El segador (Mundodisco, #11) – Terry Pratchett

—Yo, eh… —empezó—. La verdad…

¿TIENES MIEDO DE MORIR?

—No es que no quiera…, o sea, siempre he…, bueno, lo que pasa es que la vida es un hábito, resulta muy difícil dejarlo…

La Muerte lo miró con curiosidad, como se podría mirar a un escarabajo que hubiera caído de espaldas y no pudiera darse la vuelta.

Por último, Albert prefirió guardar silencio.

LO COMPRENDO —asintió la Muerte, al tiempo que descolgaba las riendas de Binky.

—¡Pero usted no parece preocupado! ¿Es verdad que va a morir?

SÍ. SERÁ UNA GRAN AVENTURA.

—¿Eso le parece? ¿No tiene miedo?

NO SÉ CÓMO TENER MIEDO.

—Si quiere, puedo enseñarle —se ofreció Albert.

NO. ME GUSTARIA APRENDERLO POR MÍ MISMO. TENDRÉ EXPERIENCIAS. POR FIN.

—Señor…, si usted se va…, ¿habrá…?

UNA NUEVA MUERTE SE ALZARA DE LAS MENTES DE LOS VIVOS, ALBERT.

—Oh. —Albert parecía aliviado—. No tendrá usted idea de cómo será, ¿verdad?

NO.

—Puede que deba limpiar todo esto un poco…, ya sabe, preparar un inventario y esas cosas.

BUENA IDEA —asintió la Muerte, con tanta amabilidad como pudo—. CUANDO VEA A LA NUEVA MUERTE, TE RECOMENDARÉ, NO LO DUDES.

—Ah. Así que lo va a ver…

OH, SÍ. AHORA TENGO QUE MARCHARME.

—Cómo, ¿tan pronto?

DESDE LUEGO. ¡NO DEBO PERDER EL TIEMPO!

La Muerte ajustó la silla, se dio media vuelta y sostuvo orgullosamente el pequeño reloj de arena ante la nariz ganchuda de Albert.

¿LO VES? ¡TENGO TIEMPO! ¡POR FIN TENGO TIEMPO!

Albert retrocedió un paso, nervioso.

—Y ahora que lo tiene, señor, ¿qué va a hacer con él? —preguntó.

La Muerte montó en su caballo.

LO VOY A PASAR.

La fiesta estaba en todo su apogeo. La pancarta en la que se leía «Adiós 130 Gloriosos Años de Windle» empezaba a inclinarse un poco a causa del calor. Las cosas habían llegado ya a ese punto en que no quedaba nada para beber más que ponche, y nada para comer a excepción de la extraña crema amarillenta y las sospechosísimas tortillas de maíz… y a nadie le importaba. Los magos charlaban entre ellos con la forzada jovialidad de la gente que se ha estado viendo durante todo el día, y ahora se encuentra viéndose durante toda la noche.

En el centro de todo aquello estaba sentado Windle Poons, con un gran vaso de ron en la mano y un sombrerito de papel en la cabeza. Parecía al borde de las lágrimas.

—¡Una auténtica fiesta de Adiós! —murmuraba con voz ronca una y otra vez—. No celebrábamos una desde que al viejo «Sarna» Hocksole le dijimos su Adiós. —La mayúscula encajaba en su sitio con toda facilidad—. Fue en el, mmm, en el Año del Delfín Intimidante. Creía que ya nadie se acordaba de cómo se hacían las fiestas.

—Le pedimos al bibliotecario que nos buscara documentación sobre los detalles —dijo el tesorero, señalando a un gran orangután que estaba intentando soplar en un matasuegras—. También ha sido él quien ha preparado la crema de plátano para mojar las tortillas. Espero que alguien se la coma pronto.

Se inclinó hacia adelante.

—¿Quieres que te sirva más ensaladilla de patata? —dijo con la voz alta, ponderada, que se utiliza para hablar con imbéciles o con ancianos.

Windle se llevó una mano temblorosa a la oreja.

—¿Qué? ¿Qué?

—¿¡Más! ¡Ensaladilla! ¡Windle!?

—No, muchas gracias.

—¿Y otra salchicha?

—¿Qué?

—¡Salchicha!

—Es que luego me producen unos gases terribles toda la noche —replicó Windle.

Meditó un instante sobre lo que acababa de decir, y luego se comió cinco.

—Eh… —empezó el tesorero, titubeante, pero sin dejar de gritar—. ¿Sabes por casualidad a qué hora…?

—¿Eh?

—¿¡Qué! ¡Hora!?

—A las nueve y media —respondió Windle, seguro, aunque algo tembloroso.

