El segador (Mundodisco, #11) – Terry Pratchett

—Oye, pero aquí no puedes gritar bonsai —señaló el conferenciante de runas modernas —. Aquí tenemos unos referentes culturales diferentes. No serviría de nada. Nadie te entendería.

—Ya me encargaré yo de eso —le aseguró el decano.

Vio que Ludmilla lo miraba con la boca abierta.

—Es charla de magos —le explicó.

—¿De verdad? —replicó Ludmilla—. Nunca lo habría imaginado.

El archicanciller había conseguido salir del carrito, y lo estaba empujando adelante y atrás, a modo de experimento. Por lo general, una idea nueva tardaba mucho tiempo en acomodarse en el cerebro de Ridcully, pero el archicanciller sabía instintivamente que un carrito de alambre con cuatro ruedas puede resultar muy útil.

—¿Vamos ya, o pensamos quedarnos aquí toda la noche poniéndonos vendas en la cabeza?

—¡Yee! —gritó el decano.

—¿Yee? —se sorprendió Reg Shoe.

—¡Oook!

—¿Eso ha sido un yee? —preguntó el decano con desconfianza.

—Oook.

—Bueno…, entonces, vamos.

La Muerte se sentó en la cima de una montaña. No era una montaña particularmente alta, ni escarpada, ni siniestra. Las brujas no celebraban aquelarres desnudas allí; por lo general, las brujas del Mundodisco eran reacias a la idea de quitarse más ropa de la absolutamente imprescindible para lo que estuvieran haciendo. Allí no había espectros. Ningún hombrecillo desnudo se sentaba en la cumbre para impartir sabiduría, porque lo primero que aprende un hombre verdaderamente sabio es que sentarse en la cima de las montañas no sólo provoca hemorroides, sino hemorroides congeladas.

De cuando en cuando, alguien escalaba la cima de la montaña y añadía una piedra o dos al montón de la cumbre, para demostrar que no hay nada realmente estúpido que el ser humano no pueda hacer.

La Muerte se sentó en el montón de piedras y se dedicó a pasar una por la hoja de su guadaña, con movimientos lentos, deliberados.

Hubo una agitación en el aire. Aparecieron tres sirvientes grises.

Uno dijo: ¿Crees que has vencido?

Uno dijo: ¿Crees que has ganado?

La Muerte dio una vuelta a la piedra que tenía en la mano para buscar la superficie más apropiada, y la deslizó por la hoja de la guadaña con un movimiento largo.

Uno dijo: Informaremos a Azrael.

Uno dijo: Al fin y al cabo, no eres más que una pequeña Muerte.

La Muerte alzó la hoja para examinarla a la luz de la luna, le dio varias vueltas entre los dedos, se concentró en los juegos de la luz sobre los brillantes puntos metálicos del filo.

Luego, con gesto rápido, se levantó. Los sirvientes retrocedieron a toda prisa.

Extendió un brazo con la velocidad de una serpiente, y agarró una túnica. Levantó la capucha vacía hasta que estuvo a la altura de sus órbitas oculares.

¿SABES POR QUÉ EL PRISIONERO DE LA TORRE CONTEMPLA EL VUELO DE LOS PAJAROS? —preguntó.

Eso dijo: Quítame las manos de enci…, oops…

Una llamarada azul brilló un instante.

La Muerte bajó la mano y miró a su alrededor, a los dos sirvientes restantes.

Uno dijo: Esto no ha terminado.

Y desaparecieron.

La Muerte se sacudió una partícula de ceniza de la túnica, y luego plantó firmemente los pies en la cima de la montaña. Alzó la guadaña sobre su cabeza con ambas manos, e invocó a todas las Muertes menores que se habían generado en su ausencia.

Tras unos momentos, empezaron a fluir hacia la montaña, como una tenue oleada negra.

Fluían como un río de mercurio oscuro, uniéndose.

Aquello duró largo rato. Luego terminó.

La Muerte bajó la guadaña, y se examinó a sí mismo. Sí, allí estaba todo. Volvía a ser la Muerte, que reunía en sí a todas las muertes del mundo. A excepción de…

Por un momento, titubeó. Tenía una pequeña zona vacía, le faltaba un fragmento, algo que no acababa de identificar.

No conseguía saber a ciencia cierta qué era.

Se encogió de hombros. Tarde o temprano, acabaría por averiguarlo. Y, entretanto, tenía mucho trabajo por delante…

Montó a caballo y se alejó.

Muy lejos, en su madriguera bajo el granero, la Muerte de las Ratas se fue soltando poco a poco de la viga a la que se había aferrado con todas sus fuerzas.

Windle Poons pisó con energía un tentáculo que había salido serpenteando de entre las losas del suelo y avanzaba hacia él rodeado de vapor. Una baldosa de mármol se resquebrajó y le lanzó una lluvia de fragmentos. Windle dio una patada contra la pared.

