El segador (Mundodisco, #11) – Terry Pratchett

Quisiera saber cómo se pueden defender las ciudades de este tipo de cosas.

Por lo general, la evolución de las criaturas las dota con algunas defensas contra los depredadores. Veneno, aguijones, espinas y otras cosas.

Así que, ahora, lo más probable es que la defensa sea yo. Windle Espina Poons.

Lo menos que puedo hacer es asegurarme de que los demás se pongan a salvo fuera. Le haré saber que estoy aquí…

Se agachó, cogió un puñado de entrañas palpitantes, y tiró de ellas.

El grito de rabia de la Reina se pudo oír hasta en la Universidad.

El viento arrastraba las nubes de tormenta hacia la colina. Se arremolinaron muy deprisa, hasta formar una mole imponente. Los relámpagos brillaban en su corazón.

AQUÍ HAY DEMASIADA VIDA —dijo la Muerte—. AUNQUE NO ME QUEJO, CLARO. ¿DÓNDE ESTA LA NIÑA?

—La he vuelto a poner en la cama. Ahora está durmiendo. Durmiendo con normalidad.

Un relámpago cayó en la colina, acompañado por su correspondiente trueno. Casi al unísono se oyó un ruido chirriante, no demasiado lejos.

La Muerte suspiró.

AH. MAS TEATRO.

Caminó alrededor del granero, para ver bien los prados oscuros. La señorita Flitworth lo seguía pisándole los talones, utilizándole como escudo contra cualquier terror que pudiera andar suelto.

Un brillo azul chisporroteó tras un seto lejano. Se estaba moviendo.

—¿Qué es eso?

ERA LA COSECHADORA COMBINADA

—¿Era? ¿Y ahora qué es?

La Muerte miró a los vigilantes.

UN DESASTRE

La Cosechadora recorrió los prados húmedos, con los brazos de tela girando en el aire; los pistones se movían en medio de un nimbo de electricidad azulada. Las varas para el caballo se agitaban inútilmente.

—¿Puede funcionar así? ¡Ayer tenían que ponerle un caballo!

AHORA NO LO NECESITA.

Miró a su alrededor, observando a los vigilantes grises. Ahora formaban varias hileras.

—¡Binky todavía está en el patio! ¡Vamos!

NO.

La Cosechadora Combinada aceleró hacia ellos. El chip-chip de sus hojas silbantes se convirtió en un largo gemido.

—¿Está enfadada porque usted le robó la lona alquitranada?

NO FUE LO ÚNICO QUE LE ROBÉ.

La Muerte sonrió a los vigilantes. Levantó la guadaña, le dio varias vueltas en las manos y, cuando estuvo seguro de que todos la miraban fijamente, la dejó caer contra el suelo.

Entonces, se cruzó de brazos.

La señorita Flitworth se acercó más a él.

—¿Qué diantre hace?

TEATRO.

La Cosechadora llegó a la puerta del patio, y la atravesó en medio de una nube de serrín.

—¿Seguro que no nos pasará nada?

La Muerte asintió.

—Ah. Qué bien.

Las ruedas de la Cosechadora eran un borrón en movimiento.

PROBABLEMENTE.

Y entonces…

… dentro de la maquinaria, algo hizo «clonk».

Al momento siguiente, la Cosechadora se seguía moviendo, pero en varios pedazos. De sus ejes brotaba un surtidor de chispas. Unos cuantos brazos y husos se las arreglaron para continuar unidos, sacudiéndose como locos mientras se apartaban girando de la confusión que se movía cada vez más despacio. El aro de hojas afiladas se soltó de los restos de la máquina y se alejó rodando hacia los prados.

Se oyó un tintineo, un estampido y, por último, un boing aislado, que es el equivalente audible al famoso par de botas echando humo.

Y después, el silencio.

La Muerte se inclinó con tranquilidad y recogió un fragmento de aspecto complicado que había llegado rodando hasta sus pies. Estaba doblado hasta formar un ángulo recto.

La señorita Flitworth arriesgó un vistazo desde detrás de él.

—¿Qué ha pasado?

CREO QUE LA LEVA ELÍPTICA QUE SE DESLIZA GRADUALMENTE POR EL EJE CENTRAL HA QUEDADO ATORADA EN EL REBAJO DE LA PESTAÑA, CON CONSECUENCIAS DESASTROSAS.

La Muerte miró desafiante a los vigilantes grises. Uno a uno, empezaron a desaparecer.

Recogió la guadaña.

AHORA TENGO QUE IRME —dijo.

La señorita Flitworth lo miró, horrorizada.

—¿Qué? ¿Así, como si tal cosa?

EXACTAMENTE, TENGO MUCHO TRABAJO POR DELANTE.

—¿Y no volveré a verlo? Es decir…

OH, SÍ. MUY PRONTO —buscó las palabras más adecuadas, pero tuvo que rendirse—. ES UNA PROMESA.

