El segador (Mundodisco, #11) – Terry Pratchett

—Sí. Tengo entendido que los mediums suelen tener guías espirituales nativos —asintió Windle.

—¿Ése? Ése no es un guía. Es una especie de espíritu para todo —bufó la señora Cake—. A mí no me van todas esas tonterías de las cartas, las trompetas y los tableros de aguja, ¿sabe? Y el ectoplasma me parece repugnante. No tolero que entre ectoplasma en mi casa. Ni pensarlo. Luego no hay manera de quitarlo de las alfombras, de verdad. No sale ni con vinagre.

—Cielos —dijo Windle Poons.

—Ni los aullidos. Tampoco tolero los aullidos. Ni los juegos con lo sobrenatural. Lo sobrenatural es antinatural. No lo tolero.

—Mmm —empezó Windle con cautela—. Pues hay gente que pensaría que ser medium es un poco…, bueno, ya sabe…, ¿sobrenatural?

—¿Qué? ¿Qué? Los muertos no tienen nada de sobrenatural. Menuda tontería. Todo el mundo muere, tarde o temprano.

—Eso espero, señora Cake.

—Bueno, señor Poons, ¿qué es lo que quiere? He desconectado la precognición, así que tendrá que decírmelo.

—Quiero saber qué está pasando, señora Cake.

Se oyó un golpe amortiguado, procedente de debajo de sus pies y las alegres exclamaciones lejanas de Schleppel.

—¡Oh, uauh! ¡También hay ratas!

—Fui a verlos a ustedes, a los magos, para intentar explicárselo —replicó la señora Cake con gesto remilgado—. Y no me quisieron hacer caso. Ya sabía que no me iban a hacer caso, pero tenía que intentarlo, claro. Si no, no lo habría sabido.

—¿Con quién habló?

—Con un grandullón vestido de rojo, ése que tiene un bigote como si estuviera intentando tragarse un gato.

—Ah, el archicanciller —asintió Windle con toda seguridad.

—También había otro gordo. Uno que andaba como un pato.

—Sí, ¿verdad? Ése debía de ser el decano —rió Windle.

—Me llamaron buena mujer —bufó la señora Cake—. Me dijeron que me metiera en mis asuntos. No sé por qué tengo que ir ayudando a magos que me llaman buena mujer. Yo iba con la mejor de las intenciones.

—La verdad es que los magos no suelen escuchar —suspiró Windle—. En ciento treinta años, yo nunca escuché.

—¿Por qué no?

—Supongo que para no oír las tonterías que yo mismo estaba diciendo. ¿Qué está pasando, señora Cake? Puede usted decírmelo. Soy mago, pero estoy muerto.

—Bueno…

—Schleppel me dijo que todo se debía a no sé qué de la fuerza vital.

—Se está acumulando, sí.

—¿Qué quiere decir eso?

—Que hay más de la que debería haber. Es un… —Movió las manos en un gesto vago—. ¿Cómo se llama a eso cuando hay cosas en una balanza, pero más en un lado que en otro?

—¿Desequilibrio?

La señora Cake, que tenía aspecto de estar leyendo un guión situado demasiado lejos, asintió.

—Sí, una de esas cosas, un desequilibrio. Mire, a veces sucede pero sólo uno pequeñito, y entonces salen fantasmas, porque la vida ya no está en el cuerpo, aunque tampoco se ha ido. En invierno suele haber menos, se disipa con más rapidez, y vuelve cuando llega la primavera. También hay algunas cosas que la concentran…

Modo, el jardinero de la Universidad, canturreaba una tonadilla mientras empujaba el extraño carrito hacia su pequeña zona privada, entre el edificio de la biblioteca y el de la Magia de Alta Energía.[18] Llevaba una carga de semillas a los montones de abono.

Desde luego, trabajar cerca de los magos era de lo más interesante. En aquellos momentos, todos parecían muy excitados.

Un trabajo en equipo, sí señor, como debía ser. Ellos cuidaban del equilibrio cósmico, de la armonía universal y de la estabilidad de las diferentes dimensiones, y él se encargaba de que no hubiera pulgones en las rosas.

Se oyó un tintineo metálico. Echó un vistazo por encima del montón de semillas.

—¿Otra?

Una brillante cesta de alambre metálico, con sus pequeñas ruedas y todo, estaba en medio del sendero. ¿Se la habrían comprado los magos? La primera le estaba resultando de lo más útil, aunque a ratos le costaba trabajo guiarla; las ruedecitas parecían querer ir en direcciones diferentes. Tendría que cogerle el tranquillo.

Bueno, estupendo, la segunda le vendría muy bien para llevar los paquetitos de semillas. Empujó el nuevo carrito a un lado y oyó, a su espalda, un sonido que, si hubiera tenido que escribirlo, y si hubiera sabido escribir, probablemente se reflejaría sobre el papel en algo así como: glop.

