El segador (Mundodisco, #11) – Terry Pratchett

¿DIAMANTES? OH. DIAMANTES. ¿NADA MÁS?

Brillaban como fragmentos de luz de estrellas sobre el terciopelo negro del cielo.

—Éste —dijo el vendedor— es un ejemplar excelente, ¿no le parece? Fíjese en el fuego, en el excepcional…

¿ES AMISTOSO?

El vendedor titubeó. Él entendía de «quilates», de «brillo adamantino», de «aguas», de «tallas», y de «fuego», pero nunca se le había pedido que juzgara las gemas en términos de afabilidad.

—¿Bastante simpático? —aventuró.

NO.

Los dedos del vendedor eligieron otro trozo de luz congelada.

—Éste —dijo, con voz que volvía a ser segura— viene de las famosas minas de Cañascortas. Fíjese bien en la exquisitez de…

Se dio cuenta de que una mirada penetrante le estaba taladrando la nuca.

—Pero, he de reconocerlo, nunca ha sido considerado muy amistoso —terminó con poca convicción.

El sombrío cliente examinó el establecimiento con gesto de desaprobación. En la penumbra, tras barrotes a prueba de Trolls, las gemas brillaban como los ojos de los dragones en el fondo de una cueva.

¿ALGUNO DE ÉSTOS ES AMISTOSO? —preguntó.

—Señor, puedo asegurarle sin dudarlo ni un momento que nunca hemos basado nuestra política de adquisiciones en la amistosidad de las piedras con que tratamos —le informó el vendedor.

Estaba incómodo, se daba cuenta de que algo iba muy mal, y de que él sabía en lo más profundo de su mente qué era lo que no encajaba, pero que su mente no iba a permitirle bajo ningún concepto que lo supiera. Y aquello le estaba poniendo los nervios de punta.

¿DÓNDE ESTÁ EL DIAMANTE MÁS GRANDE DEL MUNDO?

—¿El más grande? Eso es fácil. Es la Lágrima de Offler, y se encuentra en el santuario interior del Enjoyado Templo Maldito Perdido de Offler el Dios Cocodrilo, en lo más profundo de las selvas de Howandalandia. Pesa ochocientos cincuenta quilates y, señor, adelantándome a su próxima pregunta, le garantizo que yo, personalmente, me iría a la cama con él.

Una de las grandes ventajas de trabajar como sacerdote en el Enjoyado Templo Maldito Perdido de Offler el Dios Cocodrilo era que uno volvía a casa temprano la mayor parte de las tardes. Esto se debía sobre todo a que era un templo perdido. La mayor parte de los fieles nunca encontraban el camino. Y ésos eran los afortunados.

Por tradición, sólo había dos personas que tuvieran acceso al santuario interior. Eran el Sumo Sacerdote y el otro sacerdote, el que no era sumo.

Llevaban allí muchos años, y se turnaban en el puesto del sumo. Era un trabajo con pocas exigencias, ya que la mayor parte de los fíeles en potencia acababan empalados, aplastados, envenenados o triturados por las trampas automáticas, antes de que consiguieran siquiera acercarse a la cajita con el dibujo de un termómetro que había en la sacristía.[26]

Estaban jugando al Porque junto al altar principal, a la sombra misma de la estatua cubierta de Gemas de Offler En Persona, cuando oyeron el crujido lejano de la puerta de entrada.

El Sumo Sacerdote ni siquiera se molestó en levantar la vista.

—Vaya —dijo—. Ahí viene otro candidato para la gran piedra rodante.

Se oyó un golpe terrible, el sonido de algo rodando y un chirrido contra el suelo. Al final, otro golpe.

—Ya está —siguió el Sumo Sacerdote—. Bueno, ¿cómo iban las apuestas?

—Dos guijarros —le informó el sacerdote no sumo.

—Bieeen.

—El Sumo Sacerdote examinó sus cartas—. Vale, veo tus dos guij…

Oyeron el sonido tenue de unas pisadas.

—Aquel tipo del látigo, el de la semana pasada, llegó hasta la estaca gigante —dijo el sacerdote no sumo.

Se escuchó un sonido como el que habría podido emitir la cisterna de un retrete muy viejo. El ruido de las pisadas se interrumpió. El Sumo Sacerdote sonrió.

—Bieeen —dijo—. Veo tus dos guijarros y apuesto otros dos más.

El sacerdote no sumo mostró sus cartas.

—Doble Porque —dijo.

El Sumo Sacerdote las examinó con desconfianza. El sacerdote no sumo consultó un trozo de papel.

—Ahora ya me debes trescientos mil novecientos sesenta y cuatro guijarros —le informó.

Se oyó el sonido de unas pisadas. Los sacerdotes se miraron.

—Hacía tiempo que no llegaba ninguno al pasillo de los dardos envenenados —señaló el Sumo Sacerdote.

—Van cinco a que lo consigue.

—Hecho. Oyeron el débil tintineo de las puntas metálicas chocando contra la piedra.

