El segador (Mundodisco, #11) – Terry Pratchett

Cuando Bill Puerta se aproximó a la máquina, una mano salió disparada.

—Dame una Gripley tres octavos.

Bill miró a su alrededor. En la forja había una inmensa variedad de herramientas dispersas.

—Vamos, vamos —insistió la voz que surgía de la maquinaria.

Bill Puerta eligió una pieza metálica al azar, y la colocó en la mano. Ésta se cerró y se la llevó hacia el interior. Se oyó un ruido tintineante, seguido por otro gruñido.

—He dicho una Gripley. Esto no es una… —Se escuchó el sonido chirriante del metal al ceder— Ay mi dedo, mi dedo, mi dedo, me has hecho… —Otro «clang»—. Arrrgh, eso ha sido mi cabeza. Mira lo que has hecho. Y el muelle del retén se ha vuelto a soltar del muñón del armazón, ¿te das cuenta de lo que has hecho?

LO LAMENTO.

Hubo una pausa.

¿Eres tú, joven Egbert?.

NO. SOY YO, EL VIEJO BILL PUERTA.

Hubo otra larga serie de golpes y chasquidos mientras la mitad superior del ser humano se desenredaba de la maquinaria. Al final, resultó que pertenecía a un hombre joven, con el pelo negro y rizado el rostro negro, la camisa negra y un delantal negro. Se pasó un trapo por la cara, dejando una mancha rosada, y parpadeó para quitarse el sudor de los ojos.

—¿Quién es usted?

¿EL BUENO DE BILL PUERTA? ¿EL QUE TRABAJA PARA LA SEÑORITA FLITWORTH?

—Ah, sí, ¿el tipo del incendio? Ya, el héroe del día, según tengo entendido. Chóquela.

Extendió la mano de dedos negros. Bill Puerta lo miró, sin comprender.

LO LAMENTO. TODAVÍA NO SÉ, QUÉ ES UNA GRIPLEY TRES OCTAVOS.

—Me refiero a su mano, señor Puerta.

Bill Puerta titubeó, y luego puso la mano sobre la palma del joven. Los ojos circundados de grasa negra titubearon un instante mientras el cerebro arrinconaba las sensaciones del tacto. Luego el herrero sonrió.

—Me llamo Simnel. ¿Qué le parece?

ES UN BUEN NOMBRE.

—No, me refiero a la máquina. Ingeniosa, ¿verdad?

Bill Puerta la examinó con educada incomprensión. A primera vista, parecía un molino de viento portátil pegado a un gigantesco insecto; a segunda vista, una máquina de tortura ambulante para una inquisición interesada en pasar más tiempo al aire libre. Tenía misteriosos brazos articulados, situados en ángulos diferentes. También había correas y largos muelles. El trasto iba montado sobre unas ruedas metálicas cubiertas de púas.

—Bueno, claro, así quieta no parece gran cosa —se apresuró a explicarle Simnel—. Hace falta un caballo para tirar de ella. Al menos por ahora. Tengo un par de ideas innovadoras en ese sentido —añadió con tono soñador.

¿QUÉ ES ESTE TRASTO?

Simnel lo miró, algo ofendido.

—Yo prefiero el término «maquinaria» —indicó—. Revolucionará los métodos agrícolas, ya verá, nos llevará directos al Siglo del Murciélago Frugívoro. Mi familia ha trabajado en esta forja desde hace trescientos años, pero su seguro servidor, Ned Simnel, no tiene intención de pasarse el resto de su vida clavando tiras de metal torcido a las patas de los caballos. Eso se lo garantizo.

Bill lo miró sin expresión. Luego se inclinó para echar un vistazo debajo de la máquina. Había una docena de hoces atornilladas a una gran rueda horizontal. Unos ingeniosos artefactos derivaban la energía de las ruedas, a través de una serie de poleas, hacia una serie de brazos metálicos que podían girar.

Empezó a experimentar una espantosa sensación con respecto al trasto que tenía delante. Pero, aun así, tenía que hacer la pregunta.

—Bueno, el corazón de la maquinaria es esta serie de levas —explicó Simnel, agradecido por el interés—. Recibe energía gracias a esta polea, y las levas mueven los brazos giratorios…, esas cosas de allí…, y el rastrillo, que funciona con el mismo mecanismo, baja cuando el portillo de entrada encaja con esa ranura; por supuesto, al mismo tiempo los dos cojinetes metálicos van girando, y las hojas emplumadas recogen la paja mientras el grano, merced a la gravedad, baja por el conducto de filtrado y cae en la tolva. Es el colmo de la sencillez.

¿Y LA GRIPLEY TRES OCTAVOS?

—Ah, gracias por recordármelo.

Simnel rebuscó entre los trastos dispersos por el suelo, y eligió un pequeño objeto grafilado. Lo atornilló a una pieza sobresaliente del mecanismo.

