El segador (Mundodisco, #11) – Terry Pratchett

Pasó los dedos por la estructura metálica.

—Ya que lo mencionas, las gambas son seres bastante inteli… —empezó el filósofo equino.

—Cállate —ordenó Ridcully—. Mmm. Pero ¿es un objeto hecho?

—Es de alambre —le señaló el filósofo equino—. Y el alambre tiene que haberlo hecho alguien. Además, están las ruedas. No hay casi ninguna cosa en la naturaleza que disponga de ruedas.

—Es que, si lo miras de cerca, parece…

—… todo de una pieza —terminó el conferenciante de runas modernas, que se había arrodillado trabajosamente para examinar mejor el objeto—. Como si fuera una unidad. Fabricada de un tirón Es como una máquina criada por alguien. ¡Pero eso es ridículo!

—Puede. ¿No hay una especie de cuco, en las Montañas del Carnero que construye relojes para anidar en ellos? —señaló el tesorero.

—Si, pero eso no es mas que un ritual de apareamiento —le explicó el conferenciante de runas modernas alegremente—. Además, nunca dan la hora exacta.

El carrito dio un salto para intentar escapar por un hueco entre los magos, y lo habría conseguido si no fuera porque el hueco estaba ocupado por el tesorero, que lanzó un grito y se derrumbó sobre la cesta. El carrito no se detuvo, sino que siguió traqueteando hacia adelante, hacia las puertas de salida del recinto.

El decano levantó el cayado. El archicanciller lo agarró por el brazo.

—Podrías darle al tesorero —dijo.

—¡Sólo una bola de fuego pequeñita!

—Es toda una tentación, pero no. ¡Vamos! ¡A por él!

—¡Yeee!

—Como quieras.

Los magos se lanzaron a la persecución. Tras ellos, sin que nadie los hubiera visto todavía, una bandada de juramentos del archicanciller revoloteaban y zumbaban. Y Windle Poons guiaba a un pequeño grupo hacia la biblioteca.

El bibliotecario de la Universidad Invisible arrastró los nudillos apresuradamente por el suelo, mientras la puerta temblaba ante los tremendos golpes.

—¡Sé que estás ahí! —le llegó la voz de Windle Poons—. ¡Tienes que dejarnos entrar! ¡Es de una importancia vital.

—Oook

—¿No vas a abrir la puerta?

—¡Oook!

—En ese caso, no me dejas elección…

Los viejos bloques de cemento se movieron lentamente a un lado. El mortero empezó a desmoronarse. En aquel momento, parte de la pared se derrumbó hacia el interior de la biblioteca, y Windle Poons apareció ante un agujero que tenía la forma de Windle Poons. El polvo lo hizo toser.

—Siento haber tenido que hacer eso —dijo—. Ya sé que solo servirá para espolear los prejuicios populares.

El bibliotecario aterrizó sobre sus hombros. Para sorpresa del orangután, al mago no le importó demasiado. Un simio de ciento cincuenta kilos suele surtir un efecto reseñable sobre la movilidad de una persona, pero Windle se lo llevó puesto como si fuera un cuello de pieles.

—Creo que buscamos la sección de Historia Antigua —dijo-Oye, ¿te importaría dejar de intentar retorcerme la cabeza?

El bibliotecario miró a su alrededor, enloquecido. Aquella técnica nunca le había fallado.

Sus fosas nasales se movían, agitadas.

El bibliotecario no había sido siempre un orangután. Una biblioteca mágica es un lugar de trabajo muy peligroso, y él se había visto transformado en simio como resultado de una explosión de magia. Como ser humano, siempre fue bastante inofensivo, pero ahora la mayor parte de la gente se había acostumbrado tanto a su nueva forma que pocos lo recordaban. A pesar de todo, con el cambio había recibido la llave de todo un manojo de sentidos y recuerdos raciales. De ellos, uno de los más profundos, más fundamentales, más aferrados a los huesos, tenia relación con las formas. Se retrotraía al amanecer de la consciencia. En la mente evolucionada del simio, las formas con hocicos, colmillos y cuatro patas estaban archivadas bajo el epígrafe Malas Noticias.

Un lobo muy grande acababa de cruzar el agujero de la pared, seguido por una joven bastante atractiva. Los receptores de señales del bibliotecario se sobrecargaron temporalmente.

—Además —siguió Windle—, lo más probable es que yo pudiera hacerte un nudo con los brazos.

—¡Eeek!

—No es un lobo vulgar y corriente. Te lo digo yo.

—¿Oook?

Windle bajó la voz.

—Y puede que, en el sentido más estricto de la palabra, ella no sea una mujer corriente —añadió.