—Vaya, qué bien —asintió el tesorero—. Así tendrás el resto de la noche…, eh…, libre.

Windle rebuscó en los temibles rincones de su silla de ruedas, un auténtico cementerio de cojines viejos, libros sobados con las esquinas de las páginas dobladas y antiquísimos caramelos a medio comer. Por fin, consiguió hacer aflorar una libretita de cubiertas verdes, y la puso entre las manos del tesorero.

El tesorero la examinó. Sobre la cubierta se leía: Windle Poons Su Diario. Un trozo de corteza de panceta servía para marcar la fecha del día actual.

En el apartado de «Cosas que hacer» una mano temblorosa había escrito: Morir.

El tesorero no pudo contenerse, y pasó la página.

Sí. En el apartado «Cosas que hacer» del día siguiente ponía: Nacer.

Su mirada se desvió de soslayo hacia una mesita situada en un lado de la habitación. Pese a que toda la sala estaba abarrotada de gente, había una zona de suelo despejado alrededor de la mesita, como si ésta tuviera una especie de espacio personal que nadie osara invadir.

En la documentación que habían reunido sobre la ceremonia de Adiós, había instrucciones muy concretas relativas a la mesita. Debía estar cubierta por un mantel negro, en el que se habrían bordado unos cuantos signos mágicos. Sobre ella había un plato con una selección de los mejores canapés. También había una copa de vino. Tras una larga y acalorada discusión entre los magos, colocaron además un gorrito de papel.

Todos parecían expectantes.

El tesorero se sacó el reloj del bolsillo y abrió la tapita.

Era uno de los relojes modernos, con manecillas. Marcaban las nueve y cuarto. Lo sacudió. Una pequeña escotilla se abrió bajo el número doce, y un diminuto demonio asomó la cabeza por ella.

—Ya vale, jefe, que no puedo pedalear más deprisa —refunfuñó. El tesorero volvió a cerrar el reloj y miró a su alrededor a la desesperada.

Nadie parecía tener demasiadas ganas de acercarse a Windle Poons. El mago se sentía en la obligación de dar al anciano algo de conversación educada. Repasó mentalmente los posibles temas. No había ninguno que no presentara problemas.

Windle Poons lo sacó del aprieto.

—He estado pensando en volver como mujer —dijo en tono ligero.

El tesorero abrió y cerró la boca unas cuantas veces.

—La verdad es que me apetece mucho —siguió Poons—. Puede ser, mmm, muy divertido.

El tesorero trató de recordar a la desesperada su limitado repertorio de documentación acerca de las mujeres. Se inclinó hacia la arrugada oreja de Windle.

—¿No crees que habrá demasiadas…? —Titubeó sin rumbo fijo-¿… cosas que lavar? ¿Y camas que hacer, y cocinar, y todo eso?

—En la clase de vida que, mmm, que tengo pensada, no —replicó Windle con firmeza.

El tesorero cerró la boca.

El archicanciller dio unos golpes en la mesa con la cuchara.

—¡Hermanos…! —empezó, cuando se hizo algo parecido al silencio.

Esto provocó un escandaloso coro de aplausos y aclamaciones. Como todos sabéis, nos hemos reunido aquí esta noche para celebrar el…, eh…, el retiro —risas nerviosas— de nuestro viejo amigo y colega, Windle Poons. ¿Sabéis?, al ver aquí esta noche al viejo Windle, no sé por qué, me acuerdo de la historia de la vaca que tenía tres patas de madera. Pues bueno, iba esta vaca por…

El tesorero dejó vagar su mente. Conocía bien aquella historia. El archicanciller siempre chafaba el final, y además, tenía que pensar en otras cosas.

No dejaba de mirar la mesita.

El tesorero era una persona amable, aunque de temperamento algo nervioso, y disfrutaba mucho con su trabajo. Aparte de todas las demás ventajas que ofrecía, no había ningún otro mago que se lo envidiara. Muchos magos querían ser archicancilleres, por ejemplo, o jefes de cualquiera de las ocho órdenes de la magia, pero casi ninguno sentía el menor deseo de pasarse montones de tiempo en un despacho, repasando papeles y haciendo cuentas. Por lo general, el papeleo de toda la Universidad se acumulaba en el despacho del tesorero, lo que significaba que por las noches se iba a la cama agotado, pero al menos dormía de un tirón y no tenía que molestarse en buscar escorpiones en su camisa de dormir.

