El segador (Mundodisco, #11) – Terry Pratchett

—¿Sabe una cosa? —dijo Ludmilla—. Probablemente, esto es lo más desagradable que he visto en mi vida.

—Yo he visto cosas peores, pero no les anda a la zaga —asintió Windle—. ¿Qué, vamos hacia arriba o hacia abajo?

—¿Qué? ¿Quiere poner los pies ahí?

—No. Pero los magos no están en este piso. Así que, o ponemos los pies ahí, o nos deslizamos por el pasamanos. ¿Han visto bien el pasamanos?

Todos miraron el pasamanos.

—Creo que a nosotros nos va más abajo —comentó Doreen, nerviosa. Descendieron en silencio. Arthur se cayó al saltar cuando las escaleras fueron absorbidas de nuevo por el suelo.

—Por un momento, tuve la horrible sensación de que me iban a arrastrar hacia dentro —dijo en tono apologético mientras lo ayudaban a levantarse. Echó un vistazo a su alrededor.

—Esto es grande —señaló—. Muy espacioso. Yo podría hacer maravillas aquí con un papel pintado de esos que imitan la piedra. Ludmilla se dirigió hacia la pared más cercana.

—Aquí hay más cristal del que había visto en toda mí vida —dijo—. Pero esas zonas despejadas casi parecen tiendas. No sé si tiene mucho sentido, una tienda muy grande llena de tiendas…

—Y aún no está madura —susurró Windle.

—¿Cómo dice?

—Nada, pensaba en voz alta. ¿Alguien alcanza a ver cuál será la mercancía?

Ludmilla se puso una mano sobre los ojos para hacer visera.

—No se ve más que un montón de brillo y colores.

—Si alguien ve a un mago, que me lo diga.

Se oyó un grito.

—O si oye a un mago —añadió Windle.

Lupine se lanzó apresuradamente por un pasillo. Windle lo siguió a toda velocidad.

Había un hombre tendido de espaldas en el suelo. Luchaba a la desesperada contra un par de carritos. Eran más grandes que los que Windle había visto hasta entonces, y tenían un resplandor dorado.

—¡Eh! —gritó.

Los carritos dejaron de intentar descuartizar a la figura yacente, y se volvieron hacia él.

—Oh —añadió al ver que cogían velocidad.

El primero esquivó las mandíbulas de Lupine y chocó contra las rodillas de Windle, derribándolo. Cuando el segundo le pasó por encima, el mago se debatió con energía, agarró el metal por donde pudo, y tiró con todas sus fuerzas. Consiguió arrancar una rueda, y el carrito fue a estrellarse contra la pared.

Se incorporó justo a tiempo para ver a Arthur agarrado al manillar del segundo carrito. Vampiro y carrito giraron juntos, en un loco vals de fuerza centrífuga.

—¡Suelta eso! ¡Suelta eso! —gritó Doreen.

—¡No puedo! ¡No puedo!

—¡Pues haz algo!

Se oyó el «pop» de una implosión. De repente, el carrito ya no enfrentaba sus fuerzas al peso de un vendedor de frutas y verduras al por mayor de mediana edad, sino sólo contra el de un pequeño murciélago histérico. Salió propulsado contra una columna de mármol, rebotó, chocó contra una pared y aterrizó volcado, con las ruedas girando en el aire.

—¡Las ruedas! —gritó Ludmilla—. ¡Hay que arrancarle las ruedas!

—Yo me encargo de eso —replicó Windle—. Ustedes, vayan a ayudar a Reg.

—¿Ese de ahí es Reg? —se sorprendió Doreen.

Windle movió el pulgar para señalar hacia la pared de enfrente. Las palabras «Más vale vivir muerto que mo…» terminaban en un desesperado reguero de pintura.

—En cuanto tiene una pared y un bote de pintura, ya no sabe en qué mundo está —suspiró Doreen.

—Sólo tiene dos para elegir —replicó Windle al tiempo que lanzaba hacia un lado las ruedas del carrito—. Lupine, vigila por si acaso vienen más.

Las ruedas habían sido afiladas, como las de unos patines para pista de hielo. Windle notaba las piernas magulladas. ¿Y cómo demonios funcionaba la curación?

Ayudaron a Reg Shoe a sentarse en el suelo.

—¿Qué está pasando? —dijo—. No venía nadie, así que bajé aquí a ver de dónde salía la música y, lo siguiente que supe fue que esas ruedas

El conde Arthur recuperó su forma aproximadamente humana, miró a su alrededor con orgullo y, cuando se dio cuenta de que nadie le prestaba atención, se encorvó.

—Estos parecían mucho más duros que los otros— señaló Ludmilla—. Más grandes, más agresivos, y estaban llenos de bordes afilados.