—Casi me da vergüenza quedarme con tus guijarros.

Se oyeron de nuevo las pisadas.

—Muy bien, pero aún queda… —Un crujido, un chapuzón en el agua— Queda el tanque de los cocodrilos.

Se oyeron pisadas.

—Nadie ha pasado nunca del temible guardián de los portales…

Los sacerdotes se miraron, espantados.

—Oye —dijo el que no era sumo con un hilo de voz—, no creerás que es…

—¿Aquí? Anda ya. Estamos en medio de una selva, no te olvides. —El Sumo Sacerdote trató de esbozar una sonrisa—. No hay manera de que…

Las pisadas se acercaron más.

Los sacerdotes se aferraron el uno al otro, en el paroxismo del terror.

—¡La señora Cake!

Las puertas explotaron hacia dentro. Un viento sombrío azotó la habitación, apagando las velas y dispersando las cartas como si fueran copos de nieve moteados.

Los sacerdotes oyeron el tintineo de un diamante muy grande al ser extraído de su órbita ocular.

GRACIAS.

Un rato más tarde, cuando les pareció que ya no iba a suceder nada más, el sacerdote que no era sumo buscó a tientas una caja de yescas y, tras varios intentos fallidos, consiguió encender una vela.

Los dos sacerdotes alzaron la vista entre las sombras, hacia la estatua. Un agujero negro se abría donde antes había habido un diamante muy grande.

Pasaron unos momentos más. Luego el Sumo Sacerdote suspiró.

—Bueno, míralo por el lado bueno. Aparte de nosotros, ¿quién lo va a saber?

—Claro. No se me había ocurrido. Oye, ¿me dejas ser Sumo Sacerdote mañana?

—No te toca hasta el jueves.

—Anda…

El Sumo Sacerdote se encogió de hombros y se quitó el sombrero de Sumo Sacerdote.

—La verdad, esto me deprime —dijo, mirando de soslayo la desvalijada estatua—. Hay gente que no sabe comportarse en un templo.

La Muerte cruzó el mundo y aterrizó una vez más en el patio de la granja. El sol brillaba en el horizonte cuando llamó a la puerta de la cocina.

La señorita Flitworth le abrió, secándose las manos con el delantal.

Entrecerró los ojos miopes para ver al visitante, y luego dio un paso hacia atrás.

—¿Bill Puerta? Me ha dado un buen susto…

LE HE TRAÍDO UNAS FLORES.

Ella contempló los tallos secos, muertos.

Y TAMBIÉN UN SURTIDO DE BOMBONES, DE LOS QUE LES GUSTAN A LAS DAMAS.

La mujer miró la caja negra.

Y AQUÍ TIENE UN DIAMANTE PARA QUE SE HAGA AMIGO SUYO.

La piedra brillaba con los últimos rayos del sol. Por fin, la señorita Flitworth consiguió recuperar la voz.

—Bill Puerta, ¿qué demonios pretende?

QUIERO LLEVARLA LEJOS DE TODO ESTO.

—¿Sí? ¿Adónde?

La Muerte no había hecho tantos planes.

¿ADÓNDE QUIERE IR?

—Esta noche no pienso ir a ningún sitio más que al baile —replicó la señorita Flitworth con firmeza.

Desde luego, aquello tampoco entraba en los planes de la Muerte.

¿QUÉ BAILE ES ÉSE?

—El baile de la cosecha, ya sabe. Es la tradición. Se celebra cuando ya se ha recogido la cosecha, es una fiesta de acción de gracias.

¿DE GRACIAS A QUIÉN?

—Ni idea. A nadie en concreto, supongo. Debe de ser un agradecimiento en general.

HABÍA PENSADO EN LLEVARLA A VER MARAVILLAS. LAS MEJORES CIUDADES. LO QUE USTED QUISIERA.

—¿Lo que yo quisiera?

SÍ.

—Entonces, Bill Puerta, iremos al baile. Voy todos los años. La gente espera verme. Ya sabe.

SÍ, SEÑORITA FLITWORTH.

Extendió el brazo y le tocó la mano.

—¿Cómo? ¿Ya? Aún no estoy preparada…

MIRE.

La anciana contempló lo que llevaba puesto de repente.

—Este vestido no es mío. Es todo brillante.

La Muerte suspiró. Los grandes amantes a lo largo de la historia, nunca se habían tropezado con la señorita Flitworth. Incluso el mismísimo Enano Casavieja habría renunciado a su escalera.

SON DIAMANTES. EL RESCATE DE UN REY EN DIAMANTES.

—¿De qué rey?

DE CUALQUIER REY.

—Bah.

Binky trotaba con tranquilidad por el camino que llevaba al pueblo. Tras las distancias del infinito, era un alivio encontrarse en un simple sendero polvoriento.

Sentada de lado tras la Muerte, la señorita Flitworth exploraba los crujientes contenidos de la caja de Hechizos Oscuros.

