El segador (Mundodisco, #11) – Terry Pratchett

—¿Sabéis a que me recuerda esto? —dijo Ridcully mientras luchaban por abrirse paso.

—¿A qué? —jadeó el filósofo equino.

—Al viaje de los salmones.

—¿Al qué?

—En el Ankh no, claro —explicó Ridcully—. No creo que un salmón pudiera avanzar contra corriente en nuestro río…

—A menos que caminara —señaló el filósofo equino.

—…pero en otros ríos los he visto, forman auténticos enjambres —insistió el archicanciller—. Luchan por ir contra la corriente. El río entero parece una masa de plata.

—Qué bien, qué bien —asintió el filósofo equino—. ¿Y para qué lo hacen?

—Bueno…, es algo relativo a la procreación.

El filósofo equino hizo una mueca.

—Qué asco. ¡Y pensar que luego nos bebemos ese agua!

—Bueno, ya estamos en terreno despejado, ahora tendremos que rodearlos —dijo Ridcully—. Busquemos un hueco entre sus filas y…

—No creo que lo encontremos —le informó el conferenciante de runas modernas.

En todas las direcciones se extendía un muro de carretillas que avanzaba, chirriaba, se debatía.

—¡Vienen a por nosotros! ¡Vienen a por nosotros! —aulló el tesorero.

El decano le arrancó el cayado de entre las manos.

—¡Oye, que es mío!

El decano lo apartó de un empujón, y le voló las ruedas al carrito que tenía más cerca.

—¡Es mi cayado!

Los magos cerraron filas espalda contra espalda, rodeados por un anillo de metal que se estrechaba cada vez más.

—Su lugar no está en esta ciudad —dijo el conferenciante de runas modernas.

—Entiendo lo que quieres decir —asintió Ridcully—. Son… de fuera.

—Supongo que nadie llevará encima un hechizo de vuelo… —sugirió el filósofo equino.

El decano, con los dientes apretados, apuntó y fundió una cesta.

—Oye, que me estás gastando el cayado.

—Cállate, tesorero —bufó el archicanciller—. Y tú, decano, no iremos a ninguna parte destruyéndolos de uno en uno. ¿Verdad, muchachos? Queremos causar todo el daño posible al conjunto esos trastos. Recordad…, ráfagas salvajes, incontroladas…

Los carritos avanzaron.

AY. AY.

La señorita Flitworth se movía titubeante entre la húmeda penumbra de la noche. Los pedruscos de granizo crujían bajo sus pies. El trueno retumbó en el cielo.

—Caen fuerte, ¿eh? —dijo.

Y RESUENAN.

Bill Puerta se apoderó de un haz arrastrado por el viento, y lo amontonó junto a los demás. La señorita Flitworth llegó junto a él, doblada por la carga de un enorme haz de maíz.[22] Los dos trabajaron con rapidez, recorriendo el campo en zigzag para recuperar la cosecha antes de que el viento y el granizo se la llevaran toda. Aquello no era una tormenta normal. Era la guerra.

—¡De un momento a otro van a caer chuzos de punta! —gritó la señorita Flitworth por encima del ruido de los elementos—. ¡No tendremos tiempo de llevarlo todo al granero! ¡Vaya a buscar una lona alquitranada, o una tela impermeable, o algo así! ¡Con eso tendrá que bastar por esta noche!

Bill Puerta asintió, y echó a correr a través de la chapoteante oscuridad, hacia los edificios de la granja. Los rayos empezaron a brillar, tan próximos unos a otros y tan cercanos a los prados que el aire chisporroteaba y un aura de brillo se movía por la parte superior del seto.

Y allí estaba la Muerte.

Vio la figura erguida ante él. Era una forma esquelética, acuclillada, dispuesta a saltar, con la túnica negra ondeando al viento.

