—Bueno, no. En realidad, no. Pero ¿no deberías meterte en el armario de alguien? Cuando yo era niño, ahí era donde se escondían los hombres del saco.
—En estos tiempos no es fácil encontrar un buen armario, señor Poons.
Windle suspiró.
—De acuerdo. La parte de debajo de la cama es toda tuya. Ponte cómodo.
—La verdad, señor Poons, si no le molesta, preferiría volver a acechar desde detrás de la puerta.
—Como quieras.
—¿Le importa cerrar los ojos un momento?
Obediente, Windle cerró los ojos.
Sintió otro tenue movimiento en el aire.
—Ya puede mirar, señor Poons.
Windle abrió los ojos.
—Caray —se sorprendió la voz de Schleppel—, si hasta tiene aquí un gancho para colgar la chaqueta, y todo.
Windle observó cómo los bolos de latón de la cabecera de su cama se desenroscaban solos.
Un temblor sacudió el suelo.
—¿Qué pasa, Schleppel? —preguntó.
—Una acumulación de fuerza vital, señor Poons.
—¿Cómo? ¿Es que lo sabes?
—Oh, sí. Eh, oiga, aquí detrás hay un cerrojo, y un pestillo, y una placa de latón, ¡hay de todo…!
—¿Qué quiere decir eso de una acumulación de fuerza vital?
—… y las bisagras, éstas sí que son de las buenas, nunca había tenido una puerta con…
—¡Schleppel!
—No es más que fuerza vital, señor Poons. Ya sabe. Esa fuerza que tienen las cosas que están vivas. Pensaba que los magos entendían de estas cosas.
Windle Poons abrió la boca para decir algo así como «claro que entendemos» antes de empezar a averiguar diplomáticamente qué diantres estaba diciendo el hombre del saco, pero recordó a tiempo que ya no tenía por qué comportarse de esa manera. Eso era lo que habría hecho de estar vivo, pero, pese a lo que asegurase Reg Shoe, era muy difícil mostrarse orgulloso cuando uno estaba muerto. Rígido, sí, pero no orgulloso.
—No tengo ni la menor idea —dijo—. ¿Para qué se está acumulando?
—Ni idea. No debería hacerlo en esta época del año. Por estas fechas, lo lógico sería que estuviera muriendo por ahí —respondió Schleppel.
El suelo tembló de nuevo. En aquel momento, el tablón bajo el cual se habían ocultado las escasas posesiones de Windle empezó a crujir, y le brotaron ramitas.
—¿En esta época del año? —insistió Windle con tono fascinado.
—Lo normal es que suceda en primavera —le explicó la voz desde detrás de la puerta—. Los narcisos brotan del suelo y esas cosas.
—No tenía ni idea.
—Yo creía que los magos lo sabían todo acerca de todo.
Windle contemplo su sombrero de mago. No le había sentado bien el enterramiento y el posterior cavado de túneles, pero la verdad era que, después de más de un siglo de uso continuado, tampoco era ya el culmen de la haute couture.
—Siempre se puede aprender algo —dijo.
Llegó un nuevo amanecer. Cyril, el gallo, se desperezó en su palo.
Las palabras trazadas en riza brillaban a la media luz del alba.
Se concentró.
Tomó aliento.
—¡Kicorrocoki!
Ahora que estaba resuelto el problema de memoria, lo único preocupante era la dislexia.
Arriba, en los prados más elevados, el viento soplaba con fuerza, y él sol brillaba cerca de la tierra. Bill Puerta recorría los montones de hierba cortada en la colina como una barca motora sobre una ola verde.
Se preguntaba si había sentido alguna vez antes el viento y la luz del sol. Sí, los había sentido, tenía que haberlo sentido. Pero nunca los había experimentado de aquella manera. La manera en que el viento te empujaba, en que el sol le daba calor. La manera en que uno sentía el paso del Tiempo.
Que te arrastraba con él.
Se oyeron unos golpecitos tímidos en la puerta del granero.
¿SÍ?
—Baje un momento, Bill Puerta.
Descendió en la oscuridad y abrió la puerta con cautela.
La señorita Flitworth protegía con la mano una vela encendida.
—Mmm —dijo.
¿CÓMO?.
—Si quiere, puede entrar en la casa. Para pasar la velada. La noche no, claro. Es que no me gusta la idea de que esté usted aquí tan solo cuando yo tengo la chimenea encendida y todo eso.
A Bill Puerta no se le daba bien leer en las expresiones de los rostros. Era una habilidad que nunca había necesitado. Contempló la sonrisa tensa, preocupada, suplicante, de la señorita Flitworth, como un babuino que buscara el significado de la Piedra Rosetta.
GRACIAS —dijo.
La mujer salió arrastrando los pies.
Cuando él llegó a la casa, no la encontró en la cocina. Siguió la pista de un sonido de algo al rascar, que lo llevó por un estrecho pasillo hasta una puerta baja. La señorita Flitworth estaba a cuatro patas en la pequeña habitación que había al otro lado. Trataba febrilmente de encender la chimenea.
