lo primero que pensaba hacer era salir de allí y acabar debidamente consigo mismo.

—Buenas noches, señor Poons.

Se dio la vuelta muy, muy despacio, y vio la figura menuda de Modo, el enano que trabajaba como jardinero de la Universidad. Estaba sentado a la luz del ocaso, fumando su pipa.

—Ah, hola, Modo.

—Me dijeron que estaba muerto, señor Poons.

—Eh…, bueno, sí, lo estaba.

—Ya veo que se le ha pasado.

Poons asintió, mientras contemplaba con gesto lúgubre los muros de la Universidad. Las puertas siempre se cerraban en cuanto se ponía el sol, obligando así tanto a estudiantes como a profesores a trepar por los muros. Windle Poons no se veía muy capaz de hacerlo.

Abrió y cerró los puños. Oh, bueno…

—¿No hay ninguna otra puerta para salir, Modo? —preguntó.

—No, señor Poons.

—¿Qué te parece si hacemos una?

—¿Cómo dice, señor Poons?

Se oyó el estrépito de la piedra torturada. En la pared, quedó un agujero cuya forma recordaba vagamente a la de Poons. La mano de Windle se extendió para recoger su sombrero puntiagudo. Modo volvió a encender su pipa. Pensó que, en aquel trabajo, se veían muchas cosas interesantes.

En un callejón, momentáneamente oculto de las miradas de los transeúntes, alguien llamado Reg Shoe, que estaba muerto, miró a derecha e izquierda, se sacó del bolsillo una brocha y una lata de pintura y trazó en la pared las siguientes palabras:

¡MUERTOS, PERO PRESENTES!

…y echó a correr, o al menos se fue tambaleándose a gran velocidad.

El archicanciller abrió una ventana al paisaje nocturno.

—Escuchad —dijo.

Los magos escucharon.

Un perro ladró. En algún lugar de la ciudad, un ladrón silbó y recibió un silbido de respuesta desde un tejado próximo. A lo lejos, una pareja estaba teniendo una de esas peleas que hacen que, en la mayoría de las calles circundantes, se abran las ventanas y la gente escuche para tomar notas. Pero éstas eran sólo las melodías principales en el continuo zumbar y chirriar de la ciudad. Ankh-Morpork ronroneaba a través de la noche, en dirección al amanecer, como un gigantesco ser vivo. Aunque, por supuesto, esto no era más que una metáfora.

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