Una tensión desconocida se apoderó de él. Trataba de obligarlo a huir corriendo, y al mismo tiempo lo mantenía pegado al suelo. Invadía su mente y se quedaba allí, inmóvil, bloqueando todos los pensamientos excepto la pequeña voz interior que le decía, con toda tranquilidad: ASÍ QUE ESTO ES EL TERROR…

Entonces, la Muerte desapareció mientras el brillo de los relámpagos se desvanecía para reaparecer con energías renovadas sobre la colina más cercana.

En aquel momento, la tranquila voz interior añadió: PERO ¿POR QUÉ NO SE MUEVE?

Bill Puerta se obligó a inclinarse un centímetro hacia adelante. La cosa agazapada no hizo ningún movimiento en respuesta.

Sólo entonces comprendió que la cosa que había al otro lado del seto no era más que un montaje de costillas, fémures y vértebras cubierto por una túnica si se lo miraba desde una perspectiva… pero si ésta cambiaba ligeramente, resultaba ser un complejo constructo de brazos desplegables, tolvas y levas, semicubierto por una lona alquitranada que ahora el viento le estaba arrancando.

Lo que tenía delante era la Cosechadora Combinada.

En el rostro de Bill Puerta se dibujó una sonrisa espantosa. En su mente se formaron pensamientos nada propios de Bill Puerta. Dio un paso hacia adelante.

La muralla de carritos rodeó a los magos.

La última ráfaga de un cayado abrió un agujero de metal fundido, que rápidamente se repobló con más carritos.

Ridcully se volvió hacia sus colegas magos. Todos tenían los rostros congestionados, las túnicas rasgadas, y algunos disparos demasiado entusiastas habían provocado la aparición de chamuscaduras en barbas y sombreros.

—¿A nadie le queda ni un hechizo? —preguntó. Todos pensaron febrilmente.

—Creo que yo me acuerdo de uno —señaló el tesorero, titubeante.

—Pues adelante, hombre. En momentos como éste, vale la pena probar cualquier cosa.

El tesorero extendió una mano. Cerró los ojos. Murmuró unas pocas sílabas entre dientes.

Hubo un breve relámpago de luz octarina, y luego…

—Oh —dijo el archicanciller—, ¿Esto es todo?

—El Ramo Sorpresa de Eringyas —asintió el tesorero, con los ojos brillantes—. No sé por qué, pero es el que mejor se me ha dado siempre. Supongo que tengo un don para esto.

Ridcully se quedó mirando el enorme ramo de flores que el tesorero sostenía ahora en la mano.

—Quizá sea sólo una opinión mía, pero no parece lo más útil en este momento —señaló.

El tesorero vio el muro de carritos que se aproximaba. Su sonrisa se desvaneció.

—No, creo que no.

—¿A alguien más se le ocurre alguna idea? —insistió.

No recibió respuesta.

—Pero son unas rosas muy bonitas-apuntó el decano.

—Esto sí que es velocidad —dijo la señorita Flitworth al ver llegar a Bill Puerta junto al montón de haces, arrastrando la lona alquitranada detrás de él.

SÍ, ¿VERDAD? —murmuró él como de pasada.

La mujer lo ayudó a extender la tela por encima del montón, y a sujetar las esquinas con piedras. El viento la agitó y trató de arrancársela de las manos. Tanto habría dado que intentara arrancar una montaña de cuajo.

La lluvia barrió los prados, entre los jirones de niebla que brillaban con descargas eléctricas azuladas.

—En mi vida había visto una noche igual —se sorprendió la señorita Flitworth.

Se escuchó el retumbar de otro trueno. Una serie de luces parpadearon en el horizonte.

La mujer agarró a Bill Puerta por el brazo.

—¿No hay una… figura… en la colina? —dijo—. Me ha parecido ver una… forma.

NO, NO ES MÁS QUE UN ENGENDRO MECÁNICO.

Hubo otro relámpago.

—¿A caballo? —señaló la señorita Flitworth.