La Muerte se arremangó los faldones de la túnica y rebuscó algo en el bolsillo del mono de Bill Puerta, que todavía llevaba debajo.

CUANDO EL SEÑOR SIMNEL VENGA A RECOGER LOS RESTOS MAÑANA POR LA MAÑANA, SEGURAMENTE BUSCARÁ ESTO —dijo.

Puso un objeto pequeño y biselado en la mano de la anciana.

—¿Qué es?

UNA GRIPLEY TRES OCTAVOS.

La Muerte echó a andar hacia su caballo, pero entonces recordó algo.

ADEMÁS, ME DEBE UN CUARTO DE PENIQUE.

Ridcully abrió un ojo. Estaba rodeado de gente. Había luces y gritos excitados. Muchas personas intentaban hablar a la vez.

Tenía la sensación de estar sentado en un cochecito de niño verdaderamente incómodo, mientras muchos insectos extraños zumbaban a su alrededor.

Alcanzó a oír al decano quejándose, y escuchó también unos gemidos que sólo podían provenir del tesorero, mezclados con la voz de una mujer joven. Alguien estaba cuidando de la gente, pero a él no le prestaban la menor atención. Bueno, pues si había cuidados de por medio, él no se iba a perder su ración.

Lanzó una tos estruendosa.

—Podríais intentar —dijo al cruel mundo en general— obligarme a beber algo de coñac, ¿no?

Sobre su cabeza apareció una aparición que sostenía una lámpara y lo iluminaba con ella. Era una cara de la talla cinco con una piel de la talla catorce.

—¿Oook? —dijo con preocupación.

—Ah, eres tú —dijo Ridcully.

Trató de levantarse a toda velocidad, por si el bibliotecario intentaba hacerle el boca a boca.

Tenía el cerebro algodonoso, poblado de recuerdos confusos. Recordaba, sí, una pared metálica, y luego lo vio todo rosa, y luego… música. Una música interminable, diseñada específicamente para transformar el cerebro de cualquier ser vivo en queso batido.

Se dio la vuelta. Detrás de él había un edificio, rodeado por una multitud de personas. La construcción era cuadrangular, y parecía aferrarse al suelo de una manera extraña, casi animal. Daba la sensación de que, si uno pudiera levantar un ala del edificio, oiría el pop-pop-pop de las ventosas al soltarse. De allí salía luz, y el vapor se filtraba por debajo de las puertas.

—¡Ridcully está despierto!

Aparecieron más rostros. No es la Noche de Todos los Muertos, pensó, así que lo que llevan no son máscaras. Oh, mierda.

Tras la gente, oyó la voz del decano.

—Voto porque preparemos el Reorganizador Sísmico de Herpetty y lo echemos por la puerta. Se acabarían todos los problemas.

—¡No! ¡Estamos demasiado cerca de los muros de la ciudad! Lo único que tenemos que hacer es soltar La Atractiva Punta de Quondo en el lugar adecuado…

—¿Y qué tal la Sorpresa Incendiaria de Sumpjumper? —aquella era la voz del tesorero—.Quemarlo puede ser la mejor solución…

—¿Ah, sí? ¿Ah, sí? ¿Y que sabes tú de tácticas militares, a ver? ¡Si ni siquiera gritas bien el «yee»!

Ridcully se agarró a los lados del carrito.

—¿A alguien le importa decirme qué co…, qué córcholis esta pasando? —bufó.

Ludmilla se abrió camino entre los miembros del club Volver a Empezar.

—¡Tiene que detenerlos, archicanciller! —exclamó—. ¡Están hablando de destruir la gran tienda!

En la mente de Ridcully se asentaron más recuerdos desagradables.

—Buena idea —dijo.

—¡Pero es que el señor Poons todavía está dentro!

Ridcully trató de enfocar la vista en el edificio que brillaba.

—¿Quién, Windle Poons, el muerto?

—Arthur entró volando cuando nos dimos cuenta de que no nos había seguido. ¡Dice que Windle estaba peleando contra algo que salía de las paredes! ¡Vimos un montón de carritos, pero no nos hicieron nada! ¡Windle consiguió que nos dejaran salir!

—¿Quién, Windle Poons, el muerto?

—¡No puede hacer magia para volar ese lugar en pedazos mientras uno de sus magos esté dentro!

—¿Quién, Windle Poons, el muerto?

—¡Sí!

—Pero está muerto —señaló Ridcully—. Está muerto, ¿verdad? Nos lo dijo él.

—¡Ja! —bufó alguien a quien Ridcully habría querido ver con más pie—. Muy típico. Eso es vitalismo puro y duro, así de claro. Apuesto en que no dudarían en ir a salvarle la vida si estuviera vivo.

—Pero él quería…, no deseaba…, dijo que… —tartamudeó Ridcully. Había muchas circunstancias que lo superaban, pero a las personas como Mustrum Ridcully eso no les resultaba preocupante en absoluto. Ridcully tenía una mente sencilla. Esto no quiere decir que fuera estúpido. Quiere decir que sólo podía analizar debidamente las cosas una vez las había despojado de todas esas cosas complicadas que se interponían en su camino.