Probablemente, comprendió, ya no había ninguna salida, y aunque la hubiera él no podría encontrarla. Además, ahora se encontraba en el interior de la cosa. Y la cosa estaba hundiendo sus paredes hacia el interior, intentando atraparlo. Lo mínimo que pensaba hacer era provocarle una grave indigestión.

Echó a correr hacia un orificio que antes había sido la entrada de un ancho pasillo, y se precipitó por él a toda velocidad, justo antes de que se cerrara de golpe. Un fuego plateado chisporroteó en las paredes. Allí había tanta vida que era imposible contenerla.

Todavía quedaban unos cuantos carritos que se movían como locos por el suelo tembloroso. Estaban tan perdidos como Windle.

El mago se dirigió hacia otro lugar que probablemente fuera un pasillo, aunque en los ciento treinta años que había pasado vivo no se había encontrado con ningún pasillo que palpitara y rezumara tanto.

Otro tentáculo salió proyectado de una pared y le puso la zancadilla.

Por supuesto, no podían matarlo. Pero sí podían dejarlo sin cuerpo. Como Hombre-Un-Cubo. Eso sí que sería un destino peor que la muerte.

Se levantó como pudo. El techo cayó sobre él, aplastándolo contra el suelo.

Windle apretó los dientes y se deslizó hacia delante a toda velocidad. Estaba bañado en una nube de vapor.

Resbaló de nuevo, adelantó los brazos para apoyarse.

Sentía que estaba perdiendo el control. Tenía que hacer funcionar demasiadas cosas a la vez. Al cuerno con el plexo solar, ya tenía bastante con mantener en marcha el corazón y los pulmones…

¡Bosques!

—¿Qué demonios quieres decir?

—¡Bosques! ¿Entiendes? ¡Yee!

—¡Oook!

Windle alzó la vista. Lo veía todo nebuloso.

Ah. Evidentemente, también estaba perdiendo el control del cerebro.

De entre la nube de vapor surgió un carrito, con unas figuras oscuras agarradas a sus costados. Un brazo peludo y un brazo que apenas era ya un brazo se extendieron hacia él, lo izaron enérgicamente lo metieron en la cesta del carrito. Las cuatro pequeñas ruedas derraparon por el suelo, el carrito rebotó contra la pared, consiguió recuperar el equilibrio y siguió avanzando.

Windle apenas era consciente de las voces.

—Tu turno, decano. No creas, ya sé que te morías de impaciencia.

Ese era el archicanciller.

—¡Yeee!

—¿Lo vas a matar por completo? Me parece que no nos gustaría tenerlo por el club Volver a Empezar. No tiene pinta de ser muy gregario.

Ese era Reg Shoe.

—¡Oook!

Ése era el bibliotecario.

—No te preocupes, Windle. Por lo visto, el decano va a hacer algo militar —le explico Ridcully.

—¡Yeee! ¡Bonsai!

—Ay, dioses.

Windle vio pasar la mano del decano, que sostenía algo brillante.

—¿Qué vas a utilizar? —quiso saber Ridcully, mientras el carrito traqueteaba en medio del vapor —. ¿El Reorganizador Sísmico de Herpetty, la Atractiva Punta de Quondo o la Sorpresa Incendiaria de Sumpjumper?

—Yeee —replicó el decano con satisfacción.

—¿Qué? ¿Los tres a la vez?

—¡Yeee!

—Eso es pasarse un poco, ¿no, decano? Ah, por cierto, si vuelves a decir “yeee” una vez más, me encargaré personalmente de expulsarte de la Universidad, perseguirte hasta la periferia del mundo con los mejores demonios que pueda conjurar la taumaturgia, hacerte pedazos muy, muy pequeños, picarlos, convertirlos en una mezcla semejante al steak tartare y echarte de comer a los perros.

—Y… —El decano advirtió la mirada de Ridcully—. Bueno. Bueno. Oh, vamos, archicanciller, ¿de qué sirve dominar el equilibrio cósmico y conocer los secretos del destino si no puedes hacer explotar nada? ¡Por favor! Ya tengo los hechizos preparados. Ya sabes cómo fastidia el inventario si no los usas cuando ya los tienes listos…

El carrito giró bruscamente y derrapó tembloroso sobre dos ruedas.

—Bueeeeno, de acuerdo —concedió Ridcully—. Si tanto significa para ti…

—Y… perdona.

El decano empezó a murmurar algo apresuradamente entre dientes, y luego dejó escapar un grito.

—¡Me he quedado ciego!

—No, es que la venda bonsai se te ha caído sobre los ojos, decano.

Windle gimió.

—¿Cómo te encuentras, hermano Poons?