—Tiene una función muy importante. Detiene el movimiento elíptico de la leva, y se desliza gradualmente por el eje central y encaja en el rebajo de la pestaña; su fallo puede llegar a tener resultados desastrosos, como sin duda puede usted imaginar.

Simnel retrocedió un paso y se limpió las manos con el trapo, con lo que sólo consiguió engrasárselas un poquito más.

—La voy a llamar Cosechadora Combinada —dijo.

Bill Puerta se sintió muy viejo. Bueno, en realidad era muy viejo. Pero nunca se había sentido como si lo fuera. En algún lugar de las sombras de su alma, creía saber, sin necesidad de que el herrero se lo explicara, cuál era el objetivo de la Cosechadora Combinada.

OH.

—Esta tarde la probaremos en el campo grande del viejo Peedbury. Parece muy prometedora, aunque esté mal que lo diga yo. Señor Puerta, está usted viendo el futuro.

SÍ.

Puerta pasó la mano por la estructura metálica.

¿Y LA COSECHA?

—¿Mmmm? ¿Sí?

¿QUÉ OPINARÁ DE ESTO? ¿LO SABRÁ?

Simnel arrugó la nariz.

—¿Saberlo? ¿Qué tiene que saber? El maíz no es más que maíz.

Y SEIS PENIQUES SON SEIS PENIQUES.

—Exacto. —Simnel titubeó un instante—. ¿Para qué me buscaba usted?

La alta figura pasó un dedo desconsolado por el mecanismo engrasado.

—¿Señor Puerta?

¿CÓMO? OH. SÍ. QUIERO QUE ME HAGA UN TRABAJO…

Salió de la forja y regresó casi al instante con un objeto envuelto en seda. Lo desenvolvió cuidadosamente.

Había fabricado un mango nuevo para la guadaña. No era un mango recto, como los típicos de las montañas, sino de doble curva, como los que se usaban en las llanuras.

—¿Quiere que la enderece? ¿Un nuevo mango de madera? ¿Que sustituya la hoja?

Bill Puerta sacudió la cabeza.

QUIERO QUE LA MATE.

—¿Que la mate?

SÍ. POR COMPLETO. QUE DESTRUYA HASTA EL ULTIMO PEDAZO. QUE QUEDE COMPLETAMENTE MUERTA.

—Es una buena guadaña —señaló Simnel—. Da pena. La ha mantenido bien afilada…

¡NO LA TOQUE!

Simnel se lamió el dedo.

—Qué cosas —protestó—. Habría jurado que no la he tocado. ¡Si tenía la mano a varios centímetros! Bueno, en fin, que está muy afilada. La blandió en el aire. —Sí. Mu//y afi//la//da.

Se detuvo. Se metió el dedo meñique en la oreja y se rascó.

—¿Está seguro? —insistió.

Bill Puerta repitió su petición con solemnidad. Simnel se encogió de hombros.

—Bueno, de acuerdo, supongo que puedo fundirla, y luego quemar el mango —asintió.

SÍ.

—En fin, como quiera. Al fin y al cabo es su guadaña, tiene derecho a hacer lo que quiera con ella. Y claro, ahora es tecnología anticuada. Está de más.

ME TEMO QUE TIENE RAZÓN.

Símnel movió un pulgar grasiento en dirección a la Cosechadora Combinada. Bill Puerta sabía que no era más que un montón de metal y lona, y que por tanto no podía mirar a hurtadillas. Pero le estaba mirando a hurtadillas. Y más aún, lo hacía con presunción gélida, metálica.

—¿Por qué no le pide a la señorita Flitworth que le compre una de éstas, señor Puerta? Es lo ideal para una granja de un solo hombre, como la suya. Ya me lo imagino a usted ahí arriba, con el viento en el rostro, las correas moviéndose, los brazos oscilando…

NO.

—Venga, hombre. Esa mujer se lo puede permitir. Se dice que tiene cajas llenas de tesoros, de los viejos tiempos.

¡NO!

—Eh…

Simnel titubeó. El último «NO» contenía una amenaza mucho más segura que el crujir de una fina capa de hielo en un río muy profundo. Indicaba que seguir por el mismo camino sería la mayor estupidez que podía cometer Simnel.

—Bueno, usted sabrá qué es lo que más le conviene —consiguió responder.

SÍ.

—Entonces, no quiere más que eso…, oh, bueno, dejémoslo en un cuarto de penique por lo de la guadaña —parloteó Simnel—. Mire, lo siento, pero es que gasto mucho carbón, ¿sabe?, y los enanos no hacen más que subir el precio de…

TENGA. HAY QUE HACERLO PARA ESTA NOCHE.

Simnel no discutió. Discutir haría que Bill Puerta se quedara más tiempo en la forja, y el hombre empezaba a tener muchas ganas de que se fuera.

—Bien, bien.

