El segador (Mundodisco, #11) – Terry Pratchett

Reg Shoe se encogió de hombros y bajó la voz.

—Por lo menos, podríais intentarlo, hacer un esfuerzo —dijo, dirigiéndose al otro mundo en general—. Aquí estoy yo, gastándome los dedos hasta el hueso… —flexionó las manos para demostrarlo—. ¿Y oigo siquiera una palabra de agradecimiento?

Hizo una pausa por si acaso.

El cuervo, que era uno de los de talla súper, uno de los animales gordos que infestaban los tejados de la Universidad, inclinó la cabeza hacia un lado y dirigió a Reg Shoe una mirada pensativa.

—La verdad —suspiró Reg—, a veces me entran ganas de rendirme…

El cuervo carraspeó.

Reg Shoe se dio media vuelta.

—Si dijerais una palabra —insistió—, aunque sólo fuera una maldita palabra…

Entonces, oyó la música.

Ludmilla se arriesgó a quitarse las manos de los oídos.

—¡Es espantoso! ¿Qué es eso, señor Poons?

Windle trató de ajustarse los restos del sombrero sobre las orejas.

—Ni idea —tuvo que reconocer—. Podría ser música. Si nunca hubieras oído música.

Desde luego, no eran notas. Eran sonidos amontonados que quizá tuvieran intención de ser notas, conjuntados igual que uno podría dibujar un mapa de un país que nunca ha visto.

Nip. Yñíp. Tuonk.

—Viene de fuera de la ciudad —insistió Ludmilla—, Y todo el mundo… va… hacia… allí… No es posible que les guste, ¿verdad?

—Parece imposible-respondió Windle.

—Sí, pero… ¿recuerda el problema que tuvimos el año pasado con la plaga de ratas? Vino un hombre que decía que tenía una flauta especial, para tocar una música que sólo oían los bichos…

—Es verdad, pero aquello era un fraude, no era más que el Increíble Maurice y sus Ratas Domesticadas…

—Imagine que hubiera sido cierto.

Windle sacudió la cabeza.

—¿Música para atraer a los humanos? ¿Se refiere a eso? No, no puede ser cierto. A nosotros no nos atrae. Es más bien todo lo contrario.

—Sí, pero usted no es del todo… humano —replicó Ludmilla—. Y…

Se interrumpió y se puso colorada.

Windle le dio unas palmaditas en el hombro.

—Muy cierto. Muy cierto —fue lo único que se le ocurrió decir.

—Usted lo sabe, ¿verdad? —preguntó la joven, sin atreverse a levantar la vista.

—Sí. Y, para ser sincero, tampoco me parece que sea algo para avergonzarse. No sé si eso te sirve de ayuda…

—¡Mi madre me dijo que, si alguien se enterase, sería espantoso!

—Supongo que depende de quién sea ese alguien —replicó Windle, que miraba a Lupine de reojo.

—¿Por qué me observa así su perro? —quiso saber Ludmilla.

—Es muy inteligente.

Windle se rebuscó en el bolsillo, se sacó un par de puñados de tierra, y por fin consiguió dar con su diario. Faltaban veinte días para la siguiente luna llena. Iba a ser de lo más interesante.

Los escombros metálicos que formaban la pirámide empezaron a desmoronarse. Los carritos zumbaban en torno a ella, y una gran multitud de ciudadanos de Ankh-Morpork observaba formando un gran círculo, tratando de echar un vistazo hacia el interior. La música antimusical invadía el aire.

—Ahí está el señor Escurridizo —señaló Ludmilla mientras se abrían paso a través de la pasiva multitud.

—¿Qué anda vendiendo esta vez?

—Me parece que no vende nada, señor Poons.

—¿Tan mal están las cosas? Entonces, creo que el asunto es muy grave.

Una luz azulada brillaba desde el interior de un agujero del montón. Los trocitos de carritos rotos tintineaban contra el suelo como hojas de un árbol metálico.

Windle se inclinó, repentinamente tenso, y cogió un sombrero puntiagudo. Estaba desgarrado, le habían pasado por encima muchos carritos, pero aún era reconocible como el objeto que, por derecho, debería encontrarse sobre la cabeza de alguien muy concreto.

—Ahí dentro hay magos —dijo.

La luz arrancaba reflejos plateados del metal. Se movía como si fuera aceite. Windle extendió la mano. Una gran chispa consideró que los dedos eran una buena toma de tierra.

—Mmm —dijo—. Y hay mucho potencial…

Entonces, oyó los gritos de los vampiros.

—¡Eeeeh, señor Poons!

Se dio la vuelta. Los Noserastu se estaban acercando a ellos.

