El segador (Mundodisco, #11) – Terry Pratchett

Se oyó un sonido gorgoteante que procedía del aparador. La señora Cake puso un vaso lleno sobre el mantel, y volvió a sentarse.

—Y no creo —bufó.

De nuevo, se hizo el silencio. Windle, nervioso, carraspeó para aclararse la garganta.

—De acuerdo, Hombre-Un-Cubo —dijo tras una larga pausa la señora Cake—. Sabemos que estás ahí.

El vaso se movió. El líquido ambarino que contenía se agitó suavemente.

saludos, rostro pálido, desde los felices terrenos de caza… —gorjeó una voz incorpórea.

—Déjate de tonterías —refunfuñó la señora Cake—. Todo el mundo sabe que te atropello un carro en la calle Melaza porque ibas borracho perdido, Hombre-Un-Cubo.

no es culpa mía. no es culpa mía. ¿acaso tengo yo la culpa de que mi bisabuelo se viniera a vivir aquí? por lógica, a mí me tendría que haber matado un puma a mordiscos, o un mamut gigante, o algo por el estilo, se me ha negado mi derecho de muerte.

—El señor Poons, aquí presente, quiere hacerte una pregunta, Hombre-Un-Cubo —siguió la señora Cake.

ella es feliz aquí, y espera el momento en que se reúnan —replicó el espíritu.

—¿Quién? —se sorprendió Windle.

Aquello pareció desconcertar a Hombre-Un-Cubo. Por lo general, la gente se daba satisfecha con esa respuesta, sin pedir más explicaciones.

¿quién le gustaría que fuera? —preguntó con cautela—, ¿qué, me puedo beber eso ya?

—Aún no, Hombre-Un-Cubo —respondió la señora Cake.

pues buena falta me hace, aquí estamos de lo más apretados.

—¿Quiénes? —se apresuró a intervenir Windle—. ¿Te refieres a los espíritus?

los hay a cientos —le aseguró la voz de Hombre-Un-Cubo.

Windle pareció decepcionado.

—¿Sólo cientos? —protestó—. Pues no me parecen demasiados.

—Es que no hay mucha gente que se convierta en fantasma al morir —le explicó la señora Cake—. Para ser un espíritu, uno tiene que tener asuntos inacabados de suma importancia, o una venganza pendiente, o un objetivo cósmico en el que sólo se es un peón…

o una sed terrible —le recordó Hombre-Un-Cubo.

—¿Está oyendo eso? —bufó la anciana.

yo quería permanecer en el mundo espirituoso, o al menos en el divino y la cerveza.

—Bueno, ¿y qué sucede con la fuerza vital si las cosas dejan de vivir? —quiso saber Windle—. ¿Es eso lo que está causando todos estos problemas?

—Díselo al caballero —ordenó la señora Cake, al ver que Hombre-Un-Cubo no parecía muy dispuesto a responder.

¿de qué problemas hablas?

—De cosas que se desatornillan. De trajes que van por ahí corriendo solos. Todo el mundo se siente más vivo. Ese tipo de cosas.

¿eso? eso no es nada, mira, la fuerza vital se filtra por donde puede, lo que cuentas no tiene nada de preocupante, te lo digo yo.

Windle puso la mano sobre el vaso.

—Pero hay algo que sí debería preocuparme, ¿verdad? —señaló con tono rotundo—. Es relativo a esos pequeños objetos de cristal.

no quiero decirlo.

—Díselo.

Era la voz de Ludmilla, profunda, pero atractiva a su manera. Lupine no le quitaba los ojos de encima. Windle se permitió una sonrisa. Esa era una de las ventajas de estar muerto: uno veía toda una serie de cosas que los vivos pasaban por alto.

Hombre-Un-Cubo habló con voz chillona, petulante.

¿y si se lo digo, qué hará con la información, eh? esto me puede meter en un buen lío.

—Bueno, entonces…, ¿puedes decirme si lo adivino? —sugirió Windle.

sssí… a lo mejor.

—No tienes que decir nada —colaboró la señora Windle—. Mira, da dos golpes para decir sí, y uno para decir no, como en los viejos tiempos.

bueno, vaaale.

—Adelante, señor Poons —susurró Ludmilla.

La chica tenía una de esas voces que Windle hubiera deseado acariciar.

Carraspeó de nuevo.

—Creo —empezó—, o sea, me parece que son una especie de huevos. Se me ocurrió…, ¿por qué un desayuno? Y entonces pensé… huevos. Toc.

—Oh. Bueno, ya, era una tontería.

perdona, para decir sí, ¿era un golpe o dos?

—¡Dos! —rugió la médium.

Toc. Toc.

—Ah. —Windle respiró hondo—. Y cuando se abren, ¿sale con ruedas?

sí eran dos golpes, ¿verdad?