—Vaya —refunfuñó—, alguien se ha comido todas las trufas de ron. —Se oyó el crujido de más papel—. Y también las de la segunda capa. Me molesta muchísimo que la gente empiece a comerse los bombones de la segunda capa antes de que se acaben los de la primera. Sé que había trufas de ron porque lo pone en la cara de dentro de la tapa. A ver, ¿ha sido usted, Bill Puerta?

LO SIENTO, SEÑORITA FLITWORTH.

—Este diamante grande es un poco pesado. Aunque es bonito —añadió, rezongante—. ¿De dónde lo ha sacado?

DE ALGUIEN QUE PENSABA QUE ERA LA LÁGRIMA DE UN DIOS.

—¿Es la lágrima de un dios?

NO. LOS DIOSES NUNCA LLORAN. NO ES MÁS QUE UN TROZO DE CARBÓN QUE HA SIDO SOMETIDO A UNA GRAN PRESIÓN Y ALTAS TEMPERATURAS.

—Dentro de cada pedazo de carbón hay un diamante escondido, ¿no?

ASÍ ES, SEÑORITA FLITWORTH.

Durante un rato no se oyó más sonido que el de los cascos de Binky.

—Sé lo que está pasando —dijo al final la señorita Flitworth, no sin cierta malicia— Vi cuánta arena. Así que usted ha pensado: «No es mala persona, la vieja, haré que se lo pase bien unas horas y, cuando menos se los espere, será hora de cosecharla». ¿No es eso?

La Muerte no dijo nada.

—Es verdad, ¿a que sí?

NO LE PUEDO OCULTAR NADA, SEÑORITA FLITWORTH.

—Ya. Supongo que debería sentirme adulada, ¿no? Seguro que ha tenido usted montones de citas, en sus tiempos.

MUCHAS MÁS DE LAS QUE PUEDA IMAGINAR, SEÑORITA FLITWORTH.

—Bueno, dadas las circunstancias será mejor que vuelva a llamarme Renata.

Había una hoguera en el prado, más allá de la zona donde se practicaba el tiro con arco. La Muerte divisó algunas figuras que se movían ante ella. Algún que otro chirrido torturado indicaba que alguien estaba afinando un violín.

—Siempre vengo al baile de la cosecha —le informó la señorita Flitworth en tono coloquial—. Aunque no bailo, claro. Por lo general, me encargo de la comida y todo eso.

¿POR QUÉ?

—Bueno, alguien se tiene que encargar de la comida.

QUIERO DECIR QUE POR QUÉ NO BAILA.

—Pues porque soy vieja.

UNO TIENE LA EDAD QUE CREE.

—¡Ja! ¿De verdad? ¿Sí? Ésa es la típica tontería que dice la gente. Todos te dicen, cielos, qué buena cara tienes. Te dicen, aún te queda chispa. Se tocan buenas melodías con un violín viejo. Y todas esas bobadas. Es una estupidez. ¡Como si ser viejo fuera una alegría para nadie! ¡Como si se ganara algo tomándoselo con filosofía! Mi cabeza sabe cómo pensar en joven, pero mis rodillas no tienen ni la menor idea. Ni mi espalda. Ni mis dientes. A ver, intente decirles a mis dientes que tienen la edad que creen, verá de lo que le sirve a usted. O a ellos.

VALE LA PENA INTENTARLO.

Aparecieron más figuras ante la hoguera. La Muerte alcanzó a ver unas cuantas cuerdas llenas de banderines.

—Los mozos del pueblo suelen poner un par de puertas de granero en el suelo y las clavan para hacer una especie de tarima —señaló la señorita Flitworth—. Así todo el mundo puede bailar.

¿BAILES FOLCLÓRICOS? —preguntó la Muerte con tono de cansancio.

—No. Aquí tenemos dignidad, oiga.

PERDONE.

—Eh, es Bill Puerta, ¿no? —preguntó de repente una figura que salía de la oscuridad.

—¡Es el bueno de Bill!

—¡Hola, Bill! La Muerte contempló el círculo de rostros inocentes.

HOLA, AMIGOS MÍOS.

—Se decía que te habías marchado —dijo Duque Bottomley.

Miró a la señorita Flitworth cuando la Muerte la ayudó a bajar del caballo. La voz le falló unos instantes mientras trataba de analizar la situación.

—Esta noche está… chispeante, señorita Flitworth —consiguió decir en tono galante.

El aire olía a hierba húmeda, cálida. La orquesta de aficionados todavía se estaba colocando bajo los toldos.

Había mesas montadas en caballetes, abarrotadas con esa clase de comida que se suele asociar con la palabra «aperitivos»: empanadas de carne como brillantes fortalezas militares, jarras de demoníacas cebollas en escabeche, patatas asadas ahogándose en un océano de colesterol en forma de mantequilla fundida… Algunos de los ancianos del lugar se habían situado ya en los bancos junto a las mesas, y masticaban la comida con estoicismo aunque sin dientes, con aspecto de estar dispuestos a seguir allí toda la noche si fuera necesario.

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