El segador (Mundodisco, #11) – Terry Pratchett

OH —dijo, despectivo—. TEATRO.

Se acordó de la señorita Flitworth y, con suma gentileza, le juntó las manos. La imagen del reloj de arena desapareció. La neblina azul y violácea que veían por el rabillo del ojo se desvaneció al volver la realidad pura, sólida.

Abajo, en el pueblo, el reloj terminó de dar las campanadas de la medianoche.

La anciana estaba temblando. La Muerte chasqueó los dedos ante sus ojos.

¿SEÑORITA FLITWORTH? ¿RENATA?

—No… no sabía qué hacer, y usted dijo que no era difícil, y…

La Muerte entró en el granero. Cuando salió, llevaba puesta la túnica negra.

La mujer todavía seguía allí de pie.

—No sabia que hacer —repitió, aunque posiblemente no hablaba con él—. ¿Qué ha pasado? ¿Ha acabado ya todo?

PROBABLEMENTE, NO.

Tras la hilera de guerreras aparecieron más carritos. Parecían las pequeñas obreras plateadas, aunque de cuando en cuando se divisaba entre ellas el brillo dorado de una soldado.

—Deberíamos retirarnos hacia las escaleras —señaló Doreen.

—Creo que eso es lo que quieren que hagamos —replicó Windle.

—Por mí, perfecto. Además, me da la sensación de que, con esas ruedas, no podrán subir por las escaleras, ¿verdad?

—Y no podemos luchar contra ellas a muerte —corroboró Ludmilla.

Lupine se mantenía cerca de ella, con los amarillentos ojos clavados en las ruedas, que avanzaban lentamente.

—Ya me gustaría tener ocasión —suspiró Windle.

Llegaron hasta las escaleras móviles. El mago alzó la vista. En la cima de los peldaños había toda una marea de carritos, pero el camino de descenso al piso inferior parecía despejado.

—¿No podríamos buscar otra manera de subir? —preguntó Ludmilla, esperanzada.

Se subieron rápidamente a la escalera móvil. Tras ellos, los carritos avanzaron para impedir que retrocedieran.

Los magos se encontraban en el piso inferior. Estaban tan quietos entre las macetas de plantas y las fuentes, que Windle pasó junto a ellos dando por supuesto que eran una especie de estatuas, o muebles un tanto esotéricos.

El archicanciller lucía una nariz roja postiza y tenía en las manos unos cuantos globos. Junto a él, el tesorero hacía juegos malabares con una serie de pelotas de colores, pero como una máquina, con los ojos inexpresivos clavados en la nada.

El filósofo equino se encontraba un poco alejado de ellos, y llevaba un cartel en el pecho y otro a la espalda. La escritura de los carteles en el pecho y otro a la espalda. La escritura de los carteles aún no había madurado del todo, pero Windle se hubiera apostado su otra vida a que, tarde o temprano, acabaría por decir algo así como ¡¡¡¡VENTAS!!!!

El resto de los magos se encontraban en un grupo, muy juntos, como muñecos a los que no se hubiera dado cuerda. Cada uno llevaba una chapa rectangular prendida en la túnica. La ya familiar escritura de aspecto orgánico crecía en una palabra que se asemejaba a:

Aunque el motivo era un auténtico misterio. Desde luego, los magos no parecían nada seguros.

Windle chasqueó los dedos ante los ojos claros del decano. No obtuvo respuesta.

—No está muerto —señaló Reg.

—Sólo descansa —asintió Windle—. Está desconectado.

Reg dio un empujoncito al decano. El mago se balanceó hacia delante, luego hacia atrás, hasta volver a detenerse en su equilibrio precario.

—Pues así no vamos a poder sacarlos —señaló Arthur—. No podemos con todos. ¿No puede despertarlos?

—Hay que quemar una pluma debajo de su nariz —aportó Doreen.

—No creo que sirva de nada —respondió Windle.

Su afirmación se basaba en el hecho de que los magos tenían a Reg Shoe casi debajo de las narices, y cualquiera cuyo sentido del olfato no registrara la presencia del señor Shoe no iba a reaccionar ante el mero olor de una pluma quemada. Ni ante un yunque que le cayera en la cabeza, ya puestos.

—Señor Poons —intervino Ludmilla.

—Una vez conocí a un gólem que tenía el mismo aspecto —dijo Reg Shoe—. Era igualito que éste. Un tipo grandullón, hecho de arcilla. Así son los gólems, ya sabe. Sólo hay que escribirles una palabra sagrada especial, y se ponen en marcha.

—¿Cómo «seguridad»?

—Es posible.

Windle miró al decano.

—No —suspiró tras un rato—. No hay tanta arcilla en el mundo —miró a su alrededor—. Lo que deberíamos hacer es localizar la fuente de esa condenada música.

