El segador (Mundodisco, #11) – Terry Pratchett

A lo mejor Bill Puerta sólo pretendía librarse de ella, y eso era perfectamente comprensible; porque, incluso tal como estaba ahora, colgada inocentemente de la pared, parecía irradiar filo. Había una sutil aura violácea en torno a la hoja, causada por las corrientes de aire de la habitación que arrastraban a desafortunadas moléculas de aire hacia una muerte segura.

Ned Simnel la cogió con sumo cuidado.

El tal Bill Puerta era un tipo de lo más extraño. Había dicho que quería estar completamente seguro de que la guadaña quedaba muerta. Como si fuera posible matar a una cosa.

Además, ¿cómo iba alguien a destruir aquel objeto? Oh, sí, el mango se podía quemar, era posible calcinar al metal si ponía en ello auténtico empeño, y al final no quedaría más que un montoncito de polvo y cenizas. Eso era lo que quería el cliente.

Pero, por otra parte, también era de suponer que se podía destruir la guadaña con sólo separar la hoja del mango…, al fin y al cabo, después de hacer eso, lo que quedaría no sería una guadaña. Sólo serían…, bueno, trozos. Sí, claro, con esos trozos se podía fabricar una guadaña, pero también se podría fabricar una guadaña a partir del polvo y las cenizas. Sólo hacía falta saber cómo.

Ned Simnel quedó bastante satisfecho con esta argumentación.

Además, al fin y al cabo, Bill Puerta no le había pedido ninguna prueba de que la herramienta estaba… eh… muerta.

Calculó la distancia con suma cautela y, después, blandió la guadaña para cortar un trozo del yunque. Increíble.

Filo total.

Se rindió. Aquello no era justo. No se le podía pedir a una persona como él que destruyera semejante herramienta. Era una obra de arte. Aún más. Era un prodigio de la técnica.

Se dirigió hacia el otro extremo de la habitación, donde había un montón de leña, y tiró la guadaña al otro lado, para que quedara oculta tras los troncos. Se oyó un quejido breve, punzante.

Y no haría nada incorrecto. Al día siguiente, sin ir más lejos, devolvería a Bill su cuarto de penique.

La Muerte de las Ratas se materializó tras el montón de leña de la forja, y caminó con paso cansino hasta el patético montoncito de piel que había sido la rata que se interpuso en el camino de la guadaña.

Su espíritu estaba de pie junto a él. Parecía deprimido, y no le hizo mucha gracia su llegada.

—¿Kiiik? ¿Kiiik?

KIIIK —explicó la Muerte de las Ratas.

—¿Kiiik?

KIIIK —confirmó la Muerte de las Ratas.

—¿[Vibración de bigotes] [Movimiento de nariz]?

La Muerte de las Ratas asintió con la cabeza.

KIIIK.

La rata pareció abatida. La Muerte de las Ratas le puso en el hombro una zarpa de huesos, no exenta de bondad.

KIIIK

La rata asintió con tristeza. Había vivido bien en la forja. En los dominios de Ned, nadie hacía limpieza nunca, y el herrero era probablemente el campeón mundial en la especialidad de olvidarse bocadillos a medias. Al final, el espíritu del animal se encogió de hombros y echó a andar tras la figura de la túnica oscura. Tampoco tenía mucho donde elegir.

La gente corría precipitadamente por las calles. Muchos transeúntes iban en persecución de carritos. Muchos carritos iban llenos con todo el surtido de cosas para cuyo transporte la gente los había considerado útiles: leña, niños, compras…

Y ya no se escabullían, sino que avanzaban a ciegas, todas en la misma dirección.

Una manera posible de detener a los carritos era volcarlos, para que quedaran ruedas arriba, sacudiéndose inútilmente. Los magos vieron a buen número de entusiastas tratando de destrozarlos, pero aquellos trastos eran prácticamente indestructibles…, se doblaban, pero no se rompían. Y, aunque tan sólo les quedara una rueda entera, intentaban valientemente seguir su camino.

—¡Mirad ése de allá! —rugió el archicanciller—. ¡Lleva toda mi colada! ¡Mi propia colada! ¡Cáspita con ese carrito malo!

Se abrió camino a empujones entre la multitud y metió el cayado entre las ruedas del carrito, haciendo que cayera de lado.

—¡No hay manera de apuntar con tanto civil por medio! —se quejó el decano.

—¡Debe de haber cientos de carritos! —exclamó el conferenciante de runas modernas—. ¡Son como bichajos![21] Aparta de mí, so…, so…, ¡so cesta!