¿HA COMPRENDIDO?

—Claro, claro.

HASTA PRONTO —dijo Bill Puerta con solemnidad. Se marchó.

Simnel cerró las puertas tras él, y se apoyó contra ellas. Uff. Era un tipo agradable, desde luego, todo el mundo contaba maravillas de él…, pero, tras un par de minutos en su compañía, uno empezaba a sentir pinchazos por todo el cuerpo. Algo así como si alguien caminara sobre tu tumba, y eso que ni siquiera la habían excavado todavía.

Atravesó el sucio local, llenó la tetera y la colocó en un rincón la forja. Cogió una llave y empezó a hacer los últimos ajustes en la Cosechadora Combinada. Entonces, vio la guadaña apoyada contra la pared.

Se dirigió hacia ella de puntillas, hasta que se dio cuenta de que caminar de puntillas era una actitud de lo más idiota. Aquel trasto no estaba vivo. No podía oír. Sólo parecía afilado.

Alzó la llave, y se sintió culpable. El señor Puerta había dicho…, bueno, el señor Puerta había dicho cosas muy extrañas, había elegido palabras completamente inadecuadas para hablar de un simple instrumento agrícola. Pero él no podía poner ninguna objeción.

Simnel bajó la llave con fuerza.

No hubo resistencia. Pero, otra vez, el herrero habría jurado que la llave se partía en dos, como si estuviera hecha de pan, a varios centímetros del filo de la hoja.

Se preguntó para sus adentros si algo podía estar tan afilado como para poseer, no un simple filo, sino la misma esencia del filo, un campo general de filo que se extendía más allá de los átomos del metal.

—¡Mier//da pu//ta!

Luego cayó en la cuenta de que eran ideas un tanto supersticiosas para un hombre que sabía cómo biselar una Gripley tres-octavos. Con un juego de poleas, uno sabía a qué atenerse. O funcionaba, o no funcionaba. Desde luego, no planteaba extraños misterios.

Contempló con orgullo la Cosechadora Combinada. Sí, cierto, hacía falta un caballo que tirase de ella. Eso lo estropeaba un poco. Los caballos eran cosa del ayer. El mañana pertenecía a la Cosechadora Combinada y a sus descendientes, que harían del mundo un lugar mejor y más limpio. Ahora lo único que necesitaba era una manera de sacar al caballo de la ecuación. Había probado con mecanismos de relojería, pero no le proporcionaban la potencia necesaria. Quizá si trataba de dar cuerda a…

A su espalda, el agua de la tetera hirvió, se salió y apagó el fuego.

Simnel la buscó a ciegas entre el vapor. Eso era lo malo, eso era lo que pasaba siempre. Uno intentaba pensar con lógica y sensatez, pero siempre sucedía alguna tontería que lo distraía.

La señora Cake corrió las cortinas.

—¿Quién es Hombre-un-Cubo? —quiso saber Windle.

La mujer encendió un par de velas y se sentó.

—Perteneció a una de esas tribus de salvajes paganos, de las tribus de Howandalandia —explicó brevemente.

—Vaya nombre tan raro, Hombre-Un-Cubo —señaló Windle.

—Pues no es su nombre completo —replicó la señora Cake de mala gana—. Bueno, ahora tenemos que cogernos de las manos. —lo miró con gesto especulativo—. Pero vamos a necesitar a alguien más.

—Si quiere, llamo a Schleppel —ofreció Windle.

—Ni hablar, no pienso tolerar que un hombre del saco se meta bajo mi mesa y esté todo el rato intentando mirarme las bragas —bufó la anciana—. ¡Ludmilla! —exclamó.

Un momento más tarde, la cortina de cuentas que daba a la cocina se apartó a un lado, y entró la joven que había abierto la puerta a Windle.

—¿Sí, madre?

—Siéntate, niña. Necesitamos a alguien más para esta sesión.

—Sí, madre.

La chica sonrió a Windle.

—Ésta es Ludmilla —explicó con tono brusco la señora Cake.

—Encantado, señorita —respondió él.

Ludmilla le dirigió una sonrisa brillante, cristalina, de esas que desde hace tiempo han convertido en un arte las personas acostumbradas a no dejar salir a la luz sus sentimientos.

—Ya nos conocemos —añadió Windle.

Han pasado casi veinticuatro horas desde la última luna llena, pensó. Todos los síntomas han desaparecido casi por completo. Casi. Vaya, vaya, vaya…

—Es mi vergüenza —suspiró la señora Cake.

—Sigue con lo tuyo, madre —respondió Ludmilla sin rencor.

—Unamos las manos.

Se sentaron en la penumbra. Entonces, Windle notó que la señora Cake apartaba la mano.

—Se me olvidaba el vaso —dijo.

—Pensaba que no creía usted en los tableros de ouija y en esas cosas, señora Cake… —empezó Windle.

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