El segador (Mundodisco, #11) – Terry Pratchett

Se levantó, se dirigió hacia la ventana y contempló sus oscuros dominios, al tiempo que se retorcía las manos a la espalda.

Luego cogió el reloj de arena y salió a zancadas de la habitación.

Binky aguardaba en la atmósfera espesa y cálida de los establos. La Muerte lo ensilló rápidamente, lo sacó al patio, montó y cabalgó hacia la noche, hacia la lejana joya brillante que era el Mundodisco.

Al ponerse el sol, tocó tierra silenciosamente en el patio de la granja.

Entró a través de una pared.

Llegó junto a las escaleras.

Alzó el reloj de arena y observó el paso inexorable del Tiempo.

Entonces, se detuvo. Había algo que tenía que saber. Bill Puerta había sentido curiosidad sobre las cosas, y él recordaba haber sido Bill Puerta. Podía ver sus emociones dispuestas ordenadamente como una colección de mariposas, clavadas en corchos, a través de un cristal.

Bill Puerta estaba muerto… o, al menos, su breve existencia había terminado. ¿Cómo era aquella frase? Los años de la vida en sí no son más que el núcleo de la existencia real. Bill Puerta estaba muerto, pero había dejado ecos, resonancias. Y además, el recuerdo de Bill Puerta tenía sus derechos.

La Muerte siempre se había preguntado por qué la gente tenía la manía de poner flores sobre las tumbas. A él le parecía una estupidez. Al fin y al cabo, los muertos se habían ido a donde no podía llegarles el aroma de las rosas. En cambio, ahora…, no era que lo comprendiera, claro, pero al menos tenía la sensación de que el hecho tenía un algo comprensible.

En la acortinada negrura de la salita de la señorita Flitworth, una forma más oscura aún se movió en la oscuridad, y se dirigió hacia los tres cofres cuidadosamente situados sobre el tocador.

La Muerte abrió uno de los pequeños. Estaba lleno de monedas de oro. Tenían aspecto de no haber sido tocadas en muchos años. Luego abrió el otro cofre pequeño. También estaba lleno de oro.

Había esperado más de la señorita Flitworth, aunque seguramente ni el propio Bill Puerta habría sabido decir el qué.

Probó con el cofre grande.

Allí había una capa de papel fino. Bajo el papel encontró algo de un tejido sedoso blanco, una especie de velo al que los años habían vuelto amarillento y quebradizo. Lo miró sin comprender, y lo apartó a un lado. También vio unos zapatos blancos. Le parecieron de lo menos práctico para el trabajo de la granja. No le extrañó en absoluto que estuvieran allí guardados.

Había más papel; un montón de cartas atadas con una cinta. Las puso encima del velo. Nunca había aprendido nada observando lo que los humanos se decían unos a otros: para ellos, el lenguaje no era más que una manera de ocultar lo que pensaban.

Y entonces lo encontró, justo al fondo, una caja más pequeña. La sacó del cofre y le dio vueltas entre las manos. Después abrió el diminuto cerrojo y levantó la tapa.

Una maquinaria chirrió.

La melodía no era demasiado buena. La Muerte había oído toda la música que se había escrito, y casi toda ella era mejor que aquella melodía. Era del tipo plinquiti-plonquiti, con un sencillo ritmo un-dos-tres.

En la caja de música, sobre las ruedecillas del ajetreado mecanismo, dos bailarines de madera se sacudían en una parodia de vals.

La Muerte los miró hasta que a la maquinaria se le acabó la cuerda. Luego leyó la inscripción.

Había sido un regalo.

Junto a él, el cronómetro vertía sus granos de arena en la burbuja inferior. No le hizo caso.

Volvió a dar cuerda a la caja de música. Dos figuras, girando a través del tiempo. Y, cuando la música se acababa, lo único que hacía falta era volver a girar la llave.

Cuando la cuerda se agotó de nuevo, se quedó sentado, en el silencio y la oscuridad. Por fin, tomó una decisión.

Sólo le quedaban segundos. Los segundos habían significado mucho para Bill Puerta, porque disponía de una cantidad limitada de ellos. Pero para la Muerte, que nunca había tenido ninguno, no significaban nada.

Salió de la casa durmiente, montó y se alejó a lomos de su caballo.

El viaje duró sólo un instante, aunque la simple luz habría tardado trescientos millones de años en recorrer la misma distancia. Pero la Muerte viaja por un espacio donde el Tiempo nunca ha existido. La luz cree que viaja más deprisa que nada, pero se equivoca. Por muy rápido que vaya la luz, siempre se encuentra con que la oscuridad ha llegado antes y la está esperando.

Tuvo compañía durante el viaje: galaxias, estrellas, jirones de materia brillante que giraban y formaban espirales en torno a su lejano objetivo.