Se dio la vuelta, y vio cómo el montón de abono más grande palpitaba en la oscuridad.

—¡Mira lo que te he traído para merendar! —dijo alegremente.

Entonces, vio que el abono se movía.

—También en algunos lugares… —dijo la señora Cake.

—Pero ¿por qué se está acumulando? —quiso saber Windle Poons.

—Mire, es como si fuera una tormenta. ¿Conoce esa sensación cosquilleante que se tiene antes de que empiece una? Pues eso mismo está pasando ahora.

—Sí, señora Cake, pero… ¿por qué?

—Bueno… Hombre-Un-Cubo dice que nada está muriendo.

—¿Qué?

—Es una tontería, ¿verdad? Según él, hay muchas vidas que se acaban, pero no se van. Se quedan aquí.

—¿Como fantasmas?

—No, no son como fantasmas. Más bien… como charcos. Y cuando se juntan muchos charcos es como si se formara un mar, ¿no? Además, sólo se pueden obtener fantasmas de cosas como las personas. No hay fantasmas de repollos.

Windle Poons se acomodó en la silla. Imaginó con toda claridad un gigantesco estanque de vida, un lago alimentado por un millón de riachuelos que crecían a medida que los seres vivos agotaban su tiempo asignado. La fuerza vital empezaba a ejercer una presión excesiva, empezaba a haber fugas. Se filtraba hacía donde podía.

—¿Cree usted que podría cambiar unas palabritas con Cubo…? —empezó a decir.

Se detuvo en seco al ver una cosa. Se levantó y se dirigió hacia la repisa de la chimenea.

—¿Cuánto tiempo hace que tiene esto, señora Cake? —pregunto con tono apremiante al tiempo que cogía un conocido objeto de cristal.

—¿Eso? Lo compre ayer. Es bonito, ¿verdad?

Windle sacudió la esfera. Era casi idéntica a las que había encontrado bajo los tablones del suelo. Los copitos de nieve se arremolinaban y se posaban sobre una exquisita reproducción en miniatura de los edificios de la Universidad Invisible.

Le recordaba a algo. Bueno, sí, claro, los edificios le recordaban a la Universidad, pero la forma del objeto… le sugería…, le hacía pensar en…

… ¿desayunos?

—¿Por qué está sucediendo esto? —dijo casi para sus adentros—. Estos trastos aparecen por todas partes.

Los magos echaron a correr por el pasillo.

—¿Cómo se puede matar a un fantasma?

—¿Y cómo quieres que lo sepa? ¡No es una cuestión que se plantee a menudo!

—Creo que hay que exorcizarlos.

—¿Cómo? ¿Saltando, con carreritas y esas cosas?

El decano había estado preparado para esto.

—Exorcizarlos, no ejercitarlos, archicanciller. No creo que sirviera de gran cosa someter a un fantasma a un…, ejem…, esfuerzo físico.

—Pues claro que no, hombre. Lo que menos necesitamos es que esos fantasmas gocen de buena salud.

En aquel momento, se oyó un grito que helaba la sangre en las venas. Resonó entre los oscuros pilares y arcos, y se apagó de repente.

El archicanciller se detuvo bruscamente. Los magos chocaron contra él.

—¡Ha sonado como un grito que hiela la sangre en las venas! —exclamó—. ¡Seguidme!

Dobló la esquina a toda velocidad.

Hubo un ruido metálico, y un montón de tacos, juramentos y maldiciones.

Algo pequeño, con rayas rojas y amarillas, diminutos colmillos goteantes y tres pares de alas, revoloteó por el rincón y se lanzó en picado contra la cabeza del decano, emitiendo un sonido semejante a la de una sierra mecánica en miniatura.

—¿Alguien sabe qué era eso? —preguntó el tesorero con un hilo de voz.

La cosa revoloteó en torno a los magos durante un instante, y luego desapareció hacia la oscuridad del tejado.

—Me gustaría no tener que oír ese vocabulario —añadió el tesorero.

—Vamos —dijo el decano—. Será mejor que investiguemos a ver qué le ha pasado.

—¿Es imprescindible? —tartamudeó el filósofo equino.

Echaron un vistazo al otro lado de la esquina. El archicanciller estaba sentado en el suelo, frotándose un tobillo.

—¿Quién ha sido el imbécil que ha dejado esto aquí? —rugió.

—¿El qué? —quiso saber el decano.

—Esta jodida cesta de alambre con ruedas —insistió el archicanciller.

Junto a él, una pequeña criatura púrpura en forma de araña se materializó en el aire y corrió rápidamente hacia una grieta en la pared. Los magos no se dieron cuenta.

