El segador (Mundodisco, #11) – Terry Pratchett

—Debe de ser verdad —asintió la mosca más vieja.

—Pues allí se debe de estar muy bien —siguió la joven.

—¿Sí? ¿Por qué?

—Porque nadie ha querido volver aquí.

Mientras que, por el contrario, los seres más viejos del Mundodisco eran los Pinos Contadores, que crecen en las nieves eternas de las altas Montañas del Carnero.

El Pino Contador es uno de los pocos ejemplos conocidos de evolución por préstamo.

Muchas de las especies existentes siguen el curso de la evolución por su cuenta y riesgo, aprendiendo a medida que ascienden, tal y como marca la naturaleza. Todo eso está muy bien, es muy natural y orgánico, en sintonía con los misteriosos ciclos del cosmos, que cree que no hay nada como unos cuantos millones de años de frustrante prueba y error para dar a una especie fibra moral y, en algunos casos, columna vertebral.

Esto sin duda está muy bien desde el punto de vista de la especie, pero, desde la perspectiva de los individuos que tienen que atenerse a la norma, el inventor de la misma es un auténtico cerdo, o al menos un pequeño reptil rosado devorador de raíces que quizá algún día evolucione hasta convertirse en un auténtico cerdo.

De manera que los Pinos Contadores se ahorraban todos los malos tragos mediante el sistema de permitir que el resto de la vegetación evolucionara en lugar de ellos. Una semilla de pino que aterrice en cualquier lugar del Disco recoge inmediatamente el código genético más efectivo de la zona gracias a la resonancia mórfica, y crece para convertirse en lo que mejor se adapte al suelo y al clima de la localidad. Por lo general, encima lo hace mucho mejor que los árboles nativos, cuyos puestos suele usurpar.

Pero, pese a todo esto, lo que hace más interesante a los Pinos Contadores es su manera de contar.

Se dieron cuenta, de una manera nebulosa, de que los seres humanos habían aprendido a averiguar la edad de los árboles contando los anillos del tronco, y por eso los primeros Pinos Contadores decidieron que ésa era la razón de que los humanos cortasen árboles.

Así, de la noche a la mañana, hasta el último de los Pinos Contadores reajustó su código genético para generar en su tronco, más o menos a la altura de los ojos humanos, en letras claras, su edad exacta. En menos de un año quedaron casi extinguidos por el interés que provocaron en el negocio de las placas ornamentales para los números de las casas, y sólo sobrevivieron unos pocos, en las zonas de más difícil acceso.

Los seis Pinos Contadores que formaban aquel grupo de árboles escuchaban al más viejo de ellos, cuyo retorcido tronco aseguraba tener treinta y un mil setecientos treinta y cuatro años de edad. La conversación que pasamos a relatar duró diecisiete años, pero la hemos acelerado un poco para su publicación.

—Recuerdo cuando todo esto no eran praderas.

Los pinos contemplaron los más de mil quinientos kilómetros de paisaje. El cielo parpadeaba como en los efectos especiales baratos de una película de viajes en el tiempo. La nieve aparecía, se aposentaba durante un instante y luego se fundía.

—Entonces, ¿qué había aquí? —quiso saber el pino más cercano.

—Hielo. Pero hielo de verdad, a ver si me entiendes. En aquellos tiempos, los glaciares eran como debían ser. No era como el hielo de ahora, que sólo dura una estación y se funde. Aquel hielo duró siglos.

—¿Qué le pasó?

—Se fue.

—¿Adónde?

—A donde se van las cosas. Todo va siempre a toda velocidad.

—Vaya, pues sí que fue duro.

—¿El qué?

—El invierno del que hablas.

—¿Y eso te parece un invierno? Cuando yo era un brote, sí que había inviernos de verdad…

Entonces, el árbol desapareció. Tras una pausa de un par de años producida por la sorpresa, uno de los árboles dijo:

—¡Ha desaparecido! ¡Como si tal cosa! ¡Un día estaba aquí, y al siguiente había desaparecido!

Si los otros árboles hubieran sido humanos, habrían arrastrado los pies en gesto de incomodidad.

—Son cosas que pasan, chico —dijo uno de ellos con cautela—. Se lo han llevado a un Lugar Mejor,[3] de eso puedes estar seguro. Siempre fue un buen árbol.

—¿Qué clase de «Lugar Mejor»? —quiso saber el joven árbol, que sólo tenía cinco mil ciento once años.