El bibliotecario miró a Ludmilla. Sus fosas nasales temblaron de nuevo. Frunció el ceño.

—¿Oook?

—De acuerdo, de acuerdo, puede que no me haya explicado demasiado bien. Anda, sé buen muchacho, suéltame de una vez.

El bibliotecario soltó a su presa con suma cautela, y se dejó caer al suelo, siempre manteniendo a Windle entre Lupine y él.

Windle se sacudió de la túnica los restos de cemento.

—Tenemos que investigar todo lo posible acerca de las vidas de las ciudades —dijo—. Concretamente, necesito saber qué…

Se oyó un tenue sonido tintineante.

Una cesta de alambre dio la vuelta tranquilamente a la inmensa mole de la estantería más cercana. Iba llena de libros. Se detuvo en cuanto se dio cuenta de que la habían visto, y trató de fingir que en su vida había sido capaz de moverse por su cuenta.

—La etapa de movilidad —se atragantó Windle Poons.

La cesta de alambre trató de retroceder centímetro a centímetro, todavía fingiendo que no se movía. Lupine lanzó un gruñido grave.

—¿A esto se refería Hombre-Un-Cubo? —quiso saber Ludmilla.

El carrito desapareció. El bibliotecario rugió y salió corriendo tras ella.

—Oh, sí. Algo que parezca útil a la gente —asintió Windle, que de pronto se sentía histéricamente alegre—. Así funciona, seguro. Primero, es algo que quieres conservar y colocar en cualquier parte. Miles de esos objetos no conseguirán las condiciones adecuadas, pero no importará, porque habrá millones. Y luego, el siguiente estadio será algo que resulte útil, que pueda llegar a cualquier parte, sin que nadie piense que se ha movido solo. ¡Pero no es el momento adecuado para que suceda esto!

—¿Cómo puede estar viva una ciudad? —insistió Ludmilla—. ¡Están hechas de cosas muertas!

—Igual que la gente. Créeme, te lo digo yo. Lo sé muy bien. Pero me parece que tienes razón. Esto no debería estar sucediendo. Se debe a toda la fuerza vital que rezuma por ahí. Está…, está alterando el equilibrio. Transforma algo que no es realmente real en una realidad. Y sucede demasiado pronto, y demasiado deprisa…

El bibliotecario lanzó un chillido de rabia. El carrito salió rápidamente de entre otra hilera de estanterías. Sus ruedas eran un borrón de movimiento mientras se precipitaba hacia el agujero de la pared. El bibliotecario se había agarrado firmemente a él con una mano, y ondeaba tras el carrito como una bandera muy gorda.

El lobo saltó.

—¡Lupine! —gritó Windle.

Pero, desde el día en que el primer cavernícola lanzó la primera rodaja de tronco por la ladera de una colina, los miembros de la especie canina han sentido la apremiante necesidad racial de perseguir cualquier cosa que vaya sobre ruedas. Lupine ya estaba lanzando furiosas dentelladas al carrito.

Sus mandíbulas se cerraron sobre una rueda. Se oyó un aullido, un grito del bibliotecario, y luego simio, lobo y cesta de alambre fueron a estrellarse contra la pared.

—¡Ay, pobrecito mío! ¡Mírelo!

Ludmilla cruzó apresuradamente la sala y se arrodilló junto al lobo caído.

—¡Mire, le ha pasado por encima de las patas!

—Y probablemente haya perdido un par de dientes —replicó Windle.

Ayudó al bibliotecario a levantarse. Había un brillo rojizo en los ojos del simio. Aquel carrito le había intentado robar sus libros. Ningún mago podría pedir mejor prueba de que aquellos trastos carecían de cerebro.

Se agachó y arrancó las ruedas de la cesta de alambre.

—Olé —aplaudió Windle.

—¿Oook?

—No, no es «con leche» —replicó el mago.

Lupine había apoyado la cabeza en el regazo de Ludmilla, que se la estaba acariciando. Había perdido un diente, y tenía el pelaje hecho un desastre. Abrió un ojo y clavó en Windle una mirada amarillenta, conspiradora, mientras recibía más caricias en las orejas. He aquí un perro con suerte, pensó el anciano. Dentro de nada, abusará de ella: alzará una pata y gemirá.

—Bien —asintió Windle—. Ahora, bibliotecario, creo que ibas a ayudarnos…

—Pobre perro, qué valiente —suspiró Ludmilla.

Lupine alzó una pata y gimió.