La Muerte, a lomos de su pálido caballo, se movía por la oscuridad como una burbuja por un río.

Y todos los ríos fluyen hacia un lugar concreto.

Entonces, bajo él, apareció una llanura. Allí la distancia tenía tan poco significado como el Tiempo, pero daba la sensación de ser enorme. Quizá la llanura estuviera a un kilómetro, o quizá a un millón de kilómetros. Había valles alargados y riachuelos que discurrían por ella.

Se acercó. Y aterrizó.

Desmontó en silencio absoluto. Luego clavó una rodilla en tierra.

La perspectiva cambia. El paisaje lleno de surcos se aleja en pendiente en las inmensas distancias, se curva por los bordes, se convierte en la yema de un dedo.

Azrael alzó el dedo hacia un rostro que llenaba el cielo, iluminado por el brillo tenue de las galaxias moribundas.

Hay mil millones de Muertes, pero no son más que aspectos de una sola Muerte: Azrael, el Gran Atractor, la Muerte de los Universos, el principio y el fin del Tiempo.

La mayor parte del universo está compuesto de materia oscura, y sólo Azrael sabe qué es.

Unos ojos tan inmensos que una supernova en ellos no sería más que la sugerencia de un brillo en el iris, se giraron lentamente y se concentraron en la diminuta figura situada en las llanuras planetarias de su dedo. A un lado de Azrael, el Gran Reloj pendía del centro de toda una telaraña de dimensiones. Las estrellas se reflejaban en las pupilas de Azrael.

La Muerte del Mundodisco se levantó.

SEÑOR, VENGO A PEDIR…

Tres de los sirvientes del olvido cobraron existencia junto a él.

Uno dijo: No escuches. Está acusado de interferencia.

Uno dijo: Y de mortícidio.

Uno dijo: Y de orgullo. Y de vivir con intención de sobrevivir.

Uno dijo: Y de aliarse con el caos para enfrentarse al orden.

Azrael arqueó una ceja.

Los sirvientes se apartaron de la Muerte, expectantes.

SEÑOR, SABEMOS QUE NO HAY OTRO ORDEN, SÓLO AQUEL QUE CREAMOS…

La expresión de Azrael no cambió.

NO HAY MÁS ESPERANZA QUE NOSOTROS. NO HAY MÁS PIEDAD QUE NOSOTROS. NO HAY JUSTICIA. SÓLO NOSOTROS.

El rostro sombrío, triste, llenó el cielo.

TODAS LAS COSAS QUE SON, SON NUESTRAS. PERO TIENEN QUE IMPORTARNOS. PORQUE, SI NO NOS IMPORTA NADA, NO EXISTIMOS. Y SI NOSOTROS NO EXISTIMOS, NO QUEDA NADA MÁS QUE EL OLVIDO, EL FIN CIEGO.

Y HASTA EL OLVIDO TIENE QUE LLEGAR A SU FIN ALGÚN DÍA. SEÑOR, ¿ME DARÁS UN POCO DE TIEMPO, SÓLO UN POCO? POR EL EQUILIBRIO CORRECTO DE LAS COSAS. PARA DEVOLVER LO QUE UNA VEZ FUE ENTREGADO. POR LOS PRISIONEROS Y POR EL VUELO DE LOS PÁJAROS.

La Muerte dio un paso hacia atrás.

Era imposible leer expresión alguna en los rasgos de Azrael.

La Muerte miró de reojo a los sirvientes.

SEÑOR, ¿QUÉ PUEDE ESPERAR LA COSECHA, SI NO IMPORTARLE AL SEGADOR?

Aguardó.

¿SEÑOR? —insistió la Muerte.

En el tiempo que tardó en responder, varias galaxias se desplegaron, giraron en torno a Azrael como serpentinas de papel, chocaron y desaparecieron. Y, entonces, Azrael dijo:

Y otro inmenso dedo se extendió en la oscuridad, hacia el Reloj. Se oyeron tenues gritos de rabia emitidos por los sirvientes, seguidos por gritos de horror, seguidos por tres breves llamaradas azules.

Todos los relojes del Multiverso, incluso los relojes sin manecillas de la Muerte, no eran más que simples reflejos del Reloj. Reflejos fieles del Reloj. Decían al universo en qué momento del tiempo se encontraba, pero el Reloj se lo explicaba al mismísimo Tiempo. Era la causa esencial, de donde brotaba todo el tiempo.

Y el Reloj era tal que la manecilla grande sólo daba la vuelta una vez.

La segunda manecilla chirriaba por un camino circular que hasta la luz habría tardado días en recorrer; perseguía eternamente a los minutos, las horas, los días, los meses, los años, los siglos, las eras. Pero el Universo sólo daba la vuelta una vez.

Al menos hasta que alguien diera cuerda al reloj.

Y la Muerte volvió a casa con un puñado de Tiempo a su disposición.

