Otras dos cestas sobre ruedas traquetearon por la plaza que se extendía ante las puertas de la verja. Una estaba llena de fruta. La otra estaba medio llena de fruta y medio llena de una niña que gritaba sin cesar.
Los magos se quedaron mirándola boquiabiertos. Una riada de gente corría tras los carritos. A la cabeza, con una ventaja de pocos pasos, iba una mujer, desesperada y decidida. Pasó como una exhalación ante la Universidad.
El archicanciller consiguió atrapar a un hombre corpulento que corría esforzadamente en las últimas filas de la multitud.
—¿Qué ha pasado?
—¡Yo sólo estaba cargando unos melocotones en esa cesta, pero de repente se me escapó!
—¿Y la niña?
—Ni idea. Esa mujer tenía una cesta igual, y me compró unos melocotones, y luego…
Todos se giraron a la vez. Una cesta salió traqueteando por un callejón, los vio, se dio la vuelta rápidamente y escapó de la plaza.
—Pero ¿por qué? —insistió Ridcully.
—Bueno, son unos trastos muy útiles para guardar cosas —replicó el hombre—. Y yo tengo que transportar los melocotones. Se magullan con nada.
—Todos van en la misma dirección —señaló el conferenciante de runas modernas—. ¿Os habíais dado cuenta?
—¡A por ellos! —rugió el decano.
Los demás magos, demasiado asombrados como para discutir, corrieron tras él.
—No… —empezó Ridcully.
Se dio cuenta de que era inútil. Y estaba perdiendo la iniciativa. Con sumo cuidado, formuló mentalmente el grito de combate más suave en la historia de las batallas.
—¡Cáspita, atrapemos a esas cestas malas! —chilló.
Y echó a correr tras el decano.
Bill Puerta trabajó durante toda la larga tarde calurosa, a la cabeza de una hilera de agravilladores y hacinadores.
Hasta que se oyó un grito, y los hombres corrieron hacia el seto que separaba los prados.
El campo grande de Iago Peedbury estaba justo al otro lado. Los peones de su granja empujaban la Cosechadora Combinada, montada sobre ruedas, a través de la puerta de la valla.
Bill fue a reunirse con todos los espectadores apoyados en el seto. A lo lejos se divisaba la figura de Simnel, que daba instrucciones sin cesar. Obligaron a retroceder a un caballo aterrorizado hasta que se colocó entre las dos varas sobresalientes. El herrero trepó hasta el pequeño asiento de metal en el centro de la máquina, y se hizo con las riendas del caballo.
El animal echó a andar. Los brazos articulados se desplegaron. Las sábanas de lona empezaron a girar, y probablemente el eje de la artesa estaba funcionando, pero eso no importó mucho, porque alguna otra cosa hizo «clonk», y la máquina se detuvo.
Entre la multitud de hombres que miraban desde el seto se empezaron a elevar gritos de «¡Llévatela a casa y ordéñala!», «¡A ver cuanto te da por ella el chatarrero!», «¡Ponle un caballo más y así tendrás una pareja!», y otras expresiones típicas del humor popular. Simnel se apeó, mantuvo una conversación en susurros con Peedbury y con sus hombres, y luego desapareció unos instantes en el interior de la máquina.
—¡Nunca volará!
—¡Ha perdido tornillos por el camino!
En esta ocasión, la Cosechadora Combinada avanzó varios metros antes de que uno de los trozos de lona giratoria se rasgara y se enredara en los ejes. Para entonces, algunos de los ancianos sentados en el seto estaban ya doblados de risa.
—¡Hierro viejo, se vende a granel!
—¡Tráete la de repuesto, ésta no va!
Simnel se apeó de nuevo. Le llegaron los silbidos lejanos mientras desataba la lona rasgada y la sustituía por una nueva. No hizo caso.
Sin apartar la mirada de la escena que tenía lugar en el prado contiguo, Bill Puerta se sacó del bolsillo una piedra de afilar y empezó a trabajar en su guadaña con lentitud, con deliberación.
Aparte del tintineo lejano de las herramientas del herrero, el chip-chip de la piedra contra el metal era lo único que se oía en el aire pesado de la tarde.
Simnel se subió de nuevo a la cosechadora, e hizo un gesto de asentimiento en dirección al hombre que sujetaba el caballo.
—¡Allá vamos otra vez!
—¡Apuestas!, ¿qué se romperá ahora?
—¡Dale duro, a ver si avanzas tres metros…!
Los gritos se apagaron. Media docena de pares de ojos contemplaron el movimiento de la Cosechadora Combinada prado arriba, la miraron fijamente mientras airaba en el promontorio, la observaron volver hasta el lugar donde había empezado. Pasó traqueteando junto a ellos, con su movimiento oscilante. Al llegar al final del prado, se volvió con un movimiento limpio. Regresó de nuevo.
—No llegará a gustar —dijo alguien tras un rato con tono sombrío—. Aquí nadie la va a querer, os lo digo yo.
—Claro que no. ¿Para qué sirve un cacharro como ése? —asintió otro.
