El segador (Mundodisco, #11) – Terry Pratchett

Agredió al fuego de nuevo, y luego le lanzó otra mirada de varios megawatios.

—A mí me parece que siempre es muy importante ver lo que es realmente real y lo que no lo es, ¿y a usted?

¿SEÑORITA FLITWORTH?

—¿Sí?

¿LE IMPORTA SI PARO EL RELOJ?

La mujer miró en dirección al búho de ojos saltones.

—¿Qué? Oh. ¿Porqué?

LA VERDAD ES QUE ME CRISPA LOS NERVIOS.

—No suena demasiado fuerte, ¿verdad?

Bill Puerta habría querido decirle que cada tictac era como el martillazo de una barra de hierro contra un pilar de bronce.

NO ES MÁS QUE MOLESTO, SEÑORITA FLITWORTH.

—Bueno, párelo si quiere, cómo no. Yo sólo le doy cuerda para que me haga compañía.

Agradecido, Bill Puerta se levantó, rodeó cautelosamente la selva de adornos, y detuvo el péndulo en forma de piña. El búho de madera lo miró, y el tictac dejó de sonar, al menos en el mundo del sonido normal y corriente. Pero él estaba seguro de que, en otro lugar, el goteo del Tiempo continuaba inmutable. ¿Cómo podía soportarlo la gente? Incluso permitían que el Tiempo entrara en sus casas, como si fuera un amigo.

Volvió a sentarse.

La señorita Flitworth había empezado a hacer punto ferozmente.

El fuego crepitaba en la chimenea.

Bill Puerta se echó hacia atrás en la silla y contempló el techo.

—¿Se lo pasa bien su caballo?

¿PERDÓN?

—Su caballo. Lo he visto, parece que se lo está pasando bien en el prado-apuntó la señorita Flitworth.

OH. SÍ.

—El pobre se pasa el día corriendo, como si no hubiera visto hierba en su vida.

LE GUSTA LA HIERBA.

—Y a usted le gustan los animales. Se le nota.

Bill Puerta asintió. Sus reservas de charla insustancial, que nunca habían sido muy abundantes, estaban agotadas por completo.

Se quedó sentado en silencio durante un par de horas más, con manos aferradas a los brazos de la silla, hasta que la señorita Flitworth anunció que ella se iba a la cama. Entonces, Bill Puerta volvió al granero y se durmió.

Bill Puerta no se había dado cuenta de que se acercaba. Pero la figura gris que flotaba en la oscuridad del granero ya estaba allí.

Había cogido el reloj dorado.

Le dijo: Bill Puerta, se ha cometido un error.

El cristal se rompió en mil pedazos. Los finos segundos de oro brillaron en el aire durante un momento antes de posarse.

Le dijo: Vuelve. Tienes mucho trabajo. Se ha cometido un error.

La figura se desvaneció.

Bill Puerta asintió. Claro que se había cometido un error. Saltaba a la vista que se había cometido un error. En ningún momento había dudado de que se trataba de un error.

Arrojó el mono a un rincón y se vistió con la túnica de oscuridad absoluta.

Bueno, había sido toda una experiencia. Y si de algo estaba seguro era de que no querría volver a pasar por ella. Se sentía como si le hubieran quitado un enorme peso de encima.

¿En eso consistía estar vivo? ¿En sentir cómo se acercaba la oscuridad?

¿Cómo podían soportarlo? Pero lo soportaban, y hasta parecían disfrutar de sus vidas efímeras, cuando la única opción sensata sería la desesperación. Sorprendente. Sabían que sólo eran diminutos seres vivos, encajonados entre dos abismos de oscuridad. ¿Cómo podían soportar la vida?

Obviamente, había que nacer para ello.

La Muerte ensilló su caballo y lo hizo trotar por los campos. El maíz ondulaba como un mar. La señorita Flitworth tendría que buscarse otro ayudante si quería recoger la cosecha.

Qué cosa tan extraña. Había un sentimiento entremezclado con el alivio. ¿Pesar? ¿Qué era eso? Pero era un sentimiento de Bill Puerta, y Bill Puerta estaba… muerto. Nunca había vivido. Volvía a ser él mismo, el de siempre, a salvo en un lugar donde no había sentimientos. Ni pesares.

Nunca más pesares.

Y ahora estaba en su estudio, cosa rara, porque no conseguía recordar cómo había llegado allí. El momento anterior iba a lomos de su caballo, y ahora estaba en el estudio, con todos los estantes, los relojes y los instrumentos.

Además, era más grande de lo que recordaba. Las paredes se perdían a lo lejos.

Eso era cosa de Bill Puerta. A Bill Puerta le parecería grande aquel estudio, por supuesto, y lo más probable era que aún le quedaran dentro unos restos de su personalidad. Lo mejor que podía hacer era mantenerse ocupado. Lanzarse de lleno al trabajo.