—¡Sí!

Toc. Toc.

—Ya lo sabía. ¡Ya lo sabía! ¡Debajo de los tablones del suelo de mi dormitorio, encontré una esfera que había intentado abrirse sin tener sitio suficiente! —cloqueó alegremente Windle. Entonces, frunció el ceño. —Pero ¿qué sale de ellas?

Mustrum Ridcully entró apresuradamente en su estudio y cogió el cayado de mago de la panoplia que colgaba sobre la chimenea. Se lamió el dedo y, con suavidad, tocó la punta del cayado. Se produjo una pequeña chispa octarina, acompañada por un tenue olor a lata engrasada.

Echó a andar hacia la puerta.

Entonces, se detuvo y se dio la vuelta muy despacio, porque su cerebro había tenido el tiempo necesario para analizar el desordenado contenido del estudio, y dar con la nota incongruente.

—¿Qué demonios hace eso aquí? —dijo.

Le dio un golpecito con la punta del cayado. El objeto tintineó y rodó unos centímetros.

Se parecía en cierto modo, aunque sin excesos, a los trastos que llevaban las criadas, cargados con balletas, toallas limpias y todas esas cosas que siempre llevan las criadas. Ridcully tomó nota mental de avisar al ama de llaves. Luego se olvidó del tema.

—Estos jodidos trastos de alambre con ruedas están por todas partes —refunfuñó.

Cuando pronunció la palabra «jodidos», algo semejante a un moscardón con unos colmillos como los de un gato, apareció en el aire, revoloteó como loco hasta habituarse al nuevo entorno y luego salió volando tras el desprevenido archicanciller.

Las palabras de los magos tienen poder. Y los tacos tienen poder. Y, con toda la fuerza vital que se estaba cristalizando prácticamente en el aire, tenía que encontrar puntos para filtrarse como fuera.

ciudades —dijo Hombre-Un-Cubo—. creo que son huevos de ciudades.

Los magos superiores volvieron a reunirse en la Gran Sala. Hasta el filósofo equino empezaba a estar emocionado. Se consideraba de mala educación utilizar la magia contra sus camaradas magos, y usarla contra los civiles era poco deportivo. De cuando en cuando les iba de maravilla soltarse el pelo un ratito.

El archicanciller los supervisó.

—Decano, ¿por qué tienes la cara llena de rayas de pintura? —quiso saber.

—Es camuflaje, archicanciller.

—Ah, camuflaje.

—Yeee, archicanciller.

—Oh, bueno. Lo único que importa es que te sientas satisfecho contigo mismo.

Se deslizaron hacia la zona del patio que había sido el pequeño territorio privado de Modo. Al menos se deslizaron la mayor parte de ellos. El decano avanzaba con una serie de saltitos y giros, se apretaba de cuando en cuando contra una pared y exclamaba «¡Vamos, vamos, vamos!» entre dientes.

Se quedó muy deprimido cuando vieron que el resto de los montones seguían allí donde Modo los había levantado. El jardinero, que los había seguido de puntillas y en dos ocasiones había estado a punto de ser atropellado por el decano, los examinó durante unos instantes.

—Están disimulando —rugió el decano—. ¡Yo digo que los hagamos pedazos!

—Ni siquiera están calientes todavía —señaló Modo—. El que me atacó debía de ser el más viejo.

—Entonces, ¿quieres decir que no tenemos nada contra lo que luchar? —quiso saber el archicanciller.

Bajo sus pies, el suelo tembló. Y escucharon un tenue sonido tintineante que parecía provenir de los claustros del profesorado. Ridcully frunció el ceño.

—Alguien está dejando por todas partes esas malditas cosas, esas cestas de alambre —dijo—. Esta noche había una en mi estudio.

—Sí —asintió el filósofo equino—. También había uno en mi dormitorio. Abrí el armario, y allí estaba uno de esos trastos.

—¿En tu armario? ¿Para qué lo habías guardado allí? —quiso saber Ridcully.

—Yo no lo guardé. Ya te lo he dicho. Seguro que han sido los estudiantes. Así son las bromitas que gastan. Una vez me pusieron un cepillo en la cama.

—Yo he tropezado con uno hace un rato —dijo el archicanciller—. Pero, cuando me di la vuelta para buscarlo, alguien se lo había llevado.

Volvió a oírse el tintineo, esta vez más cerca.

—Vaya, vaya, sin duda tenemos aquí a Dick el Listo…, a ver, joven, te queremos ver la cara… —gruñó Ridcully, dándose palmaditas en la mano con el cayado, en un gesto preñado de sentido.

Los magos dieron un paso hacia atrás, hasta quedar apoyados contra la pared. El conductor fantasma del carrito ya estaba casi encima de ellos. Con un rugido, Ridcully saltó de su escondrijo.

