El segador (Mundodisco, #11) – Terry Pratchett

Examinó la escena que se extendía ante sus ojos.

—¿Qué es ese trasto donde pones las semillas? —quiso saber.

Modo miró el objeto que tenía a un lado.

—Es bueno, ¿verdad? —asintió—. Lo encontré junto a los montones de stiércol.

Se me había roto la carretilla, eché un vistazo, y allí…

—Nunca había visto una cosa semejante —replicó Windle—. ¿Para qué iba alguien a hacer una cesta de alambre tan grande? Además, esas ruedas parecen demasiado pequeñas.

—Pero es muy cómodo empujarlo por el mango —señaló Modo—. Es increíble que alguien lo haya tirado. ¿Por qué habrán tirado una cosa así, señor Poons?

Windle contempló el carrito. No dejaba de tener la sensación de que el objeto le devolvía la mirada.

—A lo mejor ha llegado aquí él solo —se oyó decir.

—¡Claro, señor Poons! ¡Seguro que buscaba un lugar tranquilo! —rió Modo—. ¡Hay que ver qué cosas tiene usted!

—Sí —asintió Windle con tono desdichado.

Echó a andar hacia la ciudad, consciente de los ruidos de la puerta tras él. Si alguien me hubiera dicho hace un mes, pensó, que en pocos días habría muerto y estaría caminando por la carretera, seguido por un hombre del saco con problemas de timidez que se esconde tras una puerta…, diantres, me habría reído.

No, no me habría reído. Habría dicho «¿eh?» y «¿cómo?» y «¡habla más alto!», y de todos modos no habría entendido nada. Detrás de él, alguien ladró. Un perro lo estaba mirando. Era un perro muy grande, enorme. De hecho, el único motivo de que se le siguiera llamando perro, y no lobo, era que todo el mundo sabe que en las ciudades no hay lobos. El animal guiñó un ojo. No hubo luna llena anoche, pensó Windle.

—¿Lupine? —aventuró. El perro asintió. —¿Puedes hablar?

El perro sacudió la cabeza.

—¿Y qué haces ahora?

Lupine se encogió de hombros.

—¿Quieres venir conmigo?

Hubo otro encogimiento de hombros que casi verbalizó el pensamiento: ¿Por qué no? No tengo nada mejor que hacer…

Si alguien me hubiera dicho hace un mes, pensó Windle, que en pocos días habría muerto y estaría caminando por la carretera, seguido por un hombre del saco con problemas de timidez que se esconde tras una puerta y acompañado por una especie de versión en negativo de un hombre lobo…, diantres, probablemente me habría reído. Después de que me lo repitieran unas cuantas veces, claro. Y a gritos.

La Muerte de las Ratas reunió hasta al último de sus clientes, muchos de los cuales se habían encontrado en el tejado, y los guió entre las llamas hacia dondequiera que fueran las ratas buenas.

Le sorprendió mucho cruzarse con una figura llameante que se abría camino a través del caos incandescente de vigas derrumbadas y tablones incendiados. La figura subió por el infierno que eran las escaleras, mientras se sacaba algo de entre los restos de sus ropas y se lo colocaba cuidadosamente entre los dientes.

La Muerte de las Ratas no aguardó a ver qué sucedía a continuación. Aunque, en algunos aspectos, era tan antigua como la primera protorrata, también tenía menos de un día de vida, y no se encontraba muy cómoda en el papel de Muerte. Probablemente era consciente de que el sonido hueco, profundo, que hacía tambalearse los barriles, era el ruido del coñac que empezaba a hervir.

Y si algo caracteriza al coñac hirviente es que no hierve mucho rato.

La bola de fuego esparció trocitos de la posada en un radio de un kilómetro. De los agujeros donde se habían encontrado las ventanas surgieron llamas rojiblancas. Las paredes explotaron. Las vigas en llamas volaron por encima de las cabezas. Algunas fueron a estrellarse contra los tejados vecinos, iniciando más incendios.

