El segador (Mundodisco, #11) – Terry Pratchett

—Siempre es agradable ver a la gente mayor divirtiéndose —señaló la señorita Flitworth.

La Muerte miró a los comensales. La mayor parte de ellos eran más jóvenes que la señorita Flitworth.

Se oyeron unas risitas procedentes de algún lugar en la aromática oscuridad, más allá de la hoguera.

—Y a los jóvenes —añadió la señorita Flitworth, ecuánime—. Teníamos un dicho relativo a esta época del año. A ver…, era algo así como… «El maíz cortado, las nueces maduras, las faldas arriba…». Y no sé qué más. —Suspiró—. El tiempo vuela, ¿eh?

SÍ.

—¿Sabe una cosa, Bill Puerta?, a lo mejor tenía usted razón en eso del pensar con optimismo. Esta noche me encuentro mucho mejor.

¿SÍ?

La señorita Flitworth contempló la pista de baile con gesto especulativo.

—Cuando era jovencita, bailaba muy bien. Podía bailar hasta tumbar a cualquiera. Durante toda la noche. Hasta que salía el sol.

Alzó los brazos y se quitó las gomas que le sujetaban el pelo en un moño prieto. Sacudió la cabeza para que le cayera sobre los hombros en una cascada blanca.

—Supongo que sabrá usted bailar, Bill Puerta.

DE MARAVILLA, SEÑORITA FLITWORTH.

Bajo el toldo de la orquesta, el primer violín hizo un gesto a sus compañeros músicos, se puso el violín bajo la barbilla y dio unos golpes a los tablones con el pie…

—¡Uuuno! ¡Dooos! ¡Uuun, dooos, tres, cuatro…!

Imaginad un paisaje, con la luz anaranjada de la luna creciente deslizándose por el cielo. Y, abajo, el círculo de luz de una hoguera en la noche.

Sonaron las antiguas melodías conocidas por todo el mundo, los bailes de plaza, las aspas de danzarines, las espirales, movimientos complejos que, si los bailarines hubieran llevado luces, habrían dibujado diagramas intrincados, más allá de la física corriente. Eran el tipo de bailes que hacen gritar cosas extrañas a la gente, sin que luego nadie se sienta en absoluto avergonzado hasta que pasa mucho tiempo.

Cuando hubieron retirado las bajas, los supervivientes se dedicaron a la polka, la mazurka, el foxtrot, el foxgalope y toda una serie de pasos del caballo. Después pasaron a los bailes en que parte de la gente forma un arco y la otra parte danza bajo él (por cierto, es un baile basado en el recuerdo popular de las ejecuciones). Hubo otras danzas, en las que la gente forma un círculo. Estas por lo general se basan en el recuerdo popular de las plagas.

A lo largo de todo aquello, dos figuras bailaron como si no existiera el mañana.

El primer violín tenía la remota conciencia de que, cada vez que se detenía para tomar aliento, una de las figuras se acercaba a él sin dejar de bailar, y le susurraba junto al oído:

CONTINUARÁS, TE LO ASEGURO.

Cuando se detuvo la segunda vez, un diamante tan grande como su puño cayó sobre los tablones junto a él. Otra figura más menuda se apartó del grupo sin dejar de bailar, y le susurró:

—Si no sigues tocando, William Spigot, me encargaré personalmente de que tu vida sea un tormento.

Y regresó a la marea de cuerpos.

El violinista recogió el diamante. Habría servido para pagar el rescate de cinco reyes, de cinco reyes cualesquiera. Se apresuró a ocultarlo con un pie.

—Más energía para tu codo, ¿eh? —dijo el que tocaba el tambor, sonriendo.

—¡Cállate y toca!

Se dio cuenta de que en la punta de sus dedos aparecían melodías que su cerebro nunca había conocido. El tamborilero y el flautista tenían la misma sensación. La música les llegaba de fuera, de alguna parte. No eran ellos los que la tocaban. La música los tocaba a ellos.

ES HORA DE QUE COMIENCE UN NUEVO BAILE.

—Duuurrr ump-da-dum-dum —tarareó el violinista.

El sudor le corría hasta la barbilla. Se vio lanzado a una melodía diferente.

Los bailarines se detuvieron un instante, sin saber muy bien qué pasos debían realizar. Pero una de las parejas se movió con seguridad entre la gente, en un movimiento depredador, con los brazos estirados como el de un galeón asesino. Al llegar al final de la pista, se dieron la vuelta en un revolotear de miembros que pareció desafiar las leyes normales de la anatomía, y emprendieron un avance angular por entre la gente.

—¿Cómo se llama esto?

TANGO.

—¿Y no es ilegal?

CREO QUE NO.

—Sorprendente.

La música cambió.

—¡Esto lo conozco! ¡El baile de las corridas de toros de Quirmish! ¡Ole!