—Y que lo digas, no es más que un reloj grande. No puede hacer nada más que subir y bajar por el prado…
—… muy deprisa…
—… cortando el maíz y separando el grano…
—Ya ha hecho tres hileras.
—¡Joder!
—¡Casi no se ve como se mueven las piezas! ¿A ti qué te parece, Bill? ¿Bill?
Miraron a su alrededor.
Bill Puerta iba ya por la segunda fila, pero estaba acelerando.
La señorita Flitworth entreabrió la puerta.
—¿Sí? —preguntó con tono de sospecha.
—Se trata de Bill Puerta, señorita Flitworth. Lo traemos a casa.
La mujer abrió más la puerta.
—¿Qué le ha pasado?
Los dos hombres entraron como pudieron, tratando de sostener una figura que medía treinta centímetros más que ellos. La figura alzó la cabeza y dirigió una mirada turbia a la señorita Flitworth.
—No sabemos qué le dio —dijo Duque Bottomley.
—Este tipo es un demonio para el trabajo —añadió William Spigot—. Desde luego, se gana lo que le paga usted, señorita Flitworth.
—Pues será el primero que lo haga —replicó la mujer con amargura.
—Iba por el prado como un loco, intentando derrotar a esa máquina de Ned Simnel. Tuvimos que ponernos cuatro de nosotros a atar los haces. Además, casi ganó.
—Déjenlo en el sofá. —Le dijimos que se estaba esforzando demasiado, con tanto sol…
Duque inclinó el cuello para echar un vistazo hacia la cocina por si veía joyas y tesoros sobresaliendo de los cajones. La señorita Flitworth se interpuso en la trayectoria de su mirada.
—Estoy segura, estoy segura. Gracias. Bueno, supongo que los esperan en casa.
—Si hay algo que podamos hacer…
—Sí, ya sé dónde encontrarlos. Y además, no me pagan el alquiler desde hace cinco años. Adiós, señor Spigot.
Los acompañó hasta la puerta y se la cerró en las narices. Luego se dio la vuelta.
—¿Qué demonios ha estado haciendo, oh gran señor Bill Puerta?
ESTOY CANSADO, Y ESO NO SE DETENÍA.
Bill Puerta se llevó las manos al cráneo.
ADEMÁS, SPIGOT ME DIO EN UN GESTO HUMORÍSTICO UNA BEBIDA DE ZUMO DE MANZANA FERMENTADO PORQUE HACÍA MUCHO CALOR, Y AHORA ME ENCUENTRO ENFERMO.
—No es de extrañar. Lo prepara en su cabaña de los bosques. Manzanas es lo que menos pone.
HASTA AHORA NUNCA ME HABÍA SENTIDO ENFERMO. NI TAMPOCO CANSADO.
—Son cosas de estar vivo.
¿CÓMO LO SOPORTAN LOS HUMANOS?
—En parte, gracias al zumo de manzana fermentado.
Bill Puerta siguió sentado, y contempló el suelo con gesto sombrío.
PERO ACABAMOS EL PRADO —dijo. En su voz había un matiz triunfal—. YA ESTÁ HAZADO EN PILARES. APILADO EN HACES.
Volvió a sujetarse el cráneo.
ARRRGH
La señorita Flitworth desapareció en dirección al fregadero. Se oyó el crujido de la bomba de agua. Regresó con un paño húmedo y vaso de agua.
¡HAY UN TRITÓN DENTRO!
Eso demuestra que está fresca[20] -replicó la señorita Flitworth al tiempo que sacaba al anfibio y lo soltaba sobre las baldosas. El animal se escabulló rápidamente hacia una ranura. Bill Puerta trató de incorporarse.
AHORA CASI COMPRENDO POR QUÉ ALGUNAS PERSONAS DESEAN MORIR —dijo—. HABÍA OÍDO HABLAR DEL DOLOR Y EL SUFRIMIENTO, PERO HASTA AHORA NO HABÍA ENTENDIDO PLENAMENTE A QUÉ SE REFERÍAN.
La señorita Flitworth echó un vistazo a través de la ventana polvorienta. Las nubes que se habían estado acumulando toda la tarde sobre las colinas eran ahora de color gris, con un amenazador tinte amarillento. El calor presionaba como un torno.
—Se avecina una gran tormenta.
¿ESTROPEARÁ MI COSECHA?
—No. Luego se seca.
¿CÓMO ESTA LA NIÑA?
Bill Puerta abrió la mano. La señorita Flitworth arqueó las cejas. Allí estaba el reloj de cristal dorado, con la burbuja de encima casi vacía. Pero parpadeaba, un instante estaba allí, y al otro no.
—¿Cómo es que lo tiene usted? ¡Si está arriba! La niña lo tiene tan agarrado como… —titubeó—. Como alguien que agarra algo muy fuerte.
TODAVÍA SIGUE ARRIBA. PERO TAMBIÉN ESTÁ AQUÍ. Y EN TODAS PARTES. AL FIN Y AL CABO, NO ES MÁS QUE UNA METÁFORA.