Luego sólo quedó un brillo que hacía llorar los ojos.

Y, después, pequeñas sombras en el ulterior del brillo.

Las sombras se movieron, se reunieron, formaron la silueta de una figura alta que se movía con paso decidido. Llevaba algo en brazos.

La figura pasó entre la multitud de observadores cubiertos de ampollas, y echó a andar por el sendero fresco y oscuro que llevaba a la granja. La gente recuperó la capacidad de reacción y la siguieron. Se movían a través del crepúsculo como la cola de un oscuro cometa.

Bill Puerta subió por las escaleras que llevaban al dormitorio de la señorita Flitworth, y puso a la niña en la cama.

ELLA DIJO QUE HABÍA UN BOTICARIO CERCA DE AQUÍ.

La señorita Flitworth empujó a quien hizo falta hasta llegar a la primera fila, en la cima de las escaleras.

—Sí, hay uno en Chambly —asintió—. Pero también hay una bruja cerca de Lancre.

NADA DE BRUJAS. NADA DE MAGIA. Y TODOS LOS DEMÁS, QUE SE VAYAN.

No era una sugerencia. Ni siquiera era una orden. Era, sencillamente, una afirmación irrefutable.

La señorita Flitworth agitó los delgados brazos ante la gente.

—¡Venga, se acabó! ¡Eeeh! ¡Estáis en mi dormitorio! ¡Fuera de aquí!

—¿Cómo lo ha hecho? —preguntó alguien, entre las últimas filas de la multitud—. ¡Nadie habría podido salir vivo de allí! ¡Hemos visto cómo el lugar entero volaba por los aires!

Bill Puerta se giró lentamente.

NOS ESCONDIMOS EN EL SÓTANO —dijo.

—¡Eso es! ¿Veis? —exclamó la señorita Flitworth—. En el sótano.Es lógico.

—Pero si la taberna no tiene… —empezó alguien, titubeante.

Y se interrumpió. Bill Puerta lo miraba fijamente.

—En el sótano —se corrigió el hombre—. Sí. Claro. Buena idea.

—Muy buena idea —corroboró la señorita Flitworth—. Venga, todo el mundo fuera de aquí.

La oyó echar a la gente escaleras abajo, hacia la noche. La puerta se cerró de golpe. En cambio, no la oyó subir por las escaleras con un puchero de agua fría y un paño. La señorita Flitworth también podía caminar con pies ligeros cuando quería.

Entró en el dormitorio y cerró la puerta tras ella.

—Sus padres querrán verla —dijo—. La madre de la niña se ha desmayado, y Henry el Gordo, el del molino, noqueó a su padre cuando quiso meterse entre las llamas, pero en cuanto se despierten vendrán aquí.

Se inclinó y pasó el paño por la frente de la niña.

—¿Dónde estaba?

SE HABÍA ESCONDIDO EN UN ARMARIO.

—¿Para protegerse de un incendio? Bill Puerta se encogió de hombros.

—Lo que me parece increíble es que pudiera encontrarla, con tanto calor y tanto humo —siguió la anciana.

SUPONGO QUE TENGO TALENTO PARA ESO.

—Y la pobrecita no tiene ni un rasguño.

Bill Puerta hizo caso omiso de la pregunta que latía en su voz.

¿HA ENVIADO A ALGUIEN EN BUSCA DEL BOTICARIO?

—Sí.

ESE HOMBRE NO DEBE LLEVARSE NADA.

—¿Qué quiere decir?

QUÉDESE AQUÍ HASTA QUE SE VAYA. NO DEBE LLEVARSE NADA DE ESTA HABITACIÓN.

—Qué tontería. ¿Por qué iba a llevarse nada? ¿Qué iba a querer de aquí?

ES MUY IMPORTANTE. AHORA, TENGO QUE DEJARLA.

—¿Adónde va?

AL GRANERO. DEBO HACER ALGUNAS COSAS. PUEDE QUE NO QUEDE MUCHO TIEMPO.

