El segador (Mundodisco, #11) – Terry Pratchett

—Venga, hombre, ¡no se irá a rendir ahora! —le recriminó la señorita Flitworth—. Donde hay vida, ¿eh?

¿DONDE HAY VIDA EH QUÉ?

—¿Hay esperanza?

¿SÍ?

—Y tanto que sí.

Bill Puerta pasó un dedo huesudo por el filo.

—¿ESPERANZA?

—¿No le queda nada por intentar?

Bill sacudió la cabeza. Había probado un buen número de emociones, pero aquélla era nueva.

¿PUEDE CONSEGUIRME UN ESLABÓN DE AFILAR?

Había pasado una hora.

La señorita Flitworth rebuscó en su bolsa de trapos.

—¿Qué toca ahora? —dijo la mujer.

¿QUÉ HEMOS PROBADO YA?

—Déjeme ver…, algodón, percal, lino…, ¿qué tal el raso? Aquí tengo un trozo.

Bill Puerta cogió la tela y la pasó suavemente por el filo de la hoja.

La señorita Flitworth buscó en el fondo de la bolsa, y sacó una tira de tejidoblanco.

¿SÍ?

—Seda —dijo ella con voz tenue—. La mejor seda blanca. De la de verdad. Está sin usar.

Se sentó y la miró. Tras unos instantes, él la cogió amablemente de entre sus manos. GRACIAS.

—Bueno, bueno —replicó la mujer, saliendo de su ensueño—. Ya está, ¿no?

Cuando él giró la hoja, el filo rasgó el aire con un uuuhhhmmm. El fuego de la forja estaba casi extinguido, pero la hoja brillaba con luz cortante.

—Afilada con seda —se maravilló la señorita Flitworth—. ¿Quién iba a imaginarlo?

Y AUN ASÍ, SIGUE EMBOTADA.

Bill Puerta observó a su alrededor, escudriñando los oscuros rincones de la forja. Se dirigió rápidamente hacia uno de ellos.

—¿Qué ha encontrado?

TELARAÑAS.

Se oyó un ruido agudo, como el largo gemido de una hormiga torturada.

—¿Está bien ya?

EMBOTADA TODAVÍA.

La mujer vio cómo Bill Puerta salía a zancadas de la forja, y caminó apresuradamente detrás de él. Se dirigía hacia el centro del patio, con la guadaña alzada de borde contra la ligera brisa del amanecer.

El filo dejaba escapar un murmullo.

—Por lo que más quiera, ¿hasta qué punto se puede afilar una hoja?

PUEDE ESTAR MÁS AFILADA.

Mientras, en el gallinero, Cyril, el gallo, se despertó y miró con gesto cansado las traicioneras letras trazadas en tiza sobre la pizarra. Tomó aliento.

—¡Koriquirocoqui!

Bill Puerta observó el horizonte en dirección periferia, y entonces, con gesto especulativo, contempló la colina que se alzaba tras la casa.

Hacia allí se encaminó.

La luz del nuevo día chapoteaba sobre el mundo. La luz del Mundodisco es vieja, lenta y pesada. Rugía sobre la tierra como una carga de la caballería. Algún valle que otro la demoraba unos instantes, las cadenas montañosas la detenían hasta que se derramaba sobre la cima y caía por la otra ladera.

Se movía sobre el mar, se precipitaba contra las playas y aceleraba por las llanuras, acicateada por el látigo del sol.

En el legendario continente oculto de Xxxx, cerca ya de la periferia, hay una colonia perdida de magos que llevan corchos en torno a sus sombreros puntiagudos, y sólo se alimentan de gambas. Allí la luz es todavía salvaje, fresca, recién llegada del espacio. Los magos hacen surf en el hirviente espacio que separa la noche del día.

Si se transportara a uno de los magos a miles de kilómetros de distancia, por delante del amanecer, quizá habría visto, mientras la luz retumbaba por las altas llanuras, a una alta figura que ascendía trabajosamente por una colina situada en el sendero de la mañana.

La figura llegó a la cima un momento antes que la luz, respiró hondo y luego se giró, sonriente.

Llevaba una larga hoja afilada entre los brazos extendidos.

La luz llegó…, golpeó…, se partió…

Aunque el mago tampoco habría prestado mucha atención, porque seguramente estaría demasiado preocupado pensando en la caminata de ocho mil kilómetros que le esperaba si quería volver a casa.

La señorita Flitworth jadeaba colina arriba, avanzando contra corriente de la luz, del nuevo día. Bill Puerta estaba absolutamente inmóvil. Sólo la hoja de la guadaña se movía entre sus dedos, a medida que la giraba en diferentes ángulos contra la luz.

Por último, pareció satisfecho.

Se dio la vuelta y la blandió de manera experimental en el aire.

La señorita Flitworth se puso las manos en las caderas.