Una tercera ráfaga de luz surcó el cielo. Y, esta vez, no quedó ninguna duda. Había una figura montada a caballo en la colina más cercana. Una figura encapuchada. Que sostenía una guadaña con tanto orgullo como si fuera una lanza.

POSES. —Bill Puerta se volvió hacia la señorita Flitworth—. POSES. YO NUNCA HICE UNA COSA SEMEJANTE. ¿DE QUÉ SIRVE? ¿QUÉ SENTIDO TIENE?

Abrió la palma de la mano. En ella apareció el cronómetro de oro.

—¿Cuánto tiempo le queda?

PUEDE QUE UNA HORA. QUIZÁ SÓLO UNOS MINUTOS.

—¡Pues vamos!

Bill Puerta se quedó donde estaba, contemplando el cronómetro.

—¡He dicho que vamos!

NO SERVIRÁ DE NADA. ME EQUIVOQUÉ AL PENSAR QUE HABÍA UNA POSIBILIDAD. NO LA HAY. DE ALGUNAS COSAS NO SE PUEDE ESCAPAR. NO SE PUEDE VIVIR ETERNAMENTE.

—¿Por qué no?

Bill Puerta pareció sorprendido.

¿QUÉ QUIERE DECIR?

—¿Por qué no se puede vivir eternamente?

—NO LO SÉ. ¿SABIDURÍA CÓSMICA?

—¿Y qué sabrá de esto la sabiduría cósmica? Vamos, ¿viene o no?

La figura de la colina no se había movido.

La lluvia había convertido el polvo del suelo en un fino lodo. Resbalaron colina abajo, y recorrieron apresuradamente el patio que llevaba hacia la casa.

DEBÍ PREPARARME MÁS. TENÍA PLANES…

—Pero estaba la cosecha.

SÍ.

—¿Hay manera de que pongamos barricadas contra las puertas, o algo así?

¿SABE USTED LO QUE ESTÁ DICIENDO?

—¡Bueno, pues piense algo! ¿Con usted nunca funcionó nada?

NO —respondió Bill Puerta, no sin cierto orgullo.

La señorita Flitworth echó un vistazo por la ventana, y luego se pegó a la pared en un gesto teatral.

—¡Él se ha ido!

ESO —la corrigió Bill Puerta—. AÚN TARDARÁ UN TIEMPO EN SER UN «ÉL».

—Eso se ha ido. Puede estar en cualquier parte.

PUEDE LLEGAR A TRAVÉS DE LA PARED.

La mujer dio un paso hacia adelanto, y se lo quedó mirando.

DE ACUERDO —asintió—. COJA A LA NIÑA. CREO QUE DEBEMOS MARCHARNOS.

Entonces, se le ocurrió una idea. Pareció animarse un poco.

NOS QUEDA ALGO DE TIEMPO. ¿QUÉ HORA ES?

—¿Cómo quiere que lo sepa? Se pasa usted el día parando los relojes.

PERO ¿AÚN NO ES MEDIANOCHE?

—No. no creo que pasen de las once y cuarto.

EN ESE CASO, AÚN DISPONEMOS DE TRES CUARTOS DE HORA.

—¿Por qué está tan seguro?

POR EL TEATRO, SEÑORITA FLITWORTH. LA CLASE DE MUERTE QUE SE PONE A POSAR ANTE EL HORIZONTE Y SE HACE ILUMINAR POR RELÁMPAGOS —dijo Bill Puerta con tono de desaprobación— NO SE PRESENTA A LAS ONCE Y VEINTICINCO SI PUEDE APARECER A MEDIANOCHE.

La mujer asintió, pálida como una sábana, y subió al piso de arriba. Regresó un par de minutos más tarde, con Sal envuelta en una manta.

—Todavía está dormida —dijo.

ESO NO ES DORMIR.

La lluvia había cesado, pero la tormenta retumbaba aún sobre las colinas. El aire chisporroteaba, todavía parecía caliente como un horno.