Derribó con su cayado a un molesto carrito.

La marea de cestas sobre ruedas estaba inundando toda la ciudad. Pese a su resistencia, los humanos fueron cayendo presa del agotamiento, o atropellados por las ruedas zigzagueantes. Solo los magos consiguieron mantener el ritmo, gritándose unos a otros y atacando al enjambre plateado con sus bastones. No era que la magia no funcionase. Todo lo contrario, iba bastante bien. Un buen hechizo podía convertir uno de los carritos en un millar de complicados puzzles de alambre. Pero ¿de qué servía eso? Al momento siguiente, dos carritos ocupaban el lugar de su congénere caído.

En torno al decano, los carritos aplastados formaban un montón de desperdicios metálicos.

—Le está cogiendo el tranquillo, ¿no te parece? —dijo el filósofo equino mientras el tesorero y él conseguían volcar una cesta más,

—Desde luego, grita muchos «Yeee» —asintió el tesorero.

El decano no recordaba haber sido tan feliz en toda su vida. Se había pasado sesenta años obedeciendo las reglas autoimpuestas del mundo de la magia… y, de pronto, se lo estaba pasando de maravilla. Hasta entonces no se había dado cuenta de que, en lo más profundo de su ser, lo que siempre había deseado era destrozar cosas.

El fuego brotaba de la punta de su cayado. Asas y trozos de ruedas que giraban de forma patética caían tintineando a su alrededor. Y lo mejor de todo era que los blancos no parecían tener fin. Una segunda oleada de carritos, esta vez aún más apretados, trataba de avanzar por encima de los que todavía seguían en contacto con el suelo. No les servía de nada, pero, aun así, lo intentaban. Y lo intentaban con desesperación, porque una tercera oleada de carritos trepaba ya por encima de ellos, aplastándolos. Aunque quizá la palabra «intentar» no fuera la más apropiada. Sugería una especie de esfuerzo consciente, una posibilidad de que a lo mejor existía un estado de «no intentar». Pero el movimiento implacable de los objetos, la manera en que se aplastaban unos a otros en su precipitación, tenía un algo que sugería que las cestas de alambre eran tan capaces de decidir en aquel asunto como el agua de decidir si quería o no discurrir cuesta abajo.

—¡Yeee! —gritaba el decano.

La magia en estado puro se estrellaba contra los retorcidos trozos de metal. Llovían ruedas.

—¡Toma taumaturgia, jo…! —empezó el decano.

—¡No digas tacos! ¡No digas tacos! —se apresuró a interrumpirlo Ridcully, gritando para hacerse oír por encima del ruido.

Apartó de un manotazo a un Hijo de Puta que orbitaba en torno a su sombrero.

—¡No sabemos en qué se podrían convertir! —añadió.

—¡Caray! —rugió el decano.

—Es inútil. Tanto daría que estuviéramos conteniendo una marea —suspiró el filósofo equino—. Yo voto por que volvamos a la Universidad y preparemos unos cuantos hechizos. De los duros.

—Buena idea —asintió Ridcully. Contempló unos instantes el muro de alambres retorcidos, que avanzaba sin cesar—, ¿Se te ocurre cómo? —añadió.

—¡Yeeee! ¡Bribones! —gritó el decano.

Volvió a apuntar con su cayado. El bastón emitió un ruidito patético que, si hubiera que escribirlo, se reflejaría en el papel como un pffft. Una débil chispa cayó de la punta y se estrelló contra los guijarros del suelo.

Windle Poons cerró de golpe otro libro. El bibliotecario cerró los ojos como si le doliera,

—¡Nada! Volcanes, maremotos, ira de los dioses, magos ineptos…, no quiero saber cómo han sido asesinadas otras ciudades. Lo que necesito es saber cómo acabaron…

El bibliotecario amontonó otra pila de libros sobre la mesa de lectura.

Windle estaba dándose cuenta de que otra de las ventajas de estar muerto era el dominio de los idiomas. Podía percibir el sentido de las palabras, aunque no supiera qué significaban realmente. Desde luego, estar muerto no era como quedarse dormido. Era como despertar.

Echó un vistazo hacia el otro lado de la biblioteca, donde Ludmilla estaba vendando la pata de Lupine.

—¿Bibliotecario? —susurró.

—¿Oook?