¿«CON LECHE»?

De pronto, un retumbar de sonidos huecos acompañó a la música en su ritmo.

—¿Quién está tocando las maracas?

La Muerte sonrió.

¿MARACAS? YO NO NECESITO… MARACAS.

Y entonces, llegó el ahora. La luna era un fantasma de sí misma cerca del horizonte. En el otro estaba el brillo lejano del día que se aproximaba. Dejaron la pista de baile. Fuera lo que fuera lo que había estado impulsando a la orquesta durante toda la noche, se fue desvaneciendo lentamente, los músicos se miraron unos a otros. Spigot, el violinista, bajó la vista hacia la gema. Todavía la tenía allí.

El tamborilero se masajeó las muñecas para recuperar la circulación de la sangre. Spigot, impotente, miró a los agotados bailarines.

—Bueno… —dijo. Y alzó el violín una vez más.

La señorita Flitworth y su acompañante escucharon de entre la neblina que se deslizaba sobre los prados, a la luz del amanecer. La Muerte reconoció el ritmo lento, insistente. Le hizo pensar en figuritas de madera, que giraban a través del tiempo hasta que se acababa la cuerda.

ÉSE NO LO CONOZCO.

—Es el último vals.

NO CREO QUE EXISTA ESO.

—¿Sabe? —dijo la señorita Flitworth—, llevo toda la noche preguntándome cómo va a suceder. Cómo lo va a hacer usted. Quiero decir, la gente se tiene que morir de algo, ¿no? Pensé que a lo mejor era de agotamiento, pero en mi vida me había encontrado mejor. Me lo he pasado de maravilla, y ni siquiera tengo la respiración acelerada. Ha sido una auténtica delicia, Bill Puerta, y yo…

Se detuvo.

—Yo no estoy respirando, verdad.

No era una pregunta. La mujer alzó una mano, se la puso ante la cara y sopló.

NO.

—Ah, ya. En mi vida me había encontrado mejor…, ¡ja! Bueno…, ¿y cuándo fue?

¿SE ACUERDA CUANDO ME VIO? ME DIJO QUE LE HABÍA DADO UN BUEN SUSTO…

—¿Sí?

LE DI UN SUSTO DE MUERTE.

La señorita Flitworth no pareció oírle. Seguía moviendo la mano ante su rostro, como si se la estuviera viendo por primera vez.

—Veo que ha hecho usted unos cuantos cambios, Bill Puerta —dijo.

NO. ES LA VIDA LA QUE HACE MUCHOS CAMBIOS.

—Es que parezco joven.

A ESO ME REFERÍA.

Chasqueó los dedos. Binky dejó de pastar junto al seto, y trotó hacia ellos. La señorita Flitworth suspiró.

—A veces he pensado…, a menudo he pensado que todo el mundo tenía una especie de edad natural. Hay niños de diez años que se comportan como si tuvieran treinta y cinco. Hay gente que nace ya en la edad madura. Es bonito pensar que siempre he tenido… —Bajó la vista para examinarse—. Oh, pongamos dieciocho años. Toda mi vida. Por dentro.

La Muerte no dijo nada. La ayudó a subir al caballo.

—Cuando se ve lo que hace la vida con la gente, usted no parece tan malo —siguió ella, nerviosa.

La Muerte chasqueó los dientes. Binky echó a andar.

—¿Nunca ha visto a la Vida?

LA VERDAD ES QUE NO.

—Debe de ser una cosa grande, blanca, chispeante. Como una tormenta eléctrica con faldas —sugirió la señorita Flitworth.

NO ME PARECE PROBABLE.

Binky ascendió hacia el cielo de la mañana.

—En fin…, muerte a todos los tiranos —sonrió la señorita Flitworth.

SÍ.

—¿Adónde vamos?

Binky había emprendido el galope, pero el paisaje bajo ellos no se movía.

—Tiene usted un caballo precioso —añadió la señorita Flitworth con voz temblorosa.

SÍ.

—Pero ¿qué hace?

COGER VELOCIDAD.

—¡Si no nos move…!

Desaparecieron.

Reaparecieron.

El paisaje era de nieve y hielo verde entre montañas escarpadas. No eran montañas viejas, erosionadas por el tiempo y por el clima, con suaves laderas nevadas. Eran montañas jóvenes, ceñudas, adolescentes. Ocultaban precipicios secretos y despeñaderos despiadados. Un gritito tirolés fuera de lugar no atraería sólo los ecos alegres de las cabras extraviadas, sino también cincuenta toneladas de nieve por paquete expreso.

El caballo aterrizó en un banco de nieve que, por su apariencia, no debería haber sido capaz de soportar ni una fracción de su peso. La Muerte desmontó y ayudó a bajar a la señorita Flitworth. Echaron a andar sobre la nieve, hasta un sendero cubierto de lodo que se enroscaba a la ladera de la montaña.