—¿Se refiere usted al lugar donde están escondidos los músicos?

—La verdad, no creo que haya ningún músico.

—Tiene que haber músicos, hermanos —señaló Reg—. Por eso se llama «música».

—Para empezar, esto no se parece a ninguna música que yo haya oído, y para seguir, siempre he creído que había que encender lámparas de aceite o velas para producir luz… Aquí no hay nada de eso, y aun así, todo está iluminado y brillante —replicó Windle.

—¿Señor Poons? —insistió Ludmilla al tiempo que le daba un codazo.

—¿Sí?

—Ahí vuelven los carritos.

Los trastos metálicos bloqueaban los cinco pasillos que salían del espacio central.

—No hay escaleras de bajada —susurró Windle.

—Quizá eso…, ella esté dentro de una de esas zonas acristaladas —replicó Ludmilla—. Las… tiendas.

—No parece probable. Tienen aspecto de estar sin acabar. Además, algo va mal…

Lupine dejó escapar un gruñido. Los primeros carritos tenían púas brillantes, pero no parecían a punto de lanzar un ataque.

—Deben haber visto lo que hicimos con los otros —señaló Arthur.

—Sí, pero ¿cómo? Eso fue en el piso de arriba —dijo Windle.

—Bueno, a lo mejor hablan unos con otros…

—¿Cómo pueden hablar? ¿Cómo pueden pensar? En un montón de alambre no hay cerebro —gimió Ludmilla.

—Ya que lo mencionas, las hormigas y las abejas no piensan —señaló Windle-

Están controladas por…

Miró hacia arriba. Todos miraron hacia arriba

—¡Viene de algún lugar del techo! —exclamó—. ¡Tenemos que comprobarlo ahora mismo!

—No hay más que paneles de luz —replicó Ludmilla.

—¡Alguna otra cosa! ¡Buscad alguna otra cosa de donde pueda venir!

—¡Pero si viene de todas partes!

—No sé qué está pensando hacer —dijo Doreen al tiempo que cogía una maceta con una planta y la blandía a modo de garrote—. Pero más vale que lo haga deprisa.

—¿Qué será esa cosa redonda y negra de ahí arriba? —señaló Arthur.

—¿Dónde?

—Ahí.

—De acuerdo, Reg y yo lo ayudaremos a subir, vamos…

—¿A mí? ¡Pero si no soporto las alturas!

—¿No se podría transformar en murciélago?

—¡Sí, pero en un murciélago muy nervioso!

—Deje de quejarse, Venga…, un pie aquí, ahora esa mano ahí, ponga el pie en el hombro de Reg…

—Y no me lo traspase —pidió Reg.

—¡Esto no me gusta! —gimió Arthur mientras lo levantaban. Doreen apartó la vista de los carritos que se acercaban.

—¡Arrthurr! ¡Nobless obligg!

—¿Qué es eso? ¿Alguna especie de código vampiro? —quiso saber Reg.

—Creo que quiere decir algo así como «un conde ha de hacer lo que ha de hacer» —explicó Windle.

—¡Conde! ¡Ja! —gruñó Arthur, que se bamboleaba peligrosamente—. ¡Nunca debí hacer caso de aquel abogado! ¡Tendría que haber imaginado que de un sobre marrón alargado no puede salir nada bueno! ¡Y además, no llego a ese jodido trasto!

—¿Por qué no salta? —sugirió Windle.

—¿Por qué no se muere?

—No puedo.

—¡Y yo no puedo saltar!

—Entonces, vuele. Transfórmese en murciélago y emprenda el vuelo.

—¡Es imposible, no tengo sitio para coger velocidad!

—Podrían propulsarlo hacia arriba —señaló Ludmilla—. Ya saben, como si fuera un avioncito de papel.

—¡Y un cuerno! ¡Soy un conde!

—Pero si acaba de decir que no quería ser conde —señaló Windle con voz suave.

—En tierra no quiero ser conde, pero si se trata de que me lancen como si fuera un frisbee…

—¡Arthur! ¡Haz lo que dice el señor Poons!

—No veo por qué…

—¡Arthur!

Como murciélago, Arthur era sorprendentemente pesado. Windle lo sujetó por las orejas, como si fuera una bola de bolera un tanto deforme, y trató de apuntar:

—¡Recuerde que soy una especie en peligro de extinción! —graznó el conde.

Fue un lanzamiento certero. Arthur revoloteó hasta el disco del techo, y se aferró a él con las garras.

—¿Puede moverlo?

—¡No!

—Pues agárrese fuerte y transfórmese

—¡No!

—¡Arthur! —gritó Doreen, al tiempo que intentaba detener el avance de un carrito con su improvisado garrote.

—Oh, de acuerdo, de acuerdo. Por un instante, vieron a Arthur Winkings aferrado desesperadamente al techo, y luego se desplomó sobre Windle y Reg, con el disco apretado contra el pecho.