—Soldados — dijo Windle—. Ya habíamos visto a las obreras. Y ahora, a los soldados. Son como las hormigas.

—Cuando era pequeño, tenía una granja de hormigas — intervino Arthur, que se había dado un buen golpe contra el suelo y, por unos momentos, tenía problemas para aclararse con la realidad.

—Un momento, un momento — se sobresaltó Ludmilla —. Yo sé algo sobre las hormigas. Tenemos muchas en el patio de casa. Si hay obreras y soldados, también tiene que haber una…

—Lo sé, lo sé — asintió Windle.

—… aunque la verdad, no sé por qué decían que era una granja. Nunca las vi labrar un campo…

Ludmilla se apoyó contra la pared.

—Seguramente está cerca de aquí — dijo con un hilo de voz.

—Eso mismo pienso yo — corroboró Windle.

—¿Sabe por casualidad que aspecto tendrá?

—… lo único que hace falta es un par de trozos de cristal y unas cuantas hormigas…

—No lo sé, no tengo ni idea. Pero seguro que los magos están cerca.

—La verdad, no entiendo por qué se preocupa por ellos —bufó Doreen—. Al fin y al cabo, ellos fueron los que lo enterraron vivo, sólo porque estaba muerto.

Windle alzó la vista al oír el sonido de unas ruedas. Una docena de cestas guerreras doblaron la esquina y se agruparon en formación.

—Pensaban que era lo más conveniente — dijo Windle—, son cosas que pasan. Es increíble la cantidad de decisiones que parecen correctas en su momento.

La nueva Muerte se irguió.

—¿O?

AH.

EH…

Bill Puerta retrocedió un paso, se dio media vuelta y echó a correr.

Como bien había tenido ocasión de saber él, aquello no era más que aplazar lo inevitable. Pero, al fin y al cabo, en eso consistía la vida.

Ninguno de sus encargos había intentado escapar de él después de muerto. Muchos habían hecho la prueba estando aún vivos, a menudo con métodos de lo más ingeniosos. Pero la reacción normal de un espíritu que se ve repentinamente transportado de un mundo al otro era quedarse en el mismo lugar, conservando algunas esperanzas. Al fin y al cabo, ¿para qué huir? No sabías hacia dónde.

En cambio, el fantasma de Bill Puerta sabía muy bien hacia dónde correr.

La herreria de Ned Simnel estaba cerrada durante la noche, aunque aquello no representaba ningún problema. El espíritu de Bill Puerta, ni vivo ni muerto, atravesó sin titubeos la pared.

El fuego era un brillo apenas visible que se iba asentando en la forja. La herrería estaba llena de una cálida oscuridad.

De lo que no estaba llena era del fantasma de una guadaña.

Bill Puerta miró a su alrededor, desesperado.

¿KIIIK?

Había una diminuta figura, vestida con una túnica oscura, sentada en una viga sobre él. Le hacía frenéticos gestos para señalarle un rincón de la herrería.

Vio un mango oscuro que sobresalía de entre el montón de leña. Trató de cogerlo, con dedos que ahora eran tan insustanciales como una sombra.

—¡DIJO QUE LA DESTRUIRÍA!

La Muerte de las Ratas se encogió de hombros, en gesto comprensivo.

La nueva Muerte atravesó la pared, sujetando la guadaña con ambas manos.

Avanzó hacia Bill Puerta.

Se oyeron una serie de crujidos. Las túnicas grises poblaban ahora la herrería.

Bill Puerta sonrió, aterrado.

La nueva Muerte se detuvo y adoptó una pose teatral ante el brillo de la forja.

Blandió la guadaña.

Casi perdió el equilibrio

— ¡Eh, no tenías que agacharte!

Bill Puerta volvió a lanzarse contra la pared, y cruzó la plaza a toda velocidad, con el cráneo bajo y los pies espectrales deslizándose sin sonido sobre los guijarros. Llegó junto a las dos figuras que aguardaban bajo el reloj.

—¡AL CABALLO! ¡DEPRISA!

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

—¡NO HA FUNCIONADO!

La señorita Flitworth lo miró aterrada, pero puso a la niña inconsciente sobre el lomo de Binky, y montó tras ella. Después Bill Puerta dio una palmada en el flanco del animal. Al menos en esta ocasión sí hubo contacto… Binky existía en todos los mundos.

—¡VETE!

No se molestó en mirar a su alrededor, sino que echó a correr camino arriba,hacia la granja. ¡Un arma! ¡Algo que pudiera esgrimir! La única arma del mundo no-muerto estaba en manos de la nueva Muerte Mientras corría, Bill puerta se dio cuenta de que sonaba un cliqueteo tenue, agudo. Bajó la vista. La Muerte de las Ratas se mantenía a su ritmo. Incluso le dirigió un «KIIIK» alentador. Atravesó la entrada de la granja, y se escudó contra la pared. Se oía el retumbar lejano de la tormenta. Aparte de eso, todo era silencio. Se relajó un poco. Después avanzó con toda cautela junto a la pared, hacia la parte trasera de la granja.

