El segador (Mundodisco, #11) – Terry Pratchett

Se desató los cordones rápidamente, y se apresuró a saltar hacia una baldosa seca.

—¡Tesorero!

—¿Sí, archicanciller?

—¡Dame tus botas!

—¿Qué?

—¡Maldita sea, hombre, que me des tus jodidas botas ahora mismo!

En esta ocasión, una criatura alargada con cuatro pares de alas, dos en cada extremo, y tres ojos, surgió de la nada justo encima de la cabeza de Ridcully, y se posó sobre su sombrero.

—Pero…

—¡Soy tu archicanciller!

—Sí, pero…

—Creo que las bisagras van a ceder —anunció el conferenciante de runas modernas.

Ridcully miró a su alrededor, a la desesperada.

—Nos reagruparemos en la Gran Sala —dijo—. Ahora iniciaremos una… retirada estratégica… hacia las posiciones previamente preparadas.

—¿Quién las ha preparado? —quiso saber el decano.

—Las prepararemos cuando lleguemos a ellas —rugió el archicanciller a través de los dientes apretados—, ¡Tesorero! ¡Tus botas! ¡Ahora mismo!

Llegaron junto a las enormes puertas dobles de la Gran Sala justo en el momento en que la puerta que habían estado protegiendo se medio derrumbaba y medio disolvía. Las puertas de la Gran Sala eran mucho más recias. Cerraron apresuradamente todos los candados y cerrojos.

—Quitad todo lo que haya sobre las mesas y amontonadlas contra la puerta —ordenó Ridcully.

—¡Pero si atraviesa la madera!

Se oyó un gemido procedente del menudo cuerpo de Modo, al que habían dejado apoyado contra una silla. El jardinero abrió los ojos.

—¡Deprisa! —ordenó Ridcully—. ¿Cómo podemos matar a un montón de abono?

—Mmm…, no creo que puedan, señor Ridcully —respondió el jardinero.

—¿Qué tal con fuego? Creo que podría generar una bola de fuego pequeñita —sugirió el decano.

—No, me parece que no serviría de nada. Está muy húmedo —replicó Ridcully.

—¡Está ahí fuera! ¡Ya se abre camino a través de la puerta! ¡Se está comiendo la puerta! —entonó el conferenciante de runas modernas. Los magos retrocedieron poco a poco, hasta quedar contra la otra pared de la habitación.

—Espero que no coma demasiada madera —dijo el conmocionado Modo, que irradiaba una sincera preocupación—. Si se le mete demasiado carbono, será un desastre. Se sobrecalentará demasiado.

—¿Sabes, Modo? Creo que éste es el momento más indicado para una conferencia sobre las sutilezas de la fabricación del abono —señaló el decano.

Los enanos no conocen el significado de la palabra «ironía».

—De acuerdo, muy bien. Ejem, El equilibrio correcto de los ingredientes, distribuidos en capas según la…

—Adiós a la puerta —dijo el conferenciante de runas modernas, apretándose más contra sus colegas.

El montón de muebles empezó a desplazarse lentamente hacia adelante. El archicanciller miró a su alrededor a la desesperada, en busca de cualquier cosa que pudiera servirles de ayuda. En aquel momento, sus ojos tropezaron con una botella muy pesada, situada en una de las alacenas. Era una botella que él conocía muy bien.

—Carbono —dijo—. Eso tiene algo que ver con el carbón, ¿verdad?

—¿Cómo quieres que lo sepa? —bufó el decano—. No soy alquimista.

El montón de abono salió de entre los restos de los muebles. Echaba vapor por todas partes. El archicanciller contempló con ojos lastimeros la botella de salsa Guau-Guau. La destapó y la olió un largo rato.

—Aquí los cocineros no saben prepararla bien —suspiró—. Pasarán semanas antes de que reciba una nueva remesa de mi casa.

Lanzó la botella hacía el montón de abono que avanzaba hacia ellos. El frasco desapareció en la masa hirviente.

—Las agujas le van muy bien —continuó Modo, detrás del archicanciller—. Le proporcionan el hierro necesario. En cuanto a las cagarrutas de cabra…, bueno, de eso nunca se tiene suficiente. Es lo que aporta las vitaminas, claro. Aunque yo, personalmente, siempre he considerado que una pequeña cantidad de milenrama silvestre…

Los magos aventuraron una mirada por encima de una mesa volcada.

El montón de estiércol había dejado de moverse.

—¿Son cosas mías, o está creciendo? —señaló el filósofo equino.

—Y parece más satisfecho —asintió el decano.

—Huele a rayos —añadió el tesorero.