Con la aullante carga que era el tesorero, la otra cesta de alambre no podía alcanzar la velocidad de su difunta camarada. Además, iba cojeando de una rueda. Se tambaleaba con impotencia de un lado a otro, y casi se cayó al cruzar las puertas, inclinada hacia un lado.

—¡Estoy seguro de que acertaría! ¡Estoy seguro de que acertaría! —gritaba el decano.

—¡Ni se te ocurra! ¡Podrías darle al tesorero! —rugió Ridcully—. ¡Hasta podría dañar las propiedades de la Universidad!

Pero el desacostumbrado rugido de la testosterona no permitía oír al decano. Una rugiente bola de fuego verde se estrelló contra el carrito lisiado. Las ruedas salieron disparadas por el aire.

Ridcully respiró hondo.

—¡Maldito…! —gritó.

La palabra que siguió era completamente desconocida para aquellos magos que no habían recibido su robusta crianza rural, y por tanto lo ignoraban todo sobre las costumbres de apareamiento de los animales. Pero esa palabra cobró existencia a pocos centímetros del rostro del archicanciller: era gorda, redonda, negra y brillante, con un entrecejo aterrador. Proyectó contra él una lengua insectil, y salió volando para reunirse con el pequeño enjambre de tacos, juramentos y maldiciones.

—¿Qué demonios era eso?

Una cosa más pequeña apareció junto a su oreja.

Ridcully se quitó el sombrero bruscamente.

—¡Mierda! —El enjambre se incrementó en una unidad—, ¡Me acaba de picar algo!

Un escuadrón de Maldiciones recién nacidas emprendieron un valiente vuelo hacia la libertad. Ridcully trató de aplastarlas a sombrerazos.

—¡Fuera de aquí, jo…! —empezó.

—¡No lo digas! —aulló el filósofo equino—, ¡Cállate!

La gente nunca le decía al archicanciller que se callara. Callarse era algo que siempre había visto hacer a los demás. La sorpresa lo dejó callado.

—Es que —se apresuró a explicar el filósofo equino—, cada vez que dices un taco, aparece un bicho de ésos. ¡Salen del aire cosas con alas!

—¡Mierda puta! —exclamó el archicanciller.

Pop. Pop.

El tesorero se desembarazó como pudo de los restos del carrito de alambre. Encontró su sombrero puntiagudo, le quitó el polvo, se lo puso, frunció el ceño, se lo volvió a quitar y sacó una ruedecita del interior. Al parecer, sus colegas no le prestaban demasiada atención.

—¡Pero si llevo toda la vida haciéndolo! —oyó decir al archicanciller—. No hay nada de malo en una buena maldición, hace que la sangre circule mejor. Cuidado, decano, uno de esos jo…

—¿No puedes decir otra cosa? —gritó el filósofo equino para hacerse oír por encima del zumbido y el revoloteo del enjambre.

—¿Como qué?

—Como…, oh, no sé…, como…, cáspita.

—¿Cáspita?

—Sí, o quizá jolín.

—¿Jolín? ¿Quieres que diga jolín?

El tesorero se arrastró hasta el grupo de magos. Ponerse a discutir sobre detalles sin importancia en momentos de emergencia dimensional era una de las costumbres típicas de sus colegas.

—La señora Whitlow, el ama de llaves, siempre dice «canastos» cuando se le cae algo —contribuyó.

El archicanciller se volvió hacia él.

—Puede que diga «canastos» —gruñó—. Pero lo que en realidad quiere decir es mier…

Los magos se agacharon. Ridcully consiguió morderse la lengua a tiempo.

—Oh, caray —dijo, deprimido.

Las maldiciones se posaron cariñosamente sobre su sombrero.

—Les gustas-señaló el decano.

—Eres su papá —asintió el conferenciante de runas modernas. Ridcully bufó.

—Hijos de… míos, a ver si dejáis de decir gi… tonterías a costa de vuestro archicanciller, y me hacéis el pu… el inmenso favor concentraros en averiguar qué está sucediendo —dijo.

Los magos contemplaron el aire con gesto expectante. No brotó nada.

—Lo estás haciendo muy bien —lo felicitó el conferenciante de runas modernas—. Sigue así.

—Canastos, canastos, canastos —repitió el archicanciller— Jolín, jolín, jolín. Caray, caray, caray. —Sacudió la cabeza—. Es inútil. Esto no me ayuda a descargar mis emociones.

—Pero al menos sirve para descargar el aire —señaló el tesorero.

Por primera vez, advirtieron su presencia.

Contemplaron los restos del carrito.

—Cosas que corren por ahí —dijo Ridcully—. Cosas que cobran vida.

Alzaron la vista al oír un sonido chirriante que era cada vez más familiar.

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