—Nosotros…, es decirr, nosotrros habrríamos querrido venirr antes, perro…

—… yo no encontraba el maldito cuello de la camisa —refunfuñó Arthur, sofocado y jadeante.

Llevaba un sombrero copa plegable, que cumplía con creces lo de plegable, pero dejaba mucho que desear como sombrero de copa, de manera que el vampiro parecía contemplar el mundo desde debajo de una concertina.

—Ah, hola —saludó Windle.

La dedicación de los Winkings al vampirismo militante era fascinante y aterradora.

—Hónrrenos prresentando a esta adorrable joven —dijo Doreen, sonriendo a Ludmilla.

—¿Cómo dice? —se disculpó Windle,

—¿Perrdón?

—Doreen…, es decir, la condesa quiere saber quién es la chica —contribuyó Arthur con voz cansada.

—He entendido perfectamente lo que he dicho —bufó con un acento más típico de los nacidos y criados en Ankh-Morpork que de la nobleza transilvana—. La verdad, si te dejara campar por tu cuenta, aquí no habría clases…

—Me llamo Ludmilla —la interrumpió la joven.

—Encantada —replicó la condesa Noserastu con elegancia, al tiempo que extendía una mano que habría sido delgada y pálida si no fuera rosada y regordeta—. Siemprre es un placerr conocer a sangrre joven. Sí alguna vez pasa por nuestrra casa, no deje de visitarrnos, tenemos un perrro prrecioso.

Ludmilla se volvió a Windle Poons.

—No lo llevo escrito en la cara, ¿verdad? —preguntó.

—No, es que esta gente es muy especial —le aclaró Windle amablemente.

—Ya me parecía a mí —asintió la chica—. No conozco a casi nadie que lleve capa de gala todo el día.

—Lo de la capa es imprescindible —le explicó el conde Arthur—. Por las alas, ya sabe. Mire…

Extendió la capa con gesto teatral. Se oyó el ruido seco de una implosión, y un pequeño murciélago regordete apareció en el aire. Miró hacia abajo, lanzó un chillido furioso, y se estampó de bruces contra el suelo. Doreen lo recogió por las patas y le sacudió el polvo.

—A mí lo que me molesta es tener que dormir toda la noche con la ventana abierta —dijo sin demasiada precisión—. ¿Por qué no para de una vez esa música? Me está dando dolor de cabeza.

Se oyó otro Ummmff. Arthur reapareció cabeza abajo, y volvió a caer de bruces.

—Lo malo es la caída, ya se sabe —suspiró Doreen—. Tiene que tomar carrerilla, necesita espacio. Si no se lanza desde una altura de un piso, por lo menos, no coge velocidad.

—No cojo velocidad —asintió Arthur mientras intentaba ponerse en pie.

—Disculpen —intervino Windle—. ¿No les afecta esta música?

—La verdad es que hace que me rechinen los dientes —asintió el conde—. Y eso no es bueno para un vampiro, salta a la vista.

—El señor Poons opina que afecta a la gente —explicó Ludmilla— —¿Hace que les chirríen los dientes?

Windle observó a la multitud. Nadie parecía fijarse en los miembros de Volver a Empezar.

—Parece como si esperasen algo —dijo Doreen—. Esperrasen, quierro decirr.

—Es aterrador —replicó Ludmilla.

—Lo aterrador no tiene nada de malo —bufó Doreen—. Nosotros somos aterradores.

—El señor Poons quiere entrar en ese montón de hierro —siguió la chica.

—Buena idea. Dígales que paren esa condenada música —asintió Arthur.

—¡Pero podría morir! —exclamó Ludmilla. Windle juntó las manos y se las frotó.

—Ah —sonrió—. En eso, tenemos ventaja.

Caminó hacia el brillo. Nunca había visto una luz tan brillante. Parecía emanar de todas partes, perseguía hasta a la última sombra y la erradicaba sin piedad. Era mucho más brillante que la luz del sol, sin parecerse a ella en absoluto…; tenía un filo azulado que cortaba la vista como un cuchillo.

—¿Se encuentra bien, conde? —se interesó.

—Sí, sí —asintió Arthur.

Lupine gruñó.

Ludmilla tiró de una maraña de metal.

—Miren, debajo de esto hay algo. Parece como si fuera… mármol. Mármol de color naranja. —Pasó un dedo por la superficie—. Pero está caliente. El mármol no debería estar caliente, ¿verdad?

—No puede ser mármol. Ni en todo el mundo habría tanto mármol…, márrmol —replicó Doreen—. Nosotros intentamos comprar mármol para la cripta. —Saboreó el sonido de la palabra y asintió para sí misma—. La cripta, sí. A esos enanos habrría que matarrlos, hay que verr lo que cobran. Son una verrgüenza.