—En fin —suspiró el archicanciller con tristeza—. Era una botella casi llena de salsa. La abrí hace nada.

—Cuando uno se para a pensarlo, la naturaleza es una cosa maravillosa —dijo el filósofo equino—. Eh, tampoco es para que me miréis de esa manera. Sólo era una afirmación de pasada.

—Hay momentos en que… —empezó Ridcully.

En aquel momento, el montón de abono explotó.

No fue un «bang», ni un «bum». Fue la erupción más húmeda, más corpulenta, en la historia de la flatulencia irreversible. Una oscura llamarada roja ribeteada de negro rugió hasta la altura del techo. Los montoncitos de estiércol salieron disparados por toda la sala, y se fueron a estrellar húmedamente contra las paredes.

Los magos miraron por encima de su barricada, cubierta ahora de hojas de té. Un trozo de repollo aterrizó blandamente sobre la cabeza del decano. El mago observó la pequeña mancha burbujeante sobre las losas del suelo. En su rostro se dibujó una amplia sonrisa.

—Uauh —dijo.

Los otros magos se pusieron lentamente en pie. La resaca de adrenalina lanzó su seductor hechizo. Ellos también sonrieron, y empezaron a darse puñetazos juguetones en los hombros unos a otros.

—¡Traga salsa caliente! —rugió el archicanciller.

—¡Chúpate esa, basura fermentada!

—¿Qué te parece esa patada en el culo? —gritó alegremente el decano.

—No creo que el presente de indicativo sea el tiempo verbal correcto en este caso. Además, no estoy seguro de que se pueda afirmar que un montón de abono tenga… —empezó el filósofo equino.

Pero la marea de excitación iba contra él.

—¡Ese montón no volverá a meterse con unos magos! —exclamó el decano, que se estaba dejando llevar por la emoción—. Somos los mejores, somos los más duros y…

—Modo dice que hay tres más como éste —intervino el tesorero.

Todos se quedaron en silencio.

—Podríamos ir a buscar nuestros cayados, ¿no? —sugirió el decano.

El archicanciller rozó con la punta de la bota un trozo de estiércol.

—Las cosas muertas están cobrando vida —murmuró—. Eso no me gusta. ¿Qué pasará después? ¿Echarán a andar las estatuas?

Los magos alzaron la vista hacia las estatuas de archicancilleres muertos que adornaban todo el perímetro de la Gran Sala y, de hecho, buena parte de los pasillos de la Universidad. La Universidad existía desde hacía miles de años, el promedio de vida de un archicanciller en el ejercicio de sus funciones era de once meses, de manera que había muchas estatuas.

—La verdad, preferiría que no hubieras dicho eso —suspiró el conferenciante de runas modernas.

—No era más que una idea —replicó Ridcully—. Venga, tenemos que echar un vistazo a esos otros montones de estiércol.

—¡Sí! —gritó el decano, en las garras de una emoción nada propia de un mago—, ¡Somos duros! ¡Sí! ¿Somos duros?

El archicanciller arqueó las cejas, y se volvió hacia el resto de los magos.

—¿Somos duros? —preguntó.

—Eh…, yo me siento razonablemente duro —dijo el conferenciante de runas modernas.

—Yo también creo que me siento muy duro —asintió el tesorero—. Me parece que es porque no llevo botas —añadió.

—Bueno, si todo el mundo es duro, yo también —concedió el filósofo equino.

El archicanciller se volvió hacia el decano.

—Sí —dijo—. Parece que todos somos duros.

—¡Yeee! —gritó el decano.

—¿Yeee qué?

—No, no es un yeee qué, es un simple yeee —le explicó el filósofo equino que estaba detrás de él—. Es una exclamación popular, típica de las calles, con referencias a los grupos de estructura militar y matices relativos a rituales masculinos.

—¿Qué? ¿Como «bravo»?

—Supongo que sí —reconoció el filósofo equino de mala gana.

Ridcully estaba satisfecho. Ankh-Morpork nunca había ofrecido buenas perspectivas de caza. Hasta aquel momento, no había creído que fuera posible divertirse tanto en su propia Universidad.

—¡Bien! —exclamó—. ¡Vamos a por esos montones!

—¡Yeee!

—¡Yeee!

—¡Yeee!

—Ye-ye.

Ridcully suspiró.

—¿Tesorero?

—¿Sí, archicanciller?

—Intenta captar el espíritu, ¿vale?