—Venga, hombre —bufó—, no se // puede //afilar // nada // con // luz.

Se interrumpió.

Él blandió la hoja de nuevo.

—Cié//lo san//to.

Abajo, en el patio, de la granja, Cyril estiró su cuello pelado para hacer una nueva intentona. Bill Puerta sonrió y movió la hoja en dirección al sonido.

—¡Ko//riqui//roco//qui!

Sólo entonces bajó la guadaña.

AHORA SÍ ESTÁ AFILADA.

Su sonrisa se desvaneció, o al menos se desvaneció hasta donde le era posible.

La señorita Flitworth se dio la vuelta y siguió la dirección de su mirada, hasta llegar a la intersección: una tenue neblina sobre los campos de maíz.

La neblina parecía una pálida túnica gris, vacía, pero que daba la impresión de conservar la forma de quien la había llevado, como si la prenda estuviera tendida y recibiera el soplo de la brisa.

Tembló un instante, y luego desapareció.

—Lo he visto —dijo la señorita Flitworth.

NO ERA ÉL. ERAN ELLOS.

—¿Qué ellos?

SON COMO… —Bill Puerta movió la mano en un gesto vago, inseguro—, COMO CRIADOS. VIGILANTES. AUDITORES. COMO INSPECTORES.

La señorita Flitworth entrecerró los ojos.

—¿Inspectores? ¿Quiere decir algo así como los de hacienda?-dijo.

SUPONGO QUE SÍ…

El rostro de la anciana se iluminó.

—¿Por qué no lo dijo antes?

¿EL QUÉ?

—Mi padre me hizo prometer que jamás ayudaría a los de hacienda. Decía que, sólo con pensar en ellos, le daban ganas de ir a tumbarse un rato. Decía que estaba por un lado la muerte, y por otra los impuestos y que los impuestos eran mucho peores, porque al menos la muerte no te pasaba todos los años. Cuando empezaba con el tema de los de hacienda, nos teníamos que marchar de la habitación. Son unas criaturas espantosas. Siempre andan hurgando por ahí, y preguntándote qué tienes escondido entre la leña, o detrás de las puertas secretas del sótano. Esos canallas siempre se están metiendo donde nadie los llama.

Dejó escapar un bufido despectivo, Bill Puerta estaba impresionado. La señorita Flitworth era capaz de dar a la palabra «hacienda», que tenía dos vocales y un diptongo, toda la precisión tajante de un taco mucho más breve.

—Debió decirnos desde el principio que esa gente lo buscaba —insistió la anciana—. Los de hacienda no son nada populares por estas tierras. En los tiempos de mi padre, a cualquier inspector que viniera a chismorrear por aquí, le atábamos pesas a los pies y lo tirábamos al estanque.

PERO, SEÑORITA FLITWORTH…, EL ESTANQUE NO TIENE MAS QUE UNOS CENTÍMETROS DE PROFUNDIDAD.

—Sí, pero era muy divertido ver cómo lo averiguaban. Debió decírnoslo antes. Todo el mundo creía que tenía usted algo que ver con los… impuestos.

NO. NADA DE IMPUESTOS.

—Vaya, vaya, vaya. No tenía ni idea de que ahí arriba también había inspectores.

SÍ. EN CIERTO MODO.

La mujer se le acercó más.

—¿Cuándo vendrá él?

ESTA NOCHE. NO PUEDO DECIRLO CON PRECISIÓN. HAY DOS PERSONAS VIVIENDO CON EL MISMO TIEMPO. ESO HACE QUE LAS COSAS SEAN MÁS INCIERTAS.

—No sabía que una persona pudiera dar a otra parte de su vida.

PUES ES MUY HABITUAL.

—Pero ¿está seguro de que será esta noche?

SÍ.

—Y esa hoja funcionará, ¿verdad?

NO LO SÉ. HAY UNA POSIBILIDAD CONTRA UN MILLÓN.

—Oh. —La mujer parecía estar meditando acerca de otra cosa—. Así que tiene usted el resto del día libre, ¿no?

¿SÍ?

—Pues ya puede empezar a recoger la cosecha.

¿QUÉ?

—Así tendrá algo que hacer. No sirve de nada que se pase el día preocupado. Además, le estoy pagando seis peniques a la semana, y seis peniques son seis peniques.

La casa de la señora Cake estaba también en Elm Street. Windle llamó a la puerta.

Tras un rato, oyeron una voz apagada:

—¿Hay alguien ahí?

—Un golpe quiere decir «sí» —le explicó Schleppel.

Windle levantó la tapa de la ranura del buzón.

—Perdone…, ¿es la señora Cake?

La puerta se abrió.