—Tú también sufriste un cambio de especie…, mira, es hablar por hablar, pero… imagina que te encuentras con una pareja que… bueno, supongamos que hay un lobo que se convierte en lobo-hombre cuando hay luna llena, y una mujer que se convierte en mujer-lobo con la luna llena…, ya sabes, que se aproximan a la misma forma pero desde puntos diferentes… Y van y se conocen. ¿Qué les dirías? ¿Dejarías que se aclararan solos?

—Oook —respondió el bibliotecario al instante.

—Es tentador.

—Oook.

—Eso no le haría ninguna gracia a la señora Cake.

—Eeek Oook.

—Tienes razón. Podrías haberlo dicho de una manera menos ruda, pero tienes razón. Todo el mundo tiene derecho a aclarar su vida sin intromisiones.

Suspiró y pasó la página. Abrió los ojos de par en par.

—La ciudad de Kahn Li —dijo—, ¿Habías oído hablar de ella? ¿Qué libro es éste? El Grimorio Increíble Pero Cierto de Stripfettle, Aquí dice… «carritos»…, nadie supo de dónde habían salido,…, tan útiles que se contrató a muchos hombres para reunir una manada y llevarlos a la ciudad… De repente, una marea de criaturas…, los hombres las siguieron y contemplaron…, había una nueva ciudad más allá de los muros, una ciudad como hecha por comerciantes, donde los carritos entraban…

Pasó la página.

—Parece decir que… Aún no lo he comprendido bien, se dijo. Cubo-Un-Hombre piensa que estamos hablando del nacimiento de ciudades. Pero no es así. Una ciudad es algo vivo. Imaginemos que la contempla un gran gigante de vida lenta, como un Pino Contador. Vería edificios que crecen. Vería asaltantes que son repelidos. Vería incendios que se apagan. Vería que la ciudad estaba viva, pero no percibiría a la gente, porque las personas se moverían demasiado deprisa. La vida de una ciudad, la vida que la hace funcionar, no es ninguna fuerza misteriosa. La vida de una ciudad es la gente.

Pasó las páginas con gesto distraído, sin mirarlas realmente…

Así que tenemos las ciudades, criaturas grandes, sedentarias, que crecen en determinado lugar y apenas se mueven en miles años. Se reproducen enviando a la gente a colonizar nuevas tierras. Pero ellas, en sí, se quedan donde están. Están vivas, si, pero sólo de la misma manera que está viva una medusa. O una verdura moderadamente inteligente. Al fin y al cabo, a Ankh-Morpork la llamamos la Gran Pera…

Y cuando hay cosas vivientes muy grandes y lentas, también hay siempre cosas pequeñas y rápidas que se las comen…

Windle Poons sentía cómo chisporroteaban las células de su cerebro. Se hacían conexiones. Las ideas viajaban como ráfagas por senderos nuevos. ¿Había pensado de verdad, así, cuando estaba vivo? Lo dudaba mucho. En aquellos tiempos él no era más que un montón de reacciones complejas relacionadas con toda una variedad de terminaciones nerviosas. Tenía en la cabeza todo desordenado, desde ociosas consideraciones con respecto a la siguiente comida a distraídos recuerdos que se interponían entre él y la posibilidad de pensar bien.

Eso crecía dentro de la ciudad, donde estaba cálido y protegido. Luego rompía la cáscara, salía de la ciudad, y construía…, construía algo, no una ciudad de verdad, sino una ciudad falsa… que se llevaba a la gente, la vida, del anfitrión…

La palabra más adecuada era depredador.

El decano se quedó mirando su cayado con gesto incrédulo. Lo sacudió y apuntó de nuevo.

Esta vez, el sonido escrito habría sido algo así como pfut.

Alzó la vista. Una ondulante oleada de carritos, una marea que llegaba hasta la altura de los tejados, se iba a lanzar contra él.

—Oh…, jopelines —dijo. Se protegió la cabeza con las manos.

Alguien lo agarró por la parte trasera de la túnica y tiró de él en el momento en que caían los carritos.

—¡Vamos! —exclamó Ridcully, apremiante—. ¡Si corremos, les sacaremos ventaja!

—¡Me he quedado sin magia! ¡Me he quedado sin magia! —gemía el decano.

—Te quedarás sin otras muchas cosas si no empiezas a correr —replicó el archicanciller.

Trataron de mantenerse juntos a medida que avanzaban, sin dejar de chocar unos contra otros. Así, los magos emprendieron la fuga a pocos metros por delante de los carritos. Había auténticas riadas de aquellos trastos, cubrían ya toda la ciudad y los alrededores.

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