Divisó el brillo de algo metálico. Allí, apoyada contra el muro, donde la habían dejado los hombres del pueblo cuando lo llevaron de vuelta a casa, estaba su guadaña. No la que había preparado con tanto esmero, sino la que utilizó para la cosecha. El filo que tenía se lo habían dado una vulgar piedra de moler y la caricia de las espigas, pero era una forma familiar, y trató de cogerla. Su mano la atravesó sin problemas.

Cuanto más corres, más te acercas.

La nueva Muerte salió de entra las sombras, sin ninguna prisa.

— Tu deberías saberlo bien —añadió.

Bill Puerta se irguió.

— Esto va a ser divertido.

La nueva Muerte avanzó.

¿DIVERTIDO?

La nueva Muerte avanzó. Bill Puerta retrocedió.

— Sí. Recolectar a una Muerte es como recolectar un billón de vidas inferiores.

¿VIDAS INFERIORES? ¡ESTO NO ES UN JUEGO!

La nueva Muerte titubeó.

— ¿Qué es un juego?

Bill Puerta sintió una chispita de esperanza.

SI QUIERES, TE LO ENSEÑO…

La punta del mango de la guadaña le golpeó bajo la mandíbula y lo derribó contra la pared. Se deslizó contra ella y cayó al suelo.

— Detectamos un truco. No te vamos a escuchar. El segador no escucha a la cosecha.

Bill Puerta trató de levantarse.

El mango de la guadaña lo golpeó de nuevo.

— No cometeremos los mismos errores.

Bill Puerta alzó la vista. La nueva Muerte tenía en la mano el reloj de oro. La parte superior estaba vacía. En torno a ellos dos, el paisaje cambió, se hizo más rojo, empezó a adoptar la apariencia irreal de la realidad vista desde el otro lado.

— Se le ha acabado el Tiempo, señor Bill Puerta.

La nueva Muerte se levantó la capucha.

Allí no había rostro alguno. Ni siquiera un cráneo. Los jirones de humo serpenteaban entre la túnica y una corona dorada.

Bill Puerta se incorporó sobre los codos.

¿UNA CORONA? —su voz temblaba de rabia—. ¡YO NUNCA LLEVÉ CORONA!

— Tú nunca quisiste gobernar.

La Muerte alzó la guadaña.

Y, en aquel momento, tanto la vieja Muerte como la nueva se dieron cuenta de que, en realidad, el siseo del tiempo al transcurrir no se había interrumpido.

La nueva Muerte titubeó, y volvió a sacar el reloj dorado.

Lo sacudió.

Bill Puerta miró hacia el rostro vacío, bajo la corona. Allí había una expresión de asombro, aunque no existieran rasgos que la mostraran. La expresión pendía del aire, por su cuenta.

Vio cómo giraba la corona.

La señorita Flitworth estaba con las manos extendidas, un poco separadas, y los ojos fuertemente cerrados. Entre sus manos, suspendido en el aire, se veía el tenue perfil de un cronómetro de vida, cuya arena se derramaba como un torrente.

Las Muertes consiguieron distinguir a duras penas el nombre grabado en el cristal con caligrafía sinuosa: Renata Flitworth.

La expresión sin rasgos de la nueva Muerte se transformó en un gesto de asombro infinito. Se volvió hacia Bill Puerta.

— ¿Para ti?

Pero Bill Puerta ya se estaba levantando, se erguía como la rabia de los reyes. Buscó algo que tenía a su espalda mientras gruñía, vivía con tiempo prestado.

Sus manos se cerraron en torno a la guadaña de la cosecha.

La Muerte coronada vio acercarse el objeto y alzó su propia arma, pero seguramente no había nada en el mundo capaz de detener la gastada hoja cuando rasgó el aire, con un filo que iba más allá de toda definición de filo, proporcionado por la rabia y la venganza. Atravesó el metal sin aminorar la marcha.

NADA DE CORONAS —dijo Bill Puerta, mirando fijamente el humo—. NADA DE CORONAS. SOLO LA COSECHA.

La túnica se plegó en torno a su hoja. Se escuchó un aullido agudo, que subió de tono hasta quedar más allá del umbral de audición. Una columna negra, como el negativo de un relámpago, brotó del suelo y desapareció entre las nubes tormentosas.

La Muerte aguardó un instante. Luego, con suma cautela, dio una patadita a la túnica que había quedado en el suelo. La corona, ligeramente deformada, rodó unos centímetros antes de evaporarse.

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