La señora Cake no era como la había imaginado Windle. Era corpulenta, pero no en el sentido de la gordura. Sencillamente, estaba construida a una escala un poco superior a la normal. Era el tipo de persona que suele ir por la vida un poco encorvada y con cara de disculpa constante, por si acaso parece amenazadora sin querer. Además, tenía una magnífica mata de pelo que le coronaba la cabeza y le fluía sobre los hombros como una capa. También lucía unas orejas ligeramente puntiagudas y unos dientes que, pese a ser extremadamente blancos y bastante bonitos, reflejaban la luz de una manera algo inquietante. Windle se sorprendió ante la velocidad a la que sus agudizados sentidos de zombi llegaron a una conclusión. Bajó la vista.

Lupine estaba sentado sobre las patas traseras, demasiado emocionado como para siquiera agitar la cola.

—Me parece que no es usted la señora Cake… —señaló Windle.

—Usted busca a mi madre —respondió la alta joven—. ¡Madre! ¡Aquí hay un caballero!

El refunfuñar lejano se convirtió en un refunfuñar cercano, y después la señora Cake surgió desde detrás del costado de su hija como una pequeña luna que saliera de entre las sombras de un planeta.

—¿Qué quiere? —bufó la mujer.

Windle dio un paso atrás. A diferencia de su hija, la señora Cake era bastante bajita, y su cuerpo formaba una circunferencia casi perfecta. Y, también a diferencia de su hija, cuyo porte y movimientos tenían como único objetivo hacerla parecer más menuda, la mujer parecía imponente. La sensación se debía en buena medida a su sombrero. Windle descubriría mas adelante que lo llevaba puesto siempre, con la misma obsesión que un mago. Era un sombrero enorme, negro, y tenía cosas pegadas, como alas de pájaros, fresitas de cera y alfileres ornamentales. Carmen Miranda podría haber llevado un sombrero así al funeral de un continente. La señora Cake viajaba bajo él igual que la cesta viaja bajo el globo. La gente a menudo hablaba directamente con el sombrero.

—¿Señora Cake? —dijo Windle, fascinado.

—Estoy aquí abajo —le reprochó la voz.

Windle bajó la mirada.

—En persona —dijo la señora Cake.

—¿Tengo el placer de hablar con la señora Cake? —preguntó Windle.

—Sí, ya lo sé —respondió la señora Cake.

—Me llamo Windle Poons.

—Eso también lo sé.

—Verá, soy mago…

—De acuerdo, pero antes límpiese los pies.

—¿Puedo pasar?

Windle Poons hizo una pausa. Repasó las últimas frases de la conversación en la ajetreada sala de controles que era su cerebro. Luego sonrió.

—Exacto —dijo la señora Cake.

—¿Por casualidad es usted clarividente?

—Generalmente, unos diez segundos, señor Poons.

Windle titubeó.

—Tiene que hacer la pregunta —se apresuró a decirle la señora Cake—. Hay gente con muy mala idea que no me hace las preguntas cuando ya las he previsto y he dado la respuesta. Eso me provoca migrañas.

—¿Con qué anticipación ve el futuro, señora Cake?

La mujer asintió.

—Bueno, muy bien —dijo, ablandándose un poco. Lo guió por el vestíbulo, hacia la diminuta sala de estar. —Y el hombre del saco puede entrar, pero tendrá que dejar la puerta y meterse en el sótano. No me gusta tener hombres del saco por toda la casa.

—Uauh, hace siglos que no estaba en un sótano como debe ser —dijo Schleppel.

—Hay arañas —dijo la señora Cake.

—¡Estupendo!

—Y usted quiere una taza de té —dijo la señora Cake a Windle— Otra persona habría dicho «Supongo que querrá una taza de té», o bien «¿Quiere usted una taza de té?». Pero aquello era una afirmación.

—Sí, por favor —dijo Windle—. Me vendrá muy bien una taza de té.

—Pues no debería —replicó la señora Cake—. Es muy malo para los dientes.

Windle tuvo que meditar un instante.

—Con dos azucarillos, por favor —pidió.

—No está mal.

—Tiene usted una casa muy agradable, señora Cake —dijo Windle, con el cerebro trabajando a toda velocidad.

La costumbre de la señora Cake de responder a las preguntas antes de que se hubieran terminado de formar en la mente del otro eran una dura prueba incluso para el cerebro más activo.

—Murió hace diez años —replicó la mujer.

—En… —titubeó Windle. Pero la pregunta ya estaba en su laringe—. Espero que el señor Cake se encuentre bien.

—No pasa nada. De vez en cuando hablo con él.

—Cuánto lo lamento…

—De acuerdo, si así se encuentra más cómodo…

—En…, señora Cake, esto empieza a resultarme un poco confuso. ¿Podría usted…, le importaría… desconectar… su precognición?

La mujer asintió.

—Lo lamento. He cogido la costumbre de dejármela puesta —señaló—. Como aquí sólo estamos Ludmilla y yo, y Hombre-Un-Cubo… Es un espíritu —añadió—. Sabía que iba a preguntar eso.

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