Las nubes se estaban acumulando sobre las montañas. Bill Puerta recorrió el primer prado una y otra vez, esgrimiendo una de las guadañas normales de la granja. La más afilada había quedado almacenada temporalmente al fondo del granero, para resguardarla de cualquier ráfaga de brisa que pudiera embotarla. Algunos de los peones de la señorita Flitworth caminaban tras él, atando los haces de paja y amontonándolos. La señorita Flitworth nunca había tenido más de un empleado fijo, como no tardó en descubrir Bill Puerta. Contrataba a más ayudantes según los iba necesitando. Así ahorraba unos peniques.

—Nunca había visto a nadie que cortara el maíz con una guadaña —dijo uno de los peones—. Se suele hacer con la hoz.

Se detuvieron para tomar el almuerzo a la sombra del seto. Bill Puerta nunca había prestado demasiada atención a los nombres y caras de las personas, sólo lo imprescindible para su trabajo. El maíz se extendía por la ladera de la colina. Era una marea de tallos individuales, y a los ojos de un tallo otro tallo podía ser un tallo impresionante, con una docena de particularidades divertidas y distintivas que lo diferenciaran de todos los otros tallos. Pero, para el segador, todos los tallos eran… simples tallos.

Ahora empezaba a reconocer las pequeñas diferencias.

Había un William Spigot, y un Gabby Wheels, y un Duque Botommley. Todos era viejos, al menos por lo que Bill Puerta podía advertir, con la piel como cuero. En el pueblo también había hombres y mujeres jóvenes, pero, al llegar a cierta edad, todos pasaban directamente a ser viejos, sin atravesar ningún estadio intermedio. Y, luego, seguían siendo viejos durante un largo tiempo. La señorita Flitworth había dicho que, antes de poder inaugurar un cementerio por aquella zona tendría que golpear a alguien en la cabeza con la pala.

William Spigot era el que cantaba mientras trabajaba, comenzando con un largo gemido nasal que indicaba que estaba a punto de perpetrar una tonada popular. Gabby Wheels nunca decía nada; según Spigot, por eso lo llamaban Gabby[19]. Bill Puerta no había llegado a comprender la lógica de tal afirmación, pero a los demás les parecía muy evidente. Y Duque Bottomley había recibido su nombre de unos padres con grandes aspiraciones pero una idea bastante simplista sobre la estructura de clases: sus hermanos se llamaban Hidalgo, Conde y Rey.

Ahora estaban todos sentados en una hilera a la sombra del seto, aplazando el momento en que tendrían que empezar a trabajar de nuevo. Al final de la hilera se oyó un sonido gorgoteante.

—Pues no ha sido mal verano —dijo Spigot—. Y hay buen tiempo cuando empieza la cosecha, para variar.

—No durará mucho —replicó Duque—. Anoche vi una araña que tejía la tela hacia atrás. Señal segura de que va a haber una tormenta de las buenas.

—No entiendo cómo lo saben las arañas.

Gabby Wheels pasó una gran jarra de barro a Bill Puerta. Algo lo salpicó.

¿QUÉ ES ESTO?

—Zumo de manzana —dijo Spigot.

Los demás se echaron a reír.

AH —asintió Bill Puerta—, UN LICOR DESTILADO FUERTE, ENTREGADO HUMORÍSTICAMENTE A UN RECIÉN LLEGADO QUE NO LO SOSPECHA, PARA ASÍ CONSEGUIR DIVERSIONES CUANDO ÉSTE, DE MANERA INVOLUNTARIA SE EMBRIAGA.

—Vaya —dijo Spigot.

Bill Puerta bebió un largo trago.

—Y también vi que las golondrinas volaban muy bajas —insistió Duque—. Además, las perdices se vuelven a los bosques. Y hay muchas culebras grandes por ahí. Y…

—No creo que ninguno de esos bichos tenga la menor idea de meteorología —replicó Spigot—. Me apuesto lo que sea a que eres tú el que se lo va diciendo. ¿A que sí, chicos? Se acerca una buena tormenta, señora Araña, así que empieza a hacer lo que manda el saber popular.

Bill Puerta bebió otro trago.

¿ CUÁL ES EL NOMBRE DEL HERRERO DEL PUEBLO?

—¿Te refieres a Ned Simnel? —respondió Spigot—. Ahora está muy ocupado, es la época de la cosecha.

TENGO TRABAJO PARA ÉL.

Bill Puerta se levantó y echó a andar hacia la puerta de la valla.

—¿Bill?

Se detuvo.

¿SÍ?

—Si te vas, deja aquí el coñac.

La forja del pueblo era un lugar oscuro y agobiantemente caluroso. Pero Bill Puerta tenía muy buena vista.

Algo se movió entre un complicado amasijo de metal. Resultó ser la mitad inferior de un hombre. La parte superior de su cuerpo se encontraba tras la maquinaria, y de allí surgía de cuando en cuando un gruñido.

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