Ya había unos cuantos relojes de vidas sobre su escritorio. No recordaba haberlos puesto allí, pero eso no tenía importancia. Lo más importante era ponerse a trabajar…

Cogió el que tenía más cerca, y leyó el nombre.

—¡Corikirococo!

La señorita Flitworth se incorporó bruscamente en la cama. Por el rabillo de los sueños, había oído otro ruido, el que seguramente había despertado al gallo.

Buscó a tientas una cerilla y al final consiguió encender la vela. Hurgó por debajo de la cama hasta dar con un machete, que el difunto señor Flitworth había utilizado a menudo en sus viajes de negocios por las montañas.

Bajó apresuradamente por las inseguras escaleras, y salió al aire frío del amanecer.

Se detuvo un instante ante la puerta del granero, titubeando. Luego abrió la puerta lo justo como para deslizarse hacia el interior.

—¿Señor Puerta?

Oyó un crepitar entre el heno, y luego se hizo un silencio atento.

¿SEÑORITA FLITWORTH?

—¿Me ha llamado usted? Estoy segura de que alguien ha gritado mi nombre.

Hubo otro crepitar, y la cabeza de Bill Puerta apareció por el borde del altillo.

¿SEÑORITA FLITWORTH?

—Sí, claro, ¿a quién esperaba? ¿Se encuentra bien?

EH… SÍ. SÍ. CREO QUE SÍ.

La mujer apagó la vela. La luz previa al amanecer permitía ya ver.

—Bueno, como usted diga… Ya que estoy levantada, será mejor que ponga a hacer las gachas.

Bill Puerta volvió a tumbarse en el heno hasta que tuvo la seguridad de que podía confiar en sus piernas para que lo transportaran. Luego bajó y echó a andar por el patio en dirección a la granja.

No dijo ni una palabra mientras la mujer le ponía delante el cuenco de gachas y las ahogaba con leche. Por último, no pudo contenerse más. No sabía bien cómo formular las preguntas, pero necesitaba desesperadamente las respuestas.

—SEÑORITA FLITWORTH?

—¿Sí?

¿CÓMO SE LLAMA ESO… POR LA NOCHE… CUANDO UNO VE COSAS, O NO SON COSAS DE VERDAD?

La mujer se incorporó, con la cacerola de las gachas en una mano y el cucharón en la otra.

—¿Se refiere a lo de soñar?

¿ESO ES SOÑAR?

—¿Es que usted no sueña? Creía que todo el mundo soñaba.

¿SOBRE COSAS QUE VAN A SUCEDER?

—Ah, a eso lo llaman premoniciones. Yo, personalmente, nunca he creído en ellas. ¡No irá a decirme que no sabe qué son los sueños!

NO. NO. CLARO QUE NO.

—¿Por qué está tan preocupado, Bill?

DE PRONTO, SÉ QUE VAMOS A MORIR.

La mujer lo miró, pensativa.

—Bueno, como todo el mundo —señaló al final— Ha estado soñando con eso, ¿no? Todos nos sentimos así de vez en cuando. Yo que usted no me preocuparía demasiado. Lo mejor que puede hacer para que se le pase es mantenerse ocupado y tener alegría, como siempre digo yo.

¡PERO LLEGARÁ NUESTRO FINAL!

—Bueno, tampoco es para tanto —replicó la señorita Flitworth—. Supongo que todo depende de cómo se haya portado cada uno en la vida.

¿PERDÓN?

—¿Es usted creyente?

¿QUIERE DECIR QUE TRAS LA MUERTE SUCEDE LO QUE UNO CREÍA QUE IBA A SUCEDER?

—Sería bonito, ¿verdad? —respondió ella alegremente.

PERO, ES QUE…, VERÁ, YO NO SÉ LO QUE CREO. CREO EN… NADA.

—Vaya, sí que estamos pesimistas esta mañana, ¿eh? —rió la señorita Flitworth—. Lo mejor que puede hacer es acabarse esas gachas. Le irán bien. Dicen que son buenas para los huesos.

Bill Puerta miró el contenido del cuenco.

¿PUEDE PONERME MAS?

Bill Puerta se pasó el resto de la mañana cortando madera. Era una labor agradablemente monótona.

Cansarse. Eso era lo más importante. Sin duda había dormido antes de la noche anterior, pero había estado demasiado cansado como para soñar. Y estaba decidido a no volver a soñar. El hacha ascendía, descendía sobre los troncos como la maquinaria de un reloj.

¡No! ¡Nada de relojes!

Cuando volvió a la granja, la señorita Flitworth tenía varios pucheros en la cocina.

HUELE BIEN —señaló Bill, en un esfuerzo de amabilidad.