Los maltratados rasgos de Reg Shoe se interpusieron en la visión de Windle.

—Bueno, ya sabes —replicó el mago—. Podría estar mejor, podría estar peor.

El carrito rebotó contra la pared y se giró para seguir avanzando en otra dirección.

—¿Cómo van esos hechizos, decano? —preguntó Ridcully con los dientes apretados —. Me está costando lo indecible controlar este trasto.

El decano murmuró unas palabras más y, después, agitó una mano en gesto teatral. Las llamas octarinas brotaron de la punta de sus dedos, y fueron a estrellarse contra un punto concreto de las nieblas.

—¡Yeeejuu! —graznó.

—¿Decano?

—¿Sí, archicanciller?

—Ese comentario que te hice antes, ya sabes, sobre la palabra que empiezapor «Y»…

—¿Sí?

—Desde luego, incluía también lo de «yeeejuu».

El decano agachó la cabeza.

—Oh. Sí, archicanciller.

—Además, ¿por qué no ha estallado todo?

—Le he puesto un poco de retraso, archicanciller. Me pareció que sería mejor que saliéramos de aquí antes de que funcionaran los hechizos.

—Bien pensado.

—Pronto te sacaremos de aquí, Windle —lo tranquilizó Reg Shoe—. Nosotros no abandonamos a los nuestros así como así. Esto es…

En aquel momento, el suelo entró en erupción delante de ellos.

Y después, detrás de ellos.

La cosa que surgió de entre las losas destrozadas no tenía forma alguna, o quizá tenía muchas formas a la vez. Se retorcía, furiosa, lanzando sus tuberías contra el grupo del carrito.

El trasto se detuvo bruscamente.

—¿Te queda algo de magia, decano?

—Eh…, no, archicanciller.

—¿Y los hechizos que acabas de lanzar funcionarán…?

—En cualquier momento, archicanciller.

—Así que…, sea lo que sea lo que va a pasar… ¿nos va a pasar a nosotros?

—Sí, archicanciller.

Ridcully dio unas palmaditas a Windle en la cabeza.

—Oye, lo siento —dijo.

Windle se dio la vuelta torpemente para echar un vistazo hacia el pasillo.

Había algo detrás de la reina. Por su aspecto, era una puerta de dormitorio vulgar y corriente, que avanzaba a pasitos cortos, como si alguien la estuviera empujando con cuidado para quedar siempre detrás de ella.

—¿Qué es eso? —se sorprendió Reg.

Windle se incorporó tanto como le fue posible.

—¡Schleppel!

—Anda ya… —gruñó Reg.

—¡Es Schleppel! —gritó Windle—. ¡Schleppel! ¡Somos nosotros! ¿Puedes ayudarnos a salir de aquí?

La puerta se detuvo. Luego la tiraron a un lado.

Schleppel se irguió en toda su estatura.

—Hola, señor Poons. Hola, Reg —dijo.

Todos contemplaron la forma peluda que llenaba el pasillo casi por completo.

—Eh…, Schleppel…, mira…, ¿podrías abrirnos paso? —tartamudeó Windle.

—Encantado, señor Poons. Por un amigo, se hace lo que sea.

Una mano del tamaño de un carrito se abrió camino en medio del vapor y fue a estrellarse contra la obstrucción, destrozándola con increíble facilidad.

—¡Eh, mírenme todos! —exclamó Schleppel alegremente—. ¡Tenían razón! ¡Un hombre del saco necesita una puerta tanto como un pez una bicicleta! Que se entere todo el mundo, a partir de ahora…

—Ahora, ¿nos podrías dejar pasar, por favor?

—Claro. Claro. ¡Uauh!

Schleppel dio otro manotazo a la reina.

El carrito salió disparado hacia delante.

—¡Y será mejor que vengas con nosotros! —añadió Windle a gritos, al ver que Schleppel desaparecía de nuevo entre la niebla.

—No, no será mejor —replicó el archicanciller mientras se alejaban a toda velocidad—. Créeme, te lo digo yo. ¿Qué era eso?

—Es un hombre del saco —explicó Windle.

—¡Pensaba que siempre estaban en los armarios! —contestó Ridcully a gritos.

—Pues ahora ha salido del armario —intervino Reg Shoe con tono orgulloso—. Se ha encontrado a sí mismo.

—Mientras nosotros podamos perderlo…

—¡No podemos dejarlo atrás!

—¡Claro que podemos! ¡Claro que podemos! —le espetó Ridcully.

A sus espaldas se oyó un ruido semejante a una erupción de gas en un pantano. Todo pareció bañarse en una luz verdosa.

—¡Los hechizos han empezado a funcionar! —gritó el decano— ¡Vámonos, deprisa!

El carrito salió zumbando por la entrada y salió hacia el frío de la noche, con las ruedas chirriando.

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