En las órdenes de la magia, uno de los métodos de ascenso más populares y habituales era asesinar a un mago de grado superior. En cambio, la única persona que podía tener interés en matar a un tesorero era alguien que considerase todo un placer pasarse el día viendo columnas de cifras bien organizadas… y ese tipo de gente no suele ser propensa a cometer asesinatos.[4]

Recordó su infancia, hacía ya tanto tiempo, en las Montañas del Carnero. Su hermana y él siempre dejaban un vaso de vino y un bizcocho para Papá Puerco todas las Noches de la Vigilia de los Puercos. En aquellos tiempos el tesorero era mucho más joven, mucho más ignorante y, probablemente, mucho más feliz.

Por ejemplo, había ignorado que algún día sería mago, y estaría reunido con otros magos, dejando un vaso de vino, un bizcocho, un sospechoso vol-au-vent de pollo y un gorrito de papel para…

… para alguien.

Cuando era niño, también había habido fiestas de la Vigilia de los Puercos. Todas seguían unas normas semejantes. Cuando los chiquillos ya no podían soportar más la impaciencia, uno de los adultos decía con malicia «¡Me parece que va a llegar un visitante especial!» y, sorprendentemente, nada más decirlo se oía el sospechoso tintineo de unas campanillas junto a la ventana, y entraba…

… entraba…

El tesorero sacudió la cabeza. Por supuesto, entraba el abuelo de cualquiera de los críos, disfrazado con una barba falsa. Algún abuelete jovial, con un saco de juguetes, aplastando la nieve con las botas. Alguien que te daba algo.

Mientras que esta noche…

Por supuesto, lo más probable era que el viejo Windle no lo estuviera viendo de la misma manera. Después de ciento treinta años, la muerte debía de parecerle en cierto modo atractiva. Seguro que a uno le empezaba a interesar averiguar qué venía después.

La retorcida anécdota del archicanciller llegó torpemente a su fin. Los magos allí reunidos se rieron obedientemente, y luego trataron de adivinar dónde estaba el chiste.

El tesorero consultó disimuladamente su reloj. Eran las nueve y veinte.

Windle Poons hizo un discurso. Fue largo, balbuceante y desarticulado. Habló sobre los buenos viejos tiempos, y parecía creer que la mayoría de los que le rodeaban eran la gente que, en realidad, había muerto hacía ya cincuenta años. Pero la cosa no tenía mayor importancia, porque todos los presentes se habían acostumbrado a no escuchar al viejo Windle.

El tesorero no podía apartar los ojos de su reloj. Desde el interior del objeto le llegaba el chirrido de los pedales a medida que el demonio se encaminaba pacientemente hacia el infinito.

Las nueve y veinticinco.

El tesorero se preguntaba cómo iba a suceder. ¿Se oiría -¡Me parece que va a llegar un visitante especial!— el ruido de los cascos de un caballo por la ventana?

¿Se abriría realmente la puerta, o entraría Él atravesándola? Se lo conocía por Su habilidad para entrar en lugares sellados…, sobre todo en lugares sellados, si uno se lo planteaba con lógica. Enciérrate en cualquier lugar, séllalo… y ya veras, es cuestión de tiempo.

El tesorero tenía la esperanza de que Él usara la puerta como debe ser. Por su parte, ya tenía los nervios bastante destrozados.

Las conversaciones empezaban a decaer. El tesorero se dio cuenta de que muchos de los otros magos también miraban en dirección a la puerta.

Windle se encontraba en el centro de un círculo que, con suma educación, era cada vez más amplio. Nadie esquivaba al anciano. Lo que pasaba era que algo semejante a un movimiento browniano al azar estaba apartando suavemente de él a todo el mundo.

Los magos tienen la capacidad de ver a la Muerte. Y cuando muere un mago, la Muerte acude en persona para guiarlo hacia el Más Allá. El tesorero se preguntaba por qué la gente parecía considerarlo un privilegio…

—La verdad, no sé qué estáis mirando todos —dijo Windle alegremente.

El tesorero abrió su reloj.

La escotilla situada bajo las doce se abrió de golpe.

—¿Quieres dejar de darme sacudidas? —se quejó el demonio con voz chirriante—. ¡No hago más que perder la cuenta!

—Lo siento —susurró el tesorero. Eran las nueve y veintinueve.

El archicanciller dio un paso adelante.

—Bueno, Windle, pues adiós —dijo, al tiempo que estrechaba la mano apergaminada del anciano—. Esto no será lo mismo sin ti.

—No sé cómo nos las vamos a arreglar —asintió el tesorero, agradecido.

—Buena suerte en la próxima vida —intervino el decano—. Si alguna vez pasas por aquí, y te acuerdas de quién eras…, ya sabes, entra a vernos.

—No quiero que perdamos el contacto, ¿eh? —añadió el archicanciller.

Autore(a)s: