El segador (Mundodisco, #11) – Terry Pratchett

De manera que le permitieron sentarse en un banco fuera de la taberna, en compañía de los ancianos.

En el edificio contiguo, las chispas brotaban de la chimenea del herrero del pueblo, y subían en espiral hacia el cielo del ocaso. Tras las puertas cerradas se oía el retumbar de los feroces martillazos. Bill Puerta se preguntaba por qué estaría siempre cerrada la herrería. La mayor parte de los herreros trabajaban con las puertas abiertas, de manera que su forja llegaba a convertirse en la sala de reuniones no oficial de cada pueblo. En cambio, éste se concentraba por completo en su trabajo…

—Hola, queleto.

Se volvió como un resorte.

La niña pequeña de la taberna lo estaba mirando con los ojos más penetrantes que había visto nunca.

—Eres un queleto, ¿a que sí? —insistió—. Se te nota por los huesos.

TE EQUIVOCAS, NIÑA PEQUEÑA.

—Sí que lo eres. Todo el mundo se convierte en queleto cuando se muere. Pero luego no van por ahí andando y hablando con la gente.

JA. JA. JA. ¿HABÉIS OÍDO A LA NIÑA?

—¿Y tú, por qué andas?

Bill Puerta miró a los ancianos. Parecían absortos en la competición.

MIRA, TE DIRÉ UNA COSA —susurró a la desesperada—. SI TE MARCHAS, TE DOY MEDIO PENIQUE.

—Yo tengo una máscara de queleto para ir por las casas la Noche de Todos los Huertos —insistió la chiquilla —. Es de papel. Te dan caramelos.

Bill Puerta cometió el error que habían cometido millones de personas con los niños pequeños, en circunstancias semejantes. Trató de razonar.

MIRA —le dijo—, SI DE VERDAD FUERA UN ESQUELETO, NIÑA PEQUEÑA, ESTOY SEGURO DE QUE ESTOS CABALLEROS TENDRÍAN ALGO QUE DECIR AL RESPECTO.

La chiquilla miró a los ancianos sentados al otro lado del banco.

—No, porque ellos ya son casi queletos también —replicó—. Me parece que no quieren ver a otro.

Él se rindió.

HE DE ADMITIR QUE EN ESO NO TE FALTA RAZÓN.

—¿Por qué no se te caen los trozos?

NO SÉ. NUNCA ME HA PASADO.

—Yo he visto queletos de pájaros y otras cosas, y a todos se les caen los trozos.

A LO MEJOR ES PORQUE ELLOS SON LO QUE ALGO FUE, MIENTRAS QUE ESTO ES LO QUE YO SOY.

—El boticario que hace las medicinas en Chambly tiene un queleto colgado de un gancho, con alambres para que no se le caigan los huesos —señaló la niña, con el tono de quien imparte una información obtenida tras una diligente investigación.

YO NO TENGO ALAMBRES.

—¿Los queletos vivos son diferentes de los queletos muertos?

SÍ.

—Entonces, lo que tiene él es un queleto muerto, ¿a que sí?

SÍ.

—¿Y antes estaba dentro de alguien?

SÍ.

—Puaj. Qué asco.

La niña contempló durante unos instantes el paisaje, a lo lejos.

—Tengo unos calcetines nuevos —dijo al final.

¿SÍ?

—Si quieres, te los dejo ver.

Un piececito sucio se presentó para su inspección.

VAYA, VAYA. QUÉ COSAS. CALCETINES NUEVOS.

—Me los ha hecho mi mamá. Con una oveja.

INCREÍBLE.

El horizonte sufrió otro examen detallado.

—¿Sabes? —siguió la niña— Hoy es…, es viernes.

SÍ.

—Me he encontrado una cuchara.

Bill Puerta se dio cuenta de que aguardaba, expectante. No estaba familiarizado con gente que tuviera una capacidad de concentración inferior a tres segundos.

—¿Trabajas para la señorita Flitworth?

SÍ.

—Mi papá dice que te has arrimado a buen árbol.

A Bill Puerta no se le ocurrió qué responder a aquella afirmación, sobre todo porque no la entendía. Era una de las muchas frases que confeccionaban los humanos, en apariencia llanas, pero que servían para ocultar algo más sutil, algo que a menudo se daba a entender por el tono de voz o una mirada especial. La niña no estaba practicando ninguna de las dos cosas.

—Mi papá dice que tiene cajas con tesoros.

¿DE VERDAD?

—Yo tengo dos peniques.

QUÉ COSAS.

—¡Sal!

Los dos alzaron la vista cuando la señora Lifton apareció en el umbral.

—Venga, a la cama. Deja de molestar al señor Puerta.

OH, LE ASEGURO QUE NO ME ESTA…

—Vamos, dile buenas noches.

—¿Cómo se duermen los queletos? No pueden cerrar los ojos, porque…

Bill Puerta escuchó las voces que se alejaban hacia el interior de la taberna.

—No debes llamar esas cosas al señor Puerta, aunque esté…, aunque sea…, tan…, aunque sea tan delgado…

—No importa, no es de los muertos.

La voz de la señora Lifton tenía el tono preocupado de alguien que no puede creerse lo que están viendo sus ojos. Él lo conocía bien.

—A lo mejor es que ha estado muy enfermo.

—Sí, más enfermo no ha podido estar.

Bill Puerta volvió a la granja, pensativo. Había luz en la cocina, pero él se fue directamente al granero, subió por la escalera hacia el altillo y se tendió entre el heno. Podía impedir el paso a los sueños, pero no podía dejar de recordar. Contempló la oscuridad. Tras un rato, se dio cuenta de que el susurro constante que oía era de múltiples pisadas diminutas. Se dio la vuelta.

Un reguero de pálidos espectros en forma de ratas recorría la viga que tenía justo encima de la cabeza. Se iban desvaneciendo poco a poco, y pronto no quedó más que el ruido de los pasos.

Tras los espectros de las ratas llegó… una forma.

Tenía unos quince centímetros de altura. Vestía una túnica negra. Sostenía una diminuta guadaña con una garrita esquelética. La nariz, blanca como el hueso, con frágiles bigotes grises, asomaba de la capucha envuelta en sombras.

Bill Puerta extendió una mano y la cogió. No ofreció resistencia, sino que se irguió en la palma de su mano y clavó la vista en él, de profesional a profesional.

Bill Puerta titubeó.

¿ERES…?

La Muerte de las Ratas asintió.

KIIIK.

RECUERDO —dijo lentamente Bill Puerta—, CUANDO ERAS PARTE DE MÍ…

La Muerte de las Ratas chilló de nuevo.

Bill Puerta rebuscó en los bolsillos de su mono. Se había guardado allí parte del almuerzo. AH, SÍ.

SUPONGO QUE PUEDES MATAR A UN TROZO DE QUESO —dijo.

La Muerte de las Ratas lo aceptó con cortesía, Bill Puerta recordaba haber visitado en cierta ocasión (sólo en una) a un hombre que se había pasado toda la vida encerrado en la celda de una torre, por no sabía qué crimen, y había domesticado a los pajarillos para que le hicieran compañía durante su cadena perpetua.

Los pájaros cagaban en su jergón y se comían sus escasas raciones, pero él los toleraba y sonreía al verlos entrar y salir volando entre los barrotes de la ventana. En aquella ocasión, la Muerte se había preguntado por qué alguien hacía semejante tontería.

NO TE RETRASARÉ MÁS —dijo—. SUPONGO QUE TIENES QUE HACER MUCHAS COSAS, VISITAR A MUCHAS RATAS… SÉ CÓMO SON ESTAS COSAS.

Y ahora lo comprendía, volvió a depositar a la figura sobre la viga, y se tendió en el heno.

NO DEJES DE VISITARME CUANDO PASES POR AQUÍ.

Bill Puerta contempló de nuevo la oscuridad.

Sueño. Percibía su presencia cercana. Sueño, con su corte de pesadillas.

Se quedó tendido en la oscuridad, resistiéndose.

El grito de la señorita Flitworth lo hizo incorporarse bruscamente Se sintió momentáneamente aliviado cuando el grito persistió. La puerta del granero se abrió de golpe.

—¡Bill! ¡Baje enseguida!

Él buscó a tientas la escalera.

¿QUÉ PASA, SEÑORITA FLITWORTH?

—¡Hay un incendio!

Echaron a correr por el patio, y salieron al camino. Sobre el poblado, el cielo estaba rojo.

—¡Vamos!

PERO SI EL INCENDIO NO ES NUESTRO.

—¡Pronto será de todos! ¡Se extiende por los tejados de paja!

Llegaron a la parodia de plaza del pueblo. La taberna estaba ya en llamas, la paja del techo ardía con un millón de chispas.

—¡La gente no hace más que mirar! —rugió la señorita Flitworth—. ¡Hay una bomba de agua y cubos por todas partes! ¿Es que nadie piensa?

Se oyó el ruido de un enfrentamiento cuando dos de los clientes habituales de la taberna intentaron impedir que Lifton corriera hacia el edificio. El hombre gritaba a pleno pulmón.

—La niña está dentro todavía —dijo la señorita Flitworth—. Eso es lo que ha dicho, ¿no?

SÍ.

Las llamas cubrían todas las ventanas del piso superior.

—Tiene que haber alguna manera de sacarla —insistió la señorita Flitworth—. Tenemos que buscar una escalera y…

NO DEBEMOS HACERLO.

—¿Qué? Hay que intentarlo. ¡No podemos dejar a nadie ahí dentro.

USTED NO LO ENTIENDE —insistió Bill Puerta—. JUGAR CON EL DESTINO DE UN SOLO INDIVIDUO PODRÍA ACABAR CON LA DESTRUCCIÓN DEL MUNDO ENTERO.

La señorita Flitworth lo miró como si se hubiera vuelto loco.

—¿Qué tonterías está diciendo?