Se concentraba en un solo hecho importante. Alguien que, al menos técnicamente, era un mago, estaba en apuros. Eso lo podía entender. Eso provocaba reacciones en él. La cuestión de si ese alguien estaba vivo o muerto podía esperar.

En cambio, otro aspecto menor de la situación lo seguía molestando.

—¿Arthur… entró… volando…?

—Hola.

Ridcully giró la cabeza. Parpadeó.

—Vaya, bonitos dientes —dijo.

—Gracias —sonrió Arthur Winkings.

—¿Son suyos?

—Oh, sí.

—Sorprendente. Bueno, supongo que se los cepilla con regularidad.

—¿Sí?

—Por la higiene. Es lo más importante.

—Bueno, ¿y qué va a hacer usted? —lo apremió Ludmilla.

—Bueno, claro, iremos a sacarlo de ahí —respondió Ridcully.

Aquella chica tenía algo raro. Sentía la necesidad apremiante de darle unas palmaditas en la cabeza.

—Conseguiremos un poco de magia e iremos a sacarla —añadió—. Sí. ¡Decano!

—¡Yee!

—Vamos a entrar ahí para sacar a Windle.

—¡Yee!

—¿Qué? —se sobresaltó el filósofo equino—. ¡Tú te has vuelto loco!

Ridcully trató de adoptar una pose lo más digna posible en sus circunstancias.

—Recuerda que soy tu archicanciller —le espetó.

—¡Entonces tú te has vuelto loco, archicanciller! —chilló el filósofo equino. Consiguió bajar un poco la voz—. Además, está no-muerto. No entiendo cómo se puede salvar a un no-muerto. Es una especie de contradicción.

—Una dicotomía —contribuyó el tesorero.

—No, no creo que haya que recurrir a la cirugía.

—Por cierto, ¿no lo habíamos enterrado? —intervino el conferenciante de runas modernas.

—Pues ahora volveremos a enterrarlo —bufó el archicanciller—. Probablemente sea uno de esos milagros de la existencia.

—Como los escabeches —aportó alegremente el tesorero.

Hasta los miembros del club Volver a Empezar lo miraron sin comprender.

—Los preparan en algunas zonas de Howandalandia —insistió el tesorero—. Hacen jarras muy grandes, enormes, de escabeches especiales, y luego las entierran durante meses para que fermenten bien. Así consiguen que tenga un picor delicioso que…

—Oiga —susurró Ludmilla a Ridcully —, ¿los magos siempre se comportan así?

—El filósofo equino es un ejemplar de lo más característico —asintió Ridcully—. Tiene la misma capacidad de comprender la realidad que un recortable de cartón. Es el orgullo de nuestro equipo. —se frotó las manos—. Muy bien, muchachos. ¿Voluntarios?

—¡Yee! ¡Yee! —gritó el decano, que ahora se encontraba en un mundo diferente.

—No estaría cumpliendo con mi deber si no ayudase a un hermano —dijo Reg Shoe.

—Oook.

—¿Tú? A ti no te podemos llevar —replicó el decano, mirando fijamente al bibliotecario—. No sabes nada sobre la guerra de guerrillas.

—¡Oook! —dijo el bibliotecario.

Acompañó la exclamación con un gesto sorprendentemente claro, que indicaba que, por otra parte, lo que él no supiera sobre la guerra de orangutanes se podría escribir en un espacio diminuto, como por ejemplo los restos aplastados del decano.

—Bastará con que seamos cuatro —asintió el archicanciller.

—Pero si nunca le he oído decir «yee» —refunfuñó el decano.

Se quitó el sombrero, cosa que un mago no suele hacer a menos que quiera sacar algo de dentro, y se lo tendió al tesorero. Luego se arrancó una tira del dobladillo de la túnica, lo alzó entre las manos con gesto teatral, y se lo anudó alrededor de la frente.

—Es parte del carácter distintivo del personaje —explicó en respuesta a la penetrante pregunta no formulada—. Esto es lo que hacen los guerreros del Continente Contrapeso antes de entrar en combate. Y también hay que gritar… —Trató de recordar algo que había leído hacía tiempo—. Eh…, bonsai. Sí. ¡Bonsai!

—Creía que eso significaba algo que cortar árboles en pedacitos para hacerlos más pequeños —apuntó el filósofo equino. El decano titubeó. En realidad, él tampoco estaba demasiado seguro. Pero un buen mago nunca deja que la inseguridad se interponga en su camino.

—No, estoy seguro, es bonsai —replicó. Meditó la cuestión unos momentos más, y luego se animó—. Porque es parte de la técnica de la emboscada. Ya sabes…, emboscada, bosque, árboles. Sí. Cuando uno piensa bien, es lógico.

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