—Me parece que esto no lo ha construido ningún enano —señaló Windle.

Se arrodilló como pudo y examinó el suelo.

—Ya me imagino que no, son unos pequeños vagos. Querían casi setenta dólares por hacernos nuestra cripta. ¿Verdad que sí, Arthur?

—Casi setenta dólares —dijo Arthur.

—Me parece que esto no lo ha construido nadie —siguió Windle en voz baja.

Grietas. Debería haber grietas, pensó. Bordes, y esas cosas, en las zonas donde una losa se junta con otra. No debería ser todo de una sola pieza. Ni tener un tacto ligeramente pegajoso.

—Así que Arthur la ha construido él mismo.

—La he construido yo mismo.

Ah. Allí había un borde. Bueno, quizá no fuera exactamente un borde. El mármol se hacía más claro, como una ventana que diera a otro espacio, también brillantemente iluminado. Y allí dentro había cosas, de perfiles confusos y aspecto fundido. Pero no podían haber entrado por ningún lado.

El parloteo de los Winkings lo acompañó mientras se deslizaba hacia adelante.

—… en realidad es más bien una criptita. Pero ahora tiene su propia mazmorra en casa, aunque hay que salir al vestíbulo para cerrar bien la puerta…

La finura y la distinción se podían reflejar en muchas cosas, pensó Windle. Para algunas personas, consistían en no ser un vampiro. Para otras, en un par de murciélagos de yeso en la pared.

Pasó los dedos por encima de la sustancia clara. Allí, el mundo se componía de rectángulos. Había rincones, y a ambos lados del pasillo había paneles también claros. Y la no-música sonaba sin cesar.

No podía estar vivo, ¿verdad? La vida era… más redondeada.

—¿A ti qué te parece, Lupine? —preguntó.

Lupine ladró.

—Mmm. No es mucha ayuda.

Ludmilla se arrodilló y puso una mano sobre el hombro de Windle.

—¿Qué quiere decir con eso de que no lo ha construido nadie? —quiso saber.

Windle se rascó la cabeza.

—No estoy seguro…, pero me parece que quizá… sea algo… segregado.

—¿Segregado? ¿Qué lo ha segregado?

Los dos alzaron la vista. Un carrito salió chirriando por un pasillo lateral, y derrapó para meterse por otro tras atravesar una sala cuadrangular.

—¿Ellos? —se sorprendió Ludmilla. —No, creo que no. Son más bien criados. Como las hormigas, O quizá las abejas de una colmena.

—¿Cuál es la miel?

—No estoy seguro, pero me parece que aún no está madura. Tengo la sensación de que esto aún no ha terminado. Que nadie toque nada.

Echaron a andar hacia adelante. El pasillo se abría para dar paso a una amplia zona iluminada, con techo en forma de cúpula. Varios tramos de escaleras subían y bajaban hacia diferentes niveles. Había una fuente y una serie de macetas de plantas, que parecían demasiado saludables como para ser de verdad.

—¿No es bonito? —suspiró Doreen. —Uno no deja de tener la sensación de que aquí debería haber gente —señaló Ludmilla—. Mucha gente.

—Al menos, debería haber magos —murmuró Windle Poons—, Media docena de magos no desaparecen así como así.

Los cinco procuraron caminar aún más cerca unos de otros. Por un pasillo como el que acababan de recorrer habría cabido una pareja de elefantes paseando hombro con hombro.

—¿No cree que sería buena idea volver al exterior? —sugirió Doreen.

—¿Qué ganaríamos con eso? —replicó Windle.

—Bueno, estaríamos fuera de aquí.

Windle se dio la vuelta y contó. De la zona de la cúpula salían, en forma de radios, cinco pasillos equidistantes.

—Y seguramente hay otro tanto arriba y abajo —meditó en voz alta.

—Todo esto está muy limpio —comentó Doreen, nerviosa—. ¿A que está limpio, Arthur?

—Está muy limpio.

—¿Qué es ese ruido? —preguntó de pronto Ludmilla.

—¿Qué ruido?

—Ese ruido. Como si alguien chupara algo.

Arthur miró a su alrededor. Por primera vez, parecía interesado.

—Yo no he sido.

—Son las escaleras —señaló Windle.

—No sea tonto, señor Poons. Las escaleras no chupan nada.

Windle bajó la vista.

—Éstas sí.

Eran negras, como un río que discurriera por una pendiente. A medida que la sustancia oscura brotaba del suelo en un flujo constante, se iba doblando para formar algo semejante a peldaños, que ascendían por la ladera hasta desaparecer otra vez bajo el suelo, más arriba. Cuando los peldaños brotaban del suelo emitían un sonido rítmico, lento, chop-chop, como el de alguien que se hurgara una caries particularmente molesta.

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