—Pues lo que la niña tiene en la mano parece muy real.
EL HECHO DE QUE ALGO SEA UNA METÁFORA NO QUIERE DECIR QUE NO SEA REAL.
La señorita Flitworth era consciente de que la voz de Bill Puerta resonaba como si hubiera un eco, como si las palabras fueran pronunciadas por dos personas a la vez, casi en sincronía, pero no del todo.
—¿Cuánto le queda?
ES CUESTIÓN DE HORAS.
—¿Y la guadaña?
LE DI INSTRUCCIONES MUY CONCRETAS AL HERRERO.
La mujer frunció el ceño,
—No digo que el joven Simnel sea mal muchacho, pero… ¿está usted seguro de que lo hará? Pedir a un hombre que destruya una herramienta como ésa es…, bueno, es pedir demasiado.
NO TUVE ELECCIÓN. EL PEQUEÑO HORNO QUE HAY AQUÍ NO ERA SUFICIENTE.
—Era una guadaña muy afilada.
ME TEMO QUE NO TODO LO AFILADA QUE HACÍA FALTA.
—¿Y nadie intentó nunca eso con usted?
HAY UN DICHO: NO TE LO PUEDES LLEVAR CONTIGO.
—Sí.
¿CUÁNTA GENTE SE LO HA CREÍDO DE VERDAD?
—Recuerdo que una vez leí algo sobre esos reyes paganos —respondió la señorita Flitworth, titubeante—. Gente del desierto, ya sabe. Los que construían pirámides y metían tantas cosas dentro. Hasta barcos y todo. Hasta chicas con pantalones transparentes, y cacharros de cocina y todo. No me irá a decir que eso está bien.
NUNCA HE ESTADO MUY SEGURO ACERCA DE LO QUE ES EL BIEN —respondió Bill Puerta—. NO ESTOY SEGURO DE QUE EXISTA ESO DEL BIEN. O EL MAL. SOLO HAY ZONAS INTERMEDIAS.
—No, lo que está bien está bien, y lo que está mal está mal —replicó la señorita Flitworth—. A mí me educaron para conocer la diferencia.
LA EDUCÓ UN CONTRABANDISTA.
—¿Un qué?
UNA PERSONA QUE HACE CONTRABANDO.
—¿Y eso qué tiene de malo?
ME LIMITO A SEÑALAR QUE ALGUNAS PERSONAS PODRÍAN TENER UNA OPINIÓN DIFERENTE.
—¡Ésas no cuentan!
PERO…
En algún punto de la colina cayó un rayo. El trueno consiguiente retumbó sobre la casa. Unos cuantos ladrillos de la chimenea se derrumbaron. Entonces, las ventanas temblaron ante una temible sacudida.
Bill Puerta recorrió la sala a zancadas, y abrió la puerta de golpe. Piedras de granizo, del tamaño de huevos de gallina, rebotaron contra ella y se colaron en la cocina.
OH. TEATRO.
—¡Oh, demonios!
La señorita Flitworth se coló por debajo del brazo de Bill Puerta.
—¿Y de dónde sale ese viento?
¿DEL CIELO? —sugirió Bill Puerta, sorprendido ante el repentino nerviosismo.
—¡Vamos!
La mujer corrió hacia la cocina como un torbellino, y rebuscó en un cajón hasta dar con un farol y un fajo de cerillas.
PERO USTED DIJO QUE SE SECARÍA…
—Con una tormenta normal, sí, pero con esta barbaridad… ¡se estropeará! ¡Mañana por la mañana nos la encontraremos dispersa por toda la colina!
Consiguió encender el farol y volvió corriendo. Bill puerta miró hacia el exterior, hacia la tormenta. Vio cómo el vendaval arrastraba algunas pajas.
¿ESTROPEARSE? ¿MI COSECHA? —Se irguió en toda su altura—. ¡Y UNA MIERDA!
El trueno retumbó también sobre el tejado de la herrería. Ned Simnel hizo funcionar los fuelles de la forja hasta que el corazón de los tizones fue de color blanco, con apenas un atisbo de amarillo.
Había sido un día excelente. La Cosechadora Combinada había funcionado aún mejor de lo que se había atrevido a esperar; el viejo Peedbury se empeñó en quedársela para poder hacer otro prado al día siguiente, así que la había dejado allí, no sin antes cubrirla con una lona alquitranada. Mañana enseñaría a uno de los hombres a manejarla, y así él podría dedicarse a trabajar en un nuevo modelo, con grandes mejoras. El éxito estaba garantizado. No cabía duda de que había abierto las puertas del futuro.
Aparte de eso, estaba el asunto de la guadaña. Se dirigió hacia la pared donde la había colgado. Eso sí que era todo un misterio. Se trataba de la mejor herramienta de su clase que había visto en su vida. Ni siquiera había manera de embotar la hoja. Su filo se extendía más allá del filo en sí. Y le habían ordenado que la destruyera. Aquello carecía de lógica. Ned Simnel creía firmemente en la lógica, sobre todo en cierta lógica especializada.