La señorita Flitworth contempló la pequeña figura tendida en la cama. Se sentía superada por las circunstancias. Lo único que podía hacer era traer agua fresca.

—Parece como si estuviera durmiendo, nada más —dijo, impotente— ¿Qué le pasa?

Bill Puerta se detuvo en el rellano, junto a la cima de las escaleras.

ESTÁ VIVIENDO CON TIEMPO PRESTADO —dijo.

Había una vieja forja detrás del granero. Nadie la había utilizado desde hacía muchos años. Pero, ahora, de ella brotaba una luz roja y amarilla que iluminaba el patio y palpitaba como un corazón.

Y, como si fuera un corazón, se oía un sonido regular. El sonido acompañaba cada palpitar de la luz, que en esos momentos se tornaba azulada.

La señorita Flitworth se deslizó por la puerta entreabierta. Si hubiera sido el tipo de persona predispuesta a jurar, habría jurado que no había hecho ningún ruido audible por encima del crepitar del fuego y los martillazos, pero Bill Puerta se giró en redondo, blandiendo ante él una hoja curvada.

—¡Soy yo!

Él se relajó, o al menos su postura cambió a un nivel de tensión diferente.

—¿Qué demonios está haciendo?

Bill Puerta contempló la hoja que tenía entre las manos como si la viera por primera vez.

ME PARECIÓ QUE ERA EL MOMENTO DE AFILAR ESTA GUADAÑA, SEÑORITA FLITWORTH.

—¿A la una de la madrugada?

Él la miró, inexpresivo.

POR LAS NOCHES ESTÁ IGUAL DE EMBOTADA, SEÑORITA FLITWORTH.

La dejó caer contra el yunque.

¡Y NO PUEDO AFILARLA LO SUFICIENTE!

—Creo que el calor lo ha afectado… —dijo ella. Le tocó el brazo. —Además —añadió—, me parece que ya está lo suficientemente afilada como para…

Se detuvo en seco. Sus dedos se movieron por el hueso que era el brazo de Bill Puerta. Los apartó un instante, y luego volvió a rozarlo. Bill Puerta se estremeció. La señorita Flitworth no vaciló mucho tiempo. A lo largo de sus setenta y cinco años de vida, se había enfrentado a guerras, al hambre, a innumerables animales enfermos, a un par de epidemias y a miles de tragedias menudas, cotidianas. Un esqueleto deprimido no tenía nivel para entrar en la lista de las Diez Peores Cosas que había visto.

—Así que es usted —dijo.

SEÑORITA FLITWORTH, YO…

—Siempre supe que vendría algún día.

CREO QUE LO MEJOR SERÁ QUE…

—¿Sabe? Me he pasado la vida esperando a un caballero en un corcel blanco. —La señorita Flitworth sonrió—. He sido una mema, ¿eh?

Bill Puerta se sentó en el yunque.

—El boticario ha venido —le informó la mujer—. Dijo que no podía hacer nada. Dijo que la niña estaba bien. Pero seguimos sin poder despertarla. Y además, nos costó lo nuestro abrirle la mano. La tenía cerrada con todas sus fuerzas.

¡DIJE QUE NO DEBÍA LLEVARSE NADA!

—Tranquilo, tranquilo. Se lo dejamos en la mano.

BIEN.

—¿Qué era?

MI TIEMPO.

—¿Cómo?

MI TIEMPO. LO QUE ME QUEDA DE VIDA.

—Pues parecía un cronómetro para huevos pasados por agua. Para huevos muy caros, eso sí.

Bill Puerta pareció sorprendido.

SÍ. EN CIERTO MODO. LE HE DADO PARTE DE MI TIEMPO.

—¿Cómo es que usted necesita tiempo?