Cuando llamó educadamente a la puerta abierta, la mujer alzó la vista, confusa.
—Casi ni vale la pena gastar una cerilla —murmuró a modo de disculpa, avergonzada—. Siéntese, prepararé un poco de té para los dos.
Bill Puerta se acomodó como pudo en una de las sillas estrechas situadas junto a la chimenea, y observó la habitación.
Era una sala poco corriente. Fueran cuales fueran sus funciones, no estaba entre ellas la posibilidad de que alguien la habitara. La cocina era una especie de espacio exterior con techo y el eje de las actividades de la granja, y en cambio aquella habitación se asemejaba mucho más a un mausoleo.
Aunque se pudiera pensar lo contrario, Bill Puerta no estaba familiarizado con las decoraciones funerarias. Las muertes rara vez tenían lugar dentro de las tumbas, si se exceptuaban algunos casos muy aislados y desafortunados. Al aire libre, en el fondo de los ríos, a medio camino del aparato digestivo de los tiburones, en toda una amplia gama de lechos, sí…, en las tumbas, no.
Su trabajo consistía en separar el germen de trigo que era el alma de la broza del cuerpo mortal, y por lo general concluía mucho antes que los ritos asociados con algo que, analizado fríamente, no era más que una reverente forma de tirar la basura.
Pero aquella sala parecía una de las tumbas de esos reyes que se quieren llevar con ellos todo lo que tienen.
Bill Puerta se quedó sentado, con las manos sobre las rodillas, mirándolo todo.
En primer lugar, estaban los adornos. Había más teteras de las que parecían posibles. Perritos de porcelana con ojos que miraban fijamente. Extrañas bandejas para tartas. Una mezcolanza de estatuas y platos de cerámica pintados con alegres mensajes escritos en ellos: Recuerdo de Quirm, Una Vida Larga y Feliz. Los objetos cubrían hasta la última superficie plana en un estado de democracia absoluta, de manera que un antiguo candelabro de plata, bastante valioso, estaba junto a un perrito de porcelana de brillantes colores con un hueso en la boca y una expresión de culpable estupidez.
Los cuadros ocultaban las paredes por completo. La mayor parte de ellos estaban pintados en tonos tierra, y mostraban deprimidos rebaños de ganado en paisajes húmedos y nebulosos.
En realidad, los adornos también ocultaban los muebles, cosa que no era ninguna pérdida. Aparte de las dos sillas que gemían bajo el peso de los macasares acumulados, el resto del mobiliario no parecía tener más objetivo que sostener los adornos. Había mesitas ahusadas por todas partes. La alfombra era de retales. A alguien le debía de haber gustado mucho hacer trabajos manuales con retales. Y, por encima de todo, en torno a todo, impregnándolo todo, estaba aquel olor.
Olía a tardes largas, aburridas.
En un aparador cubierto por telas había dos pequeños cofres de madera, flanqueando otro más grande. Pensó que aquellos debían de ser los famosos cofres del tesoro.
De pronto, fue consciente de un tictac.
Había un reloj en la pared. Por lo visto, alguien había considerado que sería una idea divertida hacer un reloj en forma de búho. Cuando el péndulo se movía, los ojos del búho iban de un lado al otro en un gesto que a aquellos gravemente enfermos de aburrimiento les debía de parecer bastante divertido. Si lo mirabas fijamente un rato, tus propios ojos empezaban a oscilar por simpatía.
La señorita Flitworth entró precipitadamente con una bandeja cargada de cosas. La sala se convirtió en un torbellino de actividad mientas la mujercita llevaba a cabo la ceremonia alquímica de preparar el té, untar de mantequilla los panecillos, distribuir los bizcochos, pescar terrones de azúcar…
Por fin, se sentó. Entonces, como si llevara veinte minutos en estado de reposo absoluto, le dirigió una sonrisa jadeante.
—Bueno…, qué agradable es esto.
SÍ, SEÑORITA FLITWORTH.
—En estos tiempos no tengo muchas ocasiones para abrir la sala.
NO.
—No. Desde que perdí a mi padre, no…
Por un momento, Bill Puerta se preguntó si la mujer habría perdido al difunto señor Flitworth en la sala. Quizá el pobre se había extraviado en el laberinto de adornos. Luego recordó que a veces los humanos tenían una manera muy rara de decir las cosas.
AH.
—Siempre se sentaba en esa misma silla, a leer el Almanaque.
¿ERA UN HOMBRE ALTO, CON BIGOTE? —aventuró—. ¿LE FALTABA LA PUNTA DEL DEDO MEÑIQUE DE LA MANO IZQUIERDA?
La señorita Flitworth se lo quedó mirando por encima de la taza.
—¿Lo conocía usted? —preguntó.
CREO QUE NOS VIMOS EN UNA OCASIÓN.
—Nunca lo mencionó —insistió