—Nadie lo sabe a ciencia cierta —dijo otro de sus congéneres. Se estremeció inseguro, mecido por un vendaval que duró una semana—. Pero creemos que tiene algo que ver con el… serrín.

Como los árboles no eran capaces de captar ningún acontecimiento que durase menos de un día, nunca oían el sonido de las hachas.

Windle Poons, el mago más viejo de toda la facultad de la Universidad Invisible…

… centro de la magia, la hechicería y las cenas pantagruélicas…

… también iba a morir.

Lo sabía, tenía el conocimiento del hecho de una manera frágil y temblorosa.

Por supuesto, meditó mientras hacía avanzar su silla de ruedas sobre las enormes losas en dirección a su estudio de la planta baja, si se plantea esto en términos más difusos, todo el mundo sabe que va a morir, incluso la gente del pueblo llano. Nadie sabe dónde estaba antes de nacer, pero, una vez naces, tardas poco en darte cuenta de que has llegado con el billete de vuelta ya reservado.

En cambio, los magos lo sabían de verdad. Si la muerte era cuestión de violencia, o un asesinato, no, claro. Pero si la muerte llegaba sencillamente porque se te acababa la vida…, bueno, en esos casos, los magos lo sabían. Por lo general, les llegaba la premonición con tiempo suficiente como para devolver todos los libros a la biblioteca, comprobar que su mejor traje estuviera limpio y pedir prestadas a los amigos grandes sumas de dinero.

Windle Poons tenía ciento treinta años. Pensó que, durante la mayor parte de su vida, había sido un anciano. Aquello no era justo.

Y nadie le había dicho nada. Lo había mencionado como de pasada en la Sala No-Común la semana anterior, pero nadie había captado la indirecta. Hoy, durante el almuerzo, apenas si le habían dirigido la palabra. Hasta los que decían ser sus mejores amigos parecían evitarlo, y eso que ni siquiera había intentado pedirles dinero.

Era como cuando nadie se acuerda de tu cumpleaños, pero peor.

Iba a morir solo. A nadie le importaba.

Abrió la puerta con un empujón de la silla de ruedas y palpó la superficie de la mesa situada junto a la puerta, en busca de la caja de yescas.

Esa era otra. Ya casi nadie utilizaba los yesqueros. Todos preferían las grandes cerillas amarillentas y malolientes que fabricaban los alquimistas. Windle se oponía abiertamente a aquello. El fuego era una cosa muy importante. Uno no debería ser capaz de encenderlo con tanta facilidad, era una verdadera falta de respeto. Así era la gente de hoy en día, siempre corriendo a todas partes, y… estaban los fuegos. Sí, además eso, en los viejos tiempos hacía mucho más calor. Los fuegos de ahora no te calentaban a menos que estuvieras casi encima de ellos. Era culpa de la madera, seguro, la madera no era ya como antes. Era más delgada. Más deshilachada. Ya nada tenía auténtica vida. Y los días eran más cortos. Mmm. Cada día tardaba un siglo en transcurrir…, cosa la mar de extraña, porque los días en plural pasaban como una estampida. La gente no necesitaba gran cosa de un mago de ciento treinta años, y Windle había adquirido la costumbre de llegar a la mesa de la cena con dos horas de antelación, simplemente para pasar el rato.

Días interminables que pasaban muy deprisa. Aquello no tenía sentido. Mmm. Pero claro, es que ahora ya las cosas no tenían tanto sentido como en los viejos tiempos.

Además, ahora se permitía que la Universidad estuviera dirigida por simples mocosos. En los viejos tiempos los dirigentes eran magos con todas las de la ley, hombres corpulentos con la constitución de barcazas, magos hacia los que uno podía alzar la vista.

Y luego, así, como si tal cosa, todos habían desaparecido, y Windle se encontraba tratado con condescendencia por aquellos muchachos, algunos de los cuales todavía conservaban sus propios dientes. Como aquel tal Ridcully. Windle lo recordaba con toda claridad. Un chaval flaco, con orejas de soplillo, nunca se sonaba bien la nariz, se había pasado la primera noche llorando y llamando a su mamá en el dormitorio común. Alguien había intentado explicar a Windle que ahora Ridcully era el archicanciller. Mmm. Debían de pensar que Windle era idiota.

¿Dónde estaba la maldita caja de yescas? Esos dedos…, en los viejos tiempos los dedos eran como debían ser…

Alguien apartó la cubierta de una lámpara. Otro alguien le puso una copa en la mano tanteante.

—¡Sorpresa!