—¿Por qué estamos aquí? —preguntó el espíritu de la señorita Flitworth.

NUNCA ME DEDICO A ESPECULAR SOBRE ASUNTOS CÓSMICOS.

—Me refiero a por qué estamos en esta montaña. En esta geografía —le explicó ella con paciencia.

ESTO NO ES GEOGRAFÍA

—¿Y qué es?

HISTORIA.

Doblaron una curva del sendero. Allí había un poni. Estaba cargado de sacos, y se estaba comiendo un arbusto. El sendero terminaba en un muro de nieve sospechosamente limpia.

La Muerte se sacó un reloj de arena de entre los pliegues de la túnica.

AHORA —dijo.

Y entró en la nieve.

Ella lo miró un instante, y se preguntó si también sería capaz de hacer lo mismo. La solidez era un vicio, y costaba mucho dejarlo.

Pero, de pronto, no necesitó hacerlo.

Alguien salió.

La Muerte ajustó las riendas de Binky, y montó. Se detuvo un instante para observar a las dos figuras que se alzaban junto a la avalancha. Se iban esfumando, ya eran casi invisibles, sus voces eran casi tan inaudibles como el aire.

—Y todo lo que me dijo el tipo fue «ALLÁ DONDE VAYÁIS, IRÉIS JUNTOS». Yo le pregunté, ¿adonde? Y él me dijo que no tenía ni idea. ¿Qué ha pasado?

—Rufus…, esto te va a resultar difícil de creer, mi amor…

—¿Y quién era ese enmascarado?

Los dos miraron a su alrededor.

Allí no había nadie.

En el pueblo de las Montañas del Carnero, donde saben de verdad bailar el Morris, sólo lo bailan una vez, al amanecer, el primer día de la primavera. Luego no lo vuelven a bailar en todo el verano. Total, ¿para qué? ¿De qué iba a servir?

Pero en cierto día, cuando las noches se acercan, los bailarines salen de trabajar más temprano y sacan de los desvanes y los baúles el otro traje, el negro, y las otras campanillas. Se dirigen hacia un valle por caminos separados, entre los árboles sin hojas. No hablan. No hay música. Resulta difícil imaginar qué clase de música sería si la hubiera.

Las campanillas no suenan. Están hechas de octihierro, un metal mágico. Pero no son precisamente campanillas silenciosas. El silencio no es más que la ausencia de ruido. Estas campanas emiten lo contrario del ruido, una especie de silencio pesado.

Y, en la fría tarde, mientras la luz se retira del cielo, entre las hojas heladas y el aire húmedo, bailan el otro Morris. Por el equilibrio de las cosas.

Dicen que hay que bailar los dos. Si no, no se puede bailar ninguno.

Windle Poons echó a andar distraídamente sobre el Puente de Latón. En Ankh-Morpork, era esa hora del día en que los habitantes de la noche se iban a la cama, y los habitantes del día empezaban a despertar. Para variar, no se veía a muchos, ni de unos ni de otros.

Windle se había sentido impulsado a ir allí, a aquel lugar, aquella noche, en aquel momento. No era exactamente la misma sensación que percibió cuando supo que iba a morir. Era más bien la percepción de que una rueda dentada encaja en el reloj…, de que las cosas giran, los muelles se tensan, y ahí es donde debes estar…

Se detuvo, y se inclinó sobre la baranda. El agua oscura, o en su defecto el lodo fluido, lamía los pilares de piedra. Había una vieja leyenda…, ¿cómo era? Si tirabas una moneda al Ankh desde el Puente de Latón, tarde o temprano volverías. ¿O era si te tirabas tú al Ankh? Seguramente lo primero. La mayor parte de los ciudadanos, si tiraban una moneda al río, volverían casi con toda seguridad, aunque sólo fuera para buscar la moneda.

Una figura salió de entre la niebla. El mago se puso tenso.

—Buenos días, señor Poons.

Windle se permitió relajarse un poco.

—Ah, hola, sargento Colon. Creía que era otro.

—No, señor, soy yo —dijo el guardia alegremente—. Siempre vuelvo, como la mala moneda.

—Veo que ha transcurrido otra noche sin que nadie intente robar el puente, sargento. Bien hecho.

—Toda precaución es poca, es lo que siempre digo yo.

—Estoy seguro de que los ciudadanos pueden dormir tranquilos, cada uno en cama ajena, sabiendo que nadie se llevará este puente de cinco mil toneladas durante la noche —señaló Windle.

A diferencia de Modo el enano, el sargento Colon sí conocía el significado de la palabra ironía. Pensaba que tenía algo que ver con las recetas médicas. Dirigió a Windle una sonrisa respetuosa.

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