Bill Puerta abrió la marcha. Pasaron junto al gallinero, donde Cyril y su envejecido harén estaban acurrucados en la oscuridad, intentando ocupar todos los mismos escasos centímetros de palo.

En torno a la chimenea de la granja se divisaba una clara nube de brillo verdoso.

—A eso lo llamamos Fuegos Engreídos —explicó la señorita Flitworth—. Son un presagio.

¿UN PRESAGIO DE QUÉ?

—¿Cómo? Ah, ni idea. Un presagio, sin más, supongo. Un presagio como otro cualquiera. ¿Adónde vamos?

AL PUEBLO.

—¿Para estar cerca de la guadaña?

SI.

Desapareció hacia el interior del granero. Salió unos momentos más tarde, tirando de las riendas de Binky, que ya estaba ensillado. Montó, se inclinó hacia un lado e izó a la anciana y a la niña dormida. Las sentó en el caballo, delante de él.

SI ME EQUIVOCO —añadió—, ESTE CABALLO LA LLEVARÁ A DONDE USTED QUIERA.

—¡No quiero ir a ningún sitio que no sea mi casa!

A DONDE QUIERA.

Binky empezó a trotar cuando llegaron al camino que conducía al pueblo. El viento soplaba entre las hojas de los árboles, que se inclinaban hacia el sendero. De cuando en cuando un rayo volvía a hendir el cielo.

La señorita Flitworth contempló la colina que se alzaba más allá de la granja.

—Bill…

LO SÉ.

—… está ahí otra vez…

LO SÉ.

—¿Por qué no nos persigue?

ESTAREMOS A SALVO HASTA QUE SE ACABE LA ARENA.

—Cuando se acabe la arena, ¿usted morirá?

NO. CUANDO SE ACABE LA ARENA, DEBERÍA MORIR. ESTARÉ EN EL ESPACIO QUE SEPARA LA VIDA DE LA OTRA VIDA.

—Bill, me dio la sensación de que la cosa que montaba… al principio parecía un caballo, aunque muy flaco, pero luego…

ES UN CORCEL ESQUELETO. IMPRESIONANTE, PERO POCO PRÁCTICO. YO TAMBIÉN TUVE UNO, PERO SIEMPRE SE LE CAÍA LA CABEZA.

—Ande o no ande, caballo vivo.

JA. JA. MUY DIVERTIDO, SEÑORITA FLITWORTH.

—Creo que ya va siendo hora de que deje de llamarme «señorita Flitworth» —dijo la señorita Flitworth.

¿RENATA?

La mujer se sobresaltó.

—¿Cómo ha sabido mi nombre? Ah. Seguramente lo ha visto escrito, ¿no?

GRABADO.

—¿En uno de esos relojes de arena?

SÍ.

—¿Todo el mundo tiene uno?

SÍ.

—Así que usted sabe cuánto me queda…

SÍ.

—Debe de sentirse muy extraño sabiendo… las cosas que sabe…

NO ME PREGUNTE NADA.

—Eso no es justo, no me parece bien. Si supiéramos cuándo vamos a morir, los seres humanos viviríamos mejor la vida.

SI LOS SERES HUMANOS SUPIERAN CUÁNDO VAN A MORIR, SEGURAMENTE NO VIVIRÍAN.

—Ah, qué metafórico. ¿Y usted qué sabe, Bill Puerta?

TODO.

Binky subió al trote por una de las escasas calles del pueblo, y llegó a los guijarros de la plaza. No había nadie en la calle. En las ciudades como Ankh-Morpork, la medianoche no era más que una hora tardía de la velada, porque la noche no existía, al menos en sentido cívico. Sólo había largas veladas que desembocaban en amaneceres. Pero, aquí, la gente regulaba su vida según cosas como la puesta del sol y el canto de gallos con problemas de pronunciación. Aquí la medianoche era una medianoche en serio.

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