QUE A TODO EL MUNDO LE LLEGA SU HORA DE MORIR.

La mujer se lo quedó mirando. Luego alzó la mamo y le dio una sonora bofetada en la cara. La tenía más dura de lo que ella esperaba. Dejó escapar un gemido y se lamió los nudillos.

—Se marchará de mi granja esta noche, señor Bill Puerta —rugió— ¿Entendido?

Luego se giró en redondo y echó a correr hacia la bomba de agua. Algunos hombres habían buscado unos ganchos largos y estaban arrancando del tejado manojos de paja en llamas. La señorita Flitworth organizó a un grupo para que llevara una escalera y la situara bajo una de las ventanas de los dormitorios. Pero, para cuando convencieron a un hombre para que trepara por ella tras la humeante protección de una manta empapada, la parte superior de la escalera ya estaba en llamas.

Bill Puerta contempló el incendio.

Se metió la mano en el bolsillo y sacó el reloj dorado. El cristal brillaba con chispas rojas a la luz del fuego. Volvió a guardarlo.

Parte del tejado se derrumbó.

KIIIK.

Bill Puerta bajó la vista. Una pequeña figura envuelta en una túnica desfiló entre sus piernas y se dirigió hacia la puerta llameante.

Alguien chillaba algo acerca de los barriles de coñac.

Bill Puerta volvió a meterse la mano en el bolsillo y se sacó el reloj de nuevo. Su siseo ahogó el rugir de las llamas. El futuro fluía hacia el pasado, y había mucho más pasado que futuro, pero lo que más lo sorprendió fue el hecho de que lo que fluía constantemente era el ahora.

Guardó el reloj con sumo cuidado.

La Muerte sabía que jugar con el destino de un solo individuo podía destruir el mundo entero. Lo sabía muy bien. Era un conocimiento que tenía perfectamente asimilado.

Pero comprendió que, para Bill Puerta, aquello eran chorradas.

OH, MIERDA —dijo.

Y corrió hacia el incendio.

—Mmmm. Soy yo, bibliotecario —dijo Windle, que intentaba gritar por el ojo de la cerradura—. Windle Poons.

Trato de dar más golpes en la puerta.

—¿Por qué no responde?

—Ni idea —dijo una voz detrás de él.

—¿Schleppel?

—Sí, señor Poons.

—¿Por qué estás detrás de mí?

—Tengo que estar detrás de algo, señor Poons. Para eso soy un hombre del saco.

—¿Bibliotecario? —insistió Windle, con más golpes en la puerta.

—Oook.

—¿Por qué no me dejas entrar?

—Oook.

—Pero es que tengo que investigar una cosa…

—¡Oook oook!

—Bueno, sí, lo estoy. ¿Y eso qué tiene que ver?

—¡Oook!

—¡No…, no es justo!

—¿Qué dice, señor Poons?

—¡Que no me deja entrar porque estoy muerto!

—Sí, lo de siempre. Ésa es la típica cuestión que siempre critica Reg Shoe, ¿sabe?

—¿Hay alguien más que entienda sobre eso de la fuerza vital?

—Bueno, está la señora Cake, claro. Pero es un bicho raro.

—¿Quién es la señora Cake? —Entonces, Windle cayó en la cuenta de lo que acababa de decir Schleppel—. ¿Un bicho raro? Oye, tú eres un hombre del saco.

—¿Nunca ha oído hablar de la señora Cake?

—No.

—No, claro, no creo que le interese mucho la magia… En cualquier caso, al señor Shoe no le gusta que hablemos con ella. Dice que explota a los muertos.

—¿Cómo?

—Es una médium. Bueno, más bien pequeña.

—¿De verdad? Está bien iremos a verla. Una cosa más, Schleppel…

—¿Sí?

—Me da escalofríos que estés siempre detrás de mí.

—Es que me pongo muy nervioso si no estoy detrás de algo, señor Poons.

—¿Y no puedes esconderte tras otra cosa?

—¿Qué sugiere, señor Poons? Windle meditó un instante.

—Sí, puede que funcione —dijo con voz pausada—. Lo único que necesito es un destornillador.

Modo, el jardinero, estaba de rodillas, plantando las dalias, cuando oyó una serie de sonidos rítmicos detrás de él, como los que haría alguien que intentara mover a rastras un objeto pesado.

Volvió la cabeza.

—Buenas noches, señor Poons. Veo que aún sigue muerto.

—Buenas noches, Modo. Estás dejando esto muy bonito.

—Señor Poons, hay alguien que le sigue detrás de una puerta.

—Sí, lo sé.

La puerta se movió cautelosamente por el sendero. Cuando pasó cerca de Modo, giró un poco, como si el que la transportara quisiera estar tan detrás de ella como fuera posible.

—Es una especie de puerta de seguridad —le explicó Windle.

Se detuvo un instante. Había algo que no encajaba. No sabía a ciencia cierta qué era, pero de repente había muchas cosas que no encajaban. Era como oír una nota discordante en una orquesta.

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