La música se interrumpió bruscamente. Un montón de tuberías rosadas brotaron del agujero que había quedado sobre ellos y se enredaron en Arthur, haciendo que pareciera un mal plato de espaguetis con albóndigas. Las fuentes parecieron manar al revés durante un momento, y luego se secaron.

Los carritos se detuvieron. Los de las últimas filas tropezaron contra los de delante, y se escuchó un coro de patéticos tintineos.

Del agujero seguían brotando tuberías semejantes a entrañas. Windle cogió un puñado del suelo. Eran de un desagradable color rosa y estaban pegajosas.

—¿Qué opina que son? —preguntó Ludmilla.

—Opino —respondió Windle— que lo mejor que podemos hacer es marcharnos de aquí ahora mismo.

El suelo tembló. De las fuentes empezaron a brotar ráfagas de vapor.

—O antes todavía —añadió Windle.

Se oyó un gemido. Era el archicanciller. El decano se derrumbó hacia delante. Los otros magos permanecieron erguidos, pero a duras penas.

—Se están recuperando —dijo Ludmilla—. Pero no creo que se las arreglen con las escaleras.

—No creo que nadie deba siquiera intentar arreglar esas escaleras —replicó Windle—. Mírelas.

Las escaleras móviles no se movían. Los peldaños negros brillaban a la luz sin sombras.

—Ya entiendo lo que quiere decir —asintió la chica—. Preferiría intentar andar sobre arenas movedizas.

—Probablemente, sería más seguro —corroboró Windle.

—¿No cree que puede haber una rampa? Los carritos tienen que subir y bajar…

—Buena idea.

Ludmilla echó un vistazo a los carritos. Se movían sin rumbo fijo.

—Pues creo que tengo otra aún mejor… —dijo

Y cogió el mango de uno que pasaba cerca de ella.

El carrito se debatió un instante, y luego, al carecer de instrucciones que le ordenaran lo contrario, se detuvo con docilidad.

—Los que puedan caminar, que caminen; a los demás, los llevaremos. Venga abuelo.

La última frase iba dirigida al tesorero, a quien consiguieron convencer para que se subiera al carrito. El anciano dejó escapar un débil «yee», y luego volvió a cerrar los ojos.

A golpe de fuerza bruta, pusieron al decano sobre él.[23]

—¿Y ahora, por dónde? —quiso saber Doreen.

—Si hay una rampa, tiene que estar al final de un pasillo —indicó Ludmilla—. Vamos.

Arthur bajó la vista hacia las nieblas que se enroscaban en torno a sus pies.

—Me gustaría saber cómo lo consiguen —dijo—. Es casi imposible hacerse con una sustancia que haga esto. Lo intentamos, ya saben, para que nuestra cripta quedara más… bueno, más críptica, pero lo único que logramos fue llenarlo todo de humo y quemar las cortinas…

—Venga, Arthur. Nos vamos.

—No hemos causado demasiados daños, ¿verdad? A lo mejor deberíamos dejar una nota…

—Si, si quieren puedo escribir algo en la pared —se ofreció Reg. Cogió por el mango una carretilla obrera que pasaba junto a él y, con cierta satisfacción, la golpeó contra una columna hasta que se le cayeron las ruedas.

Windle observó al presidente del club Volver a Empezar, que se dirigía hacia el pasillo más cercano, empujando un carrito cargado con un amplio surtido de magos.

—Vaya, vaya, vaya —dijo—. Así de sencillo. Eso era lo único que teníamos que hacer. Sobraba tanto teatro.

Pareció que iba a dar un paso adelante, pero entonces se detuvo.

Las entrañas rosadas estaban avanzando por el suelo, y ya se le habían aferrado con fuerza a las piernas.

Muchas baldosas del suelo saltaron por los aires. Las escaleras se derrumbaron en pedazos, dejando al descubierto el tejido oscuro, de bordes serrados, y por encima de todo, vivo, que las había alimentado. Los muros empezaron a palpitar y se precipitaron hacia delante. El mármol se agrietó y salió a la luz la sustancia púrpura y rosada que yacía debajo.

Por supuesto, pensó una pequeña parte tranquila en la mente de Windle, nada de esto es realmente real. Los edificios no están realmente vivos. No es más que una metáfora… lo que pasa es que, en estos momentos, las metáforas son como velas en una fábrica de fuegos artificiales.

Ya que estamos en ello, ¿qué clase de criatura es la reina? Como la reina de las abejas, sólo que en este caso ella es también la colmena. Como un frígano, que, si no me equivoco, construye su concha con trocitos de piedra y otras cosas para camuflarse. O como un nautilo, que pone cosas en su concha para hacerla más grande. Y, a juzgar por la manera en que se hace pedazos el suelo, como un monstruo muy, muy furioso.

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