La campanilla de una tienda tintineó.

Druto Pole, florista, miró por encima de un centro de floribunda Sra. Ducha. Había alguien entre los jarrones de flores. Las plantas tenían un aspecto ligeramente brumoso, poco claro; de hecho, más tarde, Druto nunca estuvo seguro de quién había entrado en su tienda, ni de cómo había sonado exactamente su voz.

Se deslizó hacia adelante, frotándose las manos.

—¿En qué puedo serv…?

FLORES.

Druto sólo titubeó un instante.

—Y el, eh…, ¿el objetivo de éstas…?

UNA DAMA.

—¿Tiene alguna prefe…?

LIRIOS.

—¿Sí? ¿Seguro que los lirios son lo…?

ME GUSTAN LOS LIRIOS.

—Mmm…, los lirios son un tanto sombríos…

ME GUSTA LO SOMB…

La figura titubeó.

¿QUÉ ME RECOMIENDA?

Druto entró con suavidad en la rutina habitual.

—Las rosas siempre son bien recibidas —dijo—. O las orquídeas. Últimamente, muchos caballeros me han dicho que algunas de las damas prefieren una sola orquídea a un ramo entero de rosas.

DÉME MUCHAS.

—¿Orquídeas o rosas?

DE LAS DOS.

Los dedos de Druto se retorcieron sinuosamente, como anguilas en una balsa de aceite.

—Quizá esté usted interesado en estos maravillosos ramos de Nervousa gloriosa…

PONGA MUCHOS.

—Y si el señor quiere estirar un poquito el presupuesto, ¿puedo sugerirle que incluya un solo ejemplar de estos escasísimos especímenes…?

SÍ.

—¿Y tal vez…?

SÍ. DE TODO. CON UN LAZO.

Cuando la campanilla de la puerta sonó para anunciar que el cliente se marchaba, Druto miró las monedas que tenía en la mano. Muchas de ellas estaban oxidadas, todas eran muy raras, y una o dos parecían de oro.

—Mmm —dijo—, esto es más que suficiente…

De pronto, oyó un susurro suave.

En torno a él, por toda la tienda, los pétalos de las flores caían como una lluvia.

¿Y ÉSTOS?

—Eso es nuestro Surtido De Luxe —dijo la señorita de la tienda de bombones.

Era un establecimiento tan sofisticado que allí no se vendían sólo dulces, sino también confituras, a menudo en forma de frasquitos envueltos en oro, que causaban agujeros aún más dolorosos en las cuentas bancarias que en los dientes.

El cliente alto, sombrío, eligió una caja que debía de medir casi un metro cuadrado. Sobre la tapa, que parecía un cojín de seda, se veían un par de gatitos bizcos más allá de toda esperanza, metidos en una bota.

¿POR QUÉ ESTA ACOLCHADA ESTA CAJA? ¿ES PARA SENTARSE? ¿QUIZÁ LOS BOMBONES TIENEN SABOR A GATO?

La última pregunta fue formulada en un tono decididamente amenazador, o mejor dicho, más amenazador aún que las anteriores.

—Ehhh, no. Eso es nuestro Surtido Supremo.

El cliente lo apartó a un lado.

NO.

La dependienta miró a ambos lados, y luego abrió un cajón situado bajo el mostrador, al tiempo que bajaba la voz hasta transformarla en un susurro confidencial.

—Por supuesto —dijo—, para esas ocasiones tan especiales

Era una caja bastante pequeña. Además, era absolutamente negra, a excepción del nombre de su contenido, escrito en menudas letras blancas. A ningún gatito se le permitiría acercarse ni a un kilómetro de una caja como aquélla, aunque se pusiera todas las cintas rosas del mundo. Para entregar una caja de bombones así, los desconocidos morenos subirían a torres o descenderían a los infiernos.

El desconocido oscuro examinó el nombre.

«HECHIZOS OSCUROS» —leyó—. ME GUSTA.

—Para esos momentos íntimos —insistió la dependienta.

El cliente pareció meditar sobre su afirmación.

SÍ. PARECE LO APROPIADO.

La dependienta sonrió.

—Entonces, ¿se los envuelvo?

SÍ. CON UN LAZO.

—¿Alguna otra cosa, señor?

El cliente pareció espantado.

¿OTRA COSA? ¿TENDRÍA QUE HACER ALGUNA OTRA COSA? ¿HAY OTRA COSA? ¿QUÉ MÁS TENGO QUE HACER?

—¿Qué dice, señor?

ES UN REGALO PARA UNA DAMA.

La dependienta se quedó un poco desconcertada por el repentino giro en el flujo de la conversación. Nadó hacia un tópico de confianza.

—Bueno, ya sabe lo que se dice, que los diamantes son los mejores amigos de una chica —dijo con animación.

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