—¿Qué cesta de alambre con ruedas? —preguntaron todos al unísono.

Ridcully miró a su alrededor.

—Habría jurado… —empezó.

En aquel momento, oyeron otro grito. Ridcully se puso en pie como pudo.

—¡Adelante, camaradas! —exclamó, cojeando heroicamente hacia adelante.

—¿Por qué todo el mundo corre en dirección a un grito que hiela la sangre en las venas? —refunfuñó el filósofo equino—. El sentido común dicta lo contrario.

Al trote, salieron cruzando los claustros al patio cuadrangular. Una forma oscura, redondeada, se alzaba en el centro del antiguo césped. De ella brotaban pequeños jirones de vapor.

—¿Qué es eso?

—No puede ser un montón de abono en medio del césped ¿verdad?

—Menudo se va a poner Modo.

El decano examinó la forma más de cerca.

—Eh…, sobre todo porque…, me parece que eso que asoma por debajo es su pie…

El montón de abono pivotó hacía los magos, con un ruido de glop, glop. Entonces, se movió.

—Bueno, bueno —dijo Ridcully, frotándose las manos con gesto esperanzado—.A ver, muchachos, ¿cuántos de vosotros tenéis un buen hechizo disponible? Los magos se rebuscaron en los bolsillos, todos con expresión avergonzada.

—En ese caso, yo intentaré atraer su atención, mientras el tesorero y el decano sacan a Modo —añadió el archicanciller.

—Ah, bien —respondió el decano con un hilo de voz.

—¿Cómo se puede atraer la atención de un montón de abono? —quiso saber el filósofo equino—. No sabía que tuvieran atención.

Ridcully se quitó el sombrero y dio un paso cauteloso hacia adelante.

—¡Eh, montón de basura! —rugió.

El filósofo equino dejó escapar un gemido y se puso la mano sobre los ojos.

Ridcully agitó el sombrero ante el montón de estiércol.

—¡Porquería biodegradable!

—¿Repugnante vómito verde? —trató de contribuir el conferenciante de runas modernas.

—¡Así se hace! —aprobó el archicanciller—. ¡Hay que poner furioso a este cabrón! (A su espalda, una criatura semejante a una avispa muy furiosa surgió del aire y se alejó zumbando.) El montón se lanzó contra el sombrero.

—¡Estercolero! —insistió Ridcully.

—¡Pero… bueno! —gimió el conferenciante de runas modernas, conmocionado.

El decano y el tesorero avanzaron un paso, cogieron cada uno un pie del jardinero y tiraron con todas sus fuerzas. Modo se deslizó fuera del montón.

—¡Le ha corroído la ropa! —exclamó el decano.

—Pero ¿se encuentra bien?

—Todavía respira —le aseguró el tesorero.

—Y si tiene suerte, habrá perdido el sentido del olfato —asintió el decano.

El montón de estiércol lanzó un bocado al sombrero de Ridcully. Se oyó un glop. La punta del sombrero había desaparecido.

—¡Eh! ¡Que ahí dentro quedaba casi media botella! —rugió Ridcully.

El filósofo equino lo agarró por el brazo.

—¡Vamos, archicanciller!

El montón se giró en redondo y se lanzó hacía el tesorero. Los magos retrocedieron.

—No puede tener inteligencia, ¿verdad? —gimió el pobre hombre.

—No hace más que moverse despacio por ahí, y devorar cosas —dijo el decano.

—Sí, sólo le falta un sombrero puntiagudo para parecer un miembro de la facultad —asintió el archicanciller.

El montón se acercó a ellos.

—Yo a eso no lo llamaría «moverse despacio» —señaló el decano.

Todos miraron al archicanciller, expectantes.

—¡Huyamos!

Pese a la corpulencia media del profesorado de la Universidad, consiguieron una buena velocidad a la hora de atravesar los claustros a la carrera. Se pelearon por el privilegio de cruzar la puerta los primeros, la cerraron de golpe y se apoyaron contra ella. Muy poco después, se oyó un golpe pesado, húmedo, al otro lado.

—De buena hemos escapado —gimió el tesorero.

El decano miró hacia abajo.

—Creo que está atravesando la puerta, archicanciller —dijo con un gemido.

—No seas imbécil, hombre, estamos todos apoyados contra ella.

—No quiero decir que la esté atravesando, sino que la está… atravesando

El archicanciller olfateó el aire.

—¿Qué es eso que se quema?

—Tus botas, archicanciller —señaló el decano.

Ridcully bajó la vista. Por debajo de la puerta se filtraba un charco de color verde amarillento. La madera empezaba a chamuscarse, las losas del suelo siseaban, y las suelas de cuero de sus botas estaban atravesando un mal momento. El archicanciller se sentía cada vez más bajito.

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