Levantó la tapa de una de las cazuelas. La señorita Flitworth se volvió rápidamente.

—¡No toque eso! ¡No lo pruebe! ¡Es para las ratas!

¿ES QUE LAS RATAS NO SE ALIMENTAN SOLAS?

—Vaya si lo hacen. Por eso les vamos a dar una ración extra antes de que empiece la cosecha. Unas cuantas gotas de esto cerca de sus agujeros… y se acabaron las ratas.

Bill Puerta tardó un buen rato en sumar dos y dos, pero, cuando por fin lo consiguió, fue como si se aparearan dos megalitos.

¿ESTO ES VENENO?

—Esencia de escorpión mezclada con harina de avena. Nunca falla.

¿Y SE MUEREN?

—Al instante. Estiran la pata enseguida. Nosotros comeremos pan con queso —añadió—. No pienso cocinar dos veces al día, y esta noche vamos a comer pollo. Ahora que lo pienso, hablando del pollo…, venga.

Cogió un cuchillo de su gancho y salió al patio. Cyril, el gallo, le miró con gesto de sospecha desde la cima del estercolero. Su harén de gallinas gordas y bastante viejas, que habían estado picoteando el suelo, anadearon inseguras en dirección a la señorita Flitworth, con el andar torpe de todas las gallinas a lo largo y ancho del Multiverso. La mujer se inclinó rápidamente y atrapó a una.

El animal miró a Bill Puerta con ojos brillantes, estúpidos.

—¿Sabe desplumar un pollo? —preguntó la señorita Flitworth.

Bill miró a la gallina. Luego miró a la anciana. Luego otra vez a la gallina.

PERO… LAS HEMOS ALIMENTADO… —dijo con tono desamparado.

—Exacto. Y ahora ellas nos alimentarán a nosotros. Ésta no pone huevos desde hace meses. Así funcionan las cosas en el mundo de los pollos. El señor Flitworth solía retorcerles el cuello, pero yo no le cogí el tranquillo. Con el cuchillo se ensucia todo más, y luego corren un rato, pero están muertas, y lo saben.

Bill Puerta consideró sus opciones. La gallina había clavado en él un ojo como una cuenta de cristal. Los pollos son mucho menos interesantes que los humanos, y carecen de los sofisticados filtros mentales que les permiten no ver lo que tienen delante. Aquella gallina sabía muy bien dónde estaba y qué estaba mirando.

Bill Puerta vio su vida minúscula, sencilla, y advirtió cómo se derramaban los últimos segundos.

Nunca había matado. Se había llevado vidas, pero sólo cuando ya habían concluido. Hay una gran diferencia entre robar algo y encontrárselo.

NO, EL CUCHILLO NO —dijo, rindiéndose—. DÉME A LA GALLINA.

Se dio la vuelta un instante, y luego tendió el cuerpo inerte a la señorita Flitworth.

—Bien hecho —aprobó ella.

La mujer volvió a la cocina.

Bill Puerta sintió la mirada acusadora de Cyril.

Abrió la mano. En su palma brillaba un pequeño punto de luz.

Sopló suavemente sobre él, hasta que se desvaneció.

Después del almuerzo, pusieron el veneno para las ratas. Él se sintió como un asesino.

Murieron muchas ratas.

Bajo el suelo, en los túneles que discurrían por debajo del granero, en el más profundo de ellos, excavado hacía mucho tiempo por antepasados roedores largo tiempo olvidados, algo apareció en la oscuridad.

Dio la impresión de que no se decidía por una forma concreta. Comenzó como un trozo de queso de aspecto altamente sospechoso. Esto no pareció funcionar.

Luego probó con algo que se asemejaba mucho a un terrier pequeño, hambriento. También rechazó esta opción.

Por un momento, fue una trampa de mandíbulas de acero. Obviamente, no era la forma adecuada.

Buscó nuevas ideas a su alrededor y, para su propia sorpresa, le llegó una con toda suavidad, como si viniera de muy cerca. No era tanto una forma como el recuerdo de una forma.

La probó, y descubrió que, aunque no era en absoluto adecuada para el trabajo, de una manera profundamente satisfactoria sí era la única forma posible.

Empezó a trabajar.

Aquella tarde, los hombres de dedicaron a practicar el tiro con arco en la pradera. Bill Puerta se había labrado concienzudamente la reputación local de ser el peor arquero en toda la historia de la toxofilia. A nadie se le había ocurrido nunca que clavar flechas en el sombrero de un espectador situado tras el arquero era, obviamente, mucho más difícil que limitarse a acertar en una diana bastante grande situada a tan sólo cincuenta metros.

Era increíble la cantidad de amigos que podía ganar uno con sólo ser un perfecto inútil, siempre que la inutilidad fuera tanta como para resultar divertida.

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