En el salón de la casa de la Muerte hay un reloj con un péndulo semejante a una hoja cortante; pero no tiene manecillas, porque en la casa de la Muerte no existe más tiempo que el presente. (Por supuesto, hubo un presente antes del presente que hay ahora, pero también fue el presente. Simplemente, se trata de un presente más antiguo.)

El péndulo es una navaja que habría hecho que Edgar Allan Poe se rindiera y empezara de nuevo como actor en el circuito de provincias. Se balancea con un suave zumbido, cortando suavemente finas lonchas de intervalo de la panceta de la eternidad.

La Muerte pasó de largo junto al reloj para adentrarse en la sombría penumbra de su estudio. Albert, su criado, le estaba esperando con una toalla y un par de plumeros.

—Buenos días, señor.

En silencio, la Muerte se sentó en su gran silla. Albert le echó la toalla sobre los hombros angulosos.

—Otro bonito día —añadió en tono conversacional.

La Muerte no dijo nada.

Albert movió el plumero y echó hacia atrás la capucha de la Muerte.

ALBERT.

—¿Señor?

La Muerte le mostró el pequeño cronómetro de oro.

¿VES ESTO?

—Sí, señor. Muy bonito. Nunca había visto uno igual. ¿De quién es?

MIO.

Albert miró de soslayo. En una esquina del escritorio de la Muerte había un gran reloj, montado en una estructura de madera. No tenía arena.

—Creía que el suyo era ése, señor —dijo.

LO ERA. AHORA ES ÉSTE. UN REGALO DE DESPEDIDA. DEL MISMÍSIMO AZRAEL.

Albert examinó el objeto que la Muerte tenía en la mano.

—Pero… la arena, señor…, está cayendo.

ESO PARECE.

—Entonces, eso significa…, o sea…

SIGNIFICA QUE, UN DÍA, LA ARENA TERMINARÁ DE CAER, ALBERT.

—Eso ya lo sé. señor, pero…, usted…, yo creía que el Tiempo era algo que sólo les pasaba a los demás, señor. ¿No es verdad? A usted no, señor.

Antes del final de la frase, la voz de Albert se había convertido en un quejido implorante.

La Muerte se quitó la toalla y se levantó.

VEN CONMIGO.

—Pero usted es la Muerte, señor —siguió el criado, corriendo con sus piernecillas retorcidas a la alta figura que se dirigía pasillo abajo, hacia los establos—. Esto no será una especie de broma pesada, ¿verdad? —añadió con tono esperanzado.

EL SENTIDO DEL HUMOR NO ESTÁ ENTRE MIS VIRTUDES.

—Ya, claro que no, perdone, no pretendía ofenderle. Pero escuche, usted no puede morir, porque usted es la Muerte, no puede sucederse a sí mismo, sería como la serpiente ésa que se muerde la cola…

AUN ASI, VOY A MORIR. NO SE PUEDE APELAR.

—¿Y qué me pasará a mí? —casi chilló Albert.

El terror brillaba en sus palabras como destellos metálicos en el filo de una navaja.

HABRÁ UNA NUEVA MUERTE.

Albert se irguió.

—La verdad, señor, no creo que pueda servir a un nuevo amo-dijo.

EN ESE CASO, VUELVE AL MUNDO. TE DARÉ DINERO. HAS SIDO UN BUEN CRIADO, ALBERT.

—Pero es que, si vuelvo…

SI —asintió la Muerte—. MORIRÁS.

En la penumbra cálida, caballuna, del establo, el pálido caballo de la Muerte alzó la vista de sus recipientes para la avena, y le dedicó un breve relincho de saludo. El nombre del caballo era Binky. Se trataba de un caballo de verdad. A lo largo de su carrera, la Muerte había probado corceles de fuego y caballos esqueleto, pero no los encontraba nada prácticos, sobre todo los de fuego, que tenían tendencia a incendiar su lecho de paja y luego miraban a su amo con expresión de vergüenza.

La Muerte descolgó la silla de montar de su gancho y miró a Albert, que en aquellos momentos padecía una crisis de conciencia.

Hacía miles de años, Albert había optado por servir a la Muerte en vez de morir. No es que fuera exactamente inmortal. El tiempo real estaba prohibido en los dominios de la Muerte. Allí sólo existía un ahora siempre cambiante, pero que duraba muchísimo tiempo. Le quedaban menos de dos meses de tiempo real. Atesoraba sus días como si fueran lingotes de oro macizo.

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