—Ajá, mi joven…, ¡mierda puta!

—A mí no me intentes tomar el pelo —refunfuñó la señora Cake—. Las ciudades no están vivas. Ya sé lo que se suele decir, pero no es en el sentido literal.

Windle Poons hizo girar entre sus manos una de las bolas llenas de copitos de nieve.

—Debe de estar poniendo miles de huevos como éstos —suspiró—. Pero no sobrevivirán todos, claro. Si no fuera así, estaríamos hasta el cuello de ciudades.

—¿Quiere decir que estas bolitas se abren y de ellas salen lugares grandes? —se sorprendió Ludmilla.

directamente, no. primero viene un estadio de movilidad.

—Algo que tenga ruedas —asintió Windle.

exacto, veo que ya lo sabes.

—Creo que lo sabía —replicó el anciano—, pero no lo comprendía. Después de la etapa de movilidad, ¿qué viene?

ni idea.

Windle se levantó.

—En ese caso, es hora de que lo averigüemos —anunció. Miró de reojo a Ludmilla y a Lupine. Ah. Sí. Bueno, ¿por qué no? Sí puedes ayudar a alguien en tu paso por este mundo, pensó Windle, entonces tu vida, o lo que sea, no habrá sido en vano. Encorvó los hombros y permitió que su voz sonara un poco cascada.

—Pero mis piernas ya no son las que eran —gorjeo—. Si alguien pudiera ayudarme, me haría un gran favor. ¿Le importaría acompañarme hasta la Universidad, señorita?

—Ludmilla no sale mucho de casa, su salud… —se apresuró a responder la señora Cake.

—Mi salud es perfecta —la interrumpió la joven—. Madre, ya sabes que ha pasado un día entero desde la última luna lle…

—¡Ludmilla!

—Bueno, pero ha pasado un día.

—Con los tiempos que corren, una joven no está segura en las calles —insistió la señora Cake.

—Pero el maravilloso perro del señor Poons asustaría hasta al criminal más peligroso —susurró la joven.

Como si le hubieran dado el pie de entrada, Lupine lanzó un ladrido de corroboración, con ojos suplicantes. La señora Cake lo examinó con mirada crítica.

—Desde luego, es un animal muy obediente —reconoció de mala gana.

—Entonces, estamos de acuerdo —se apresuró a decir Ludmilla—. Iré a buscar mi chal.

Lupine se dejó caer rodando por el suelo. Windle le dio una patadita de advertencia.

—Sé bueno —dijo.

Se oyó un carraspeo irónico que provenía de Hombre-Un-Cubo.

—De acuerdo, de acuerdo —suspiró la señora Cake. Cogió un puñado de cerillas de la cómoda, encendió una rascándola contra su uña con gesto distraído, y la dejó caer en el vaso de whisky. El alcohol ardió con una llamarada azul y, en algún lugar del mundo espiritual, el espectro de un wisky doble duró lo justo y suficiente.

Mientras Windle Poons salía de la casa, le pareció oír una voz espectral que canturreaba de manera desafinada.

El carrito se detuvo. Giró de un lado a otro, cómo si observara atentamente a los magos. Luego giró en redondo y se alejo a toda velocidad.

—¡Que no escape! —rugió el archicanciller.

Apuntó con su cayado y lanzó una bola de fuego que convirtió toda una pequeña zona de baldosas en algo amarillo y burbujeante. El carrito, que se movía a toda velocidad, recibió una violenta sacudida, pero no se detuvo, aunque una de sus ruedas parecía desviada.

—¡Es de las Dimensiones Mazmorra! —aulló el decano—. ¡A por la cesta!

El archicanciller le puso una mano en el hombro para calmarlo.

—No seas imbécil. Las Cosas de las Dimensiones Mazmorra tienen muchos más tentáculos y de todo eso. No parecen hechas.

Se volvieron al oír el sonido de otro carrito. Traqueteaba despreocupadamente por un camino lateral, y se detuvo cuando vió, o cuando percibió de alguna manera, a los magos congregados. Les ofreció una pasable representación de un carrito que finge que alguien lo ha dejado ahí por casualidad.

El tesorero se acercó cautelosamente a él.

—Deja de fingir —le espetó—. Te hemos visto, sabemos que puedes moverte.

—Eso —corroboró el decano.

El carrito se hizo el desentendido.

—No puede estar pensando —dijo tras una larga pausa el conferenciante de runas modernas—. Ahí no hay sitio para un cerebro.

—¿Quién ha dicho que estuviera pensando? —bufó el archicanciller—. Lo único que hace es moverse. Para eso no hace falta cerebro. Hasta las gambas se mueven.

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