TODOS LOS SERES VIVOS NECESITAN TIEMPO. Y, CUANDO SE LES ACABA, MUEREN. CUANDO ESE TIEMPO SE ACABE, LA NIÑA MORIRÁ. Y YO TAMBIÉN. DENTRO DE POCAS HORAS.

—Pero usted no puede…

SÍ QUE PUEDO. ES DIFÍCIL DE EXPLICAR.

—Échese a un lado.

¿QUÉ?

—He dicho que se eche a un lado. Yo también quiero sentarme.

Bill Puerta le dejó sitio en el yunque. La señorita Flitworth se sentó.

—Así que va a morir —dijo.

SÍ.

—Y no quiere.

NO…

—¿Por qué no?

La miró como si estuviera chiflada.

PORQUE LUEGO NO HABRÁ NADA. PORQUE NO EXISTIRÉ.

—¿Eso es lo que les pasa a los humanos?

NO, CREO QUE NO. PARA USTEDES ES DIFERENTE. LO TIENEN TODO ORGANIZADO.

Los dos se quedaron sentados, contemplando cómo se apagaban los tizones en la forja.

—Bueno, ¿y para qué estaba afilando la guadaña? —quiso saber la señorita Flitworth.

CREÍ QUE A LO MEJOR PODRÍA… CONTRAATACAR…

—¿Ha servido de algo alguna vez? Con usted, quiero decir.

POR LO GENERAL, DE NADA, A VECES LA GENTE ME DESAFÍA A UN JUEGO. SE JUEGAN LA VIDA, VAMOS.

—¿Le ha ganado alguien?

NO. EL AÑO PASADO UN TIPO CONSIGUIÓ TRES CALLES Y TODAS LAS ESTACIONES.

—¿Qué? ¿Qué juego es ése?

NO ME ACUERDO BIEN. CREO QUE LO LLAMABAN «POSESIÓN EXCLUSIVA». YO ERA LA BANCA.

—Un momento —lo interrumpió la señorita Flitworth—. Si usted es usted, ¿quién vendrá a por usted?

LA MUERTE. ANOCHE, ALGUIEN ME PASÓ ESTO POR DEBAJO DE LA PUERTA.

La Muerte abrió la mano y le mostró un trocito de papel muy arrugado, en el que la señorita Flitworth pudo leer, no sin cierta dificultad, una sola palabra: OOoooEEEeeOOOoooEEeeeOOOoooEEee.

HE RECIBIDO LA NOTA DE UN BANSHEE CON UNA CALIGRAFÍA ESPANTOSA.

La señorita Flitworth lo miró de nuevo, entornando la cabeza.

—Pero…, corríjame si me equivoco, pero…

LA NUEVA MUERTE.

Puerta alzó la hoja.

ÉL SERÁ TERRIBLE.

La hoja giró entre sus manos. Una temblorosa luz azul recorrió el filo.

YO SERÉ EL PRIMERO.

La señorita Flitworth contempló la luz, fascinada.

—¿Como cuánto de terrible?

¿COMO CUÁNTO DE TERRIBLE ES LO MÁS TERRIBLE QUE PUEDE IMAGINAR?

—Oh.

PUES ASÍ DE TERRIBLE.

Blandió la hoja de manera experimental.

—Y también a por la niña —siguió la señorita Flitworth.

SÍ.

—Creo que no le debo ningún favor, señor Puerta. No creo que haya nadie en el mundo que le deba un favor.

PUEDE QUE TENGA RAZÓN.

—Pero claro, la vida también tendría que responder de un par de cosas. A cada cual lo suyo.

NO SABRÍA DECIRLE.

La señorita Flitworth le lanzó otra mirada larga, valorativa.

—Hay una piedra de moler bastante buena en aquel rincón —dijo.

YA LA HE USADO.

—Y tengo una afiladera en la alacena.

TAMBIÉN LA HE UTILIZADO.

—¿Aun así no está lo suficientemente afilada?

Bill Puerta suspiró.

PUEDE QUE NUNCA ESTÉ LO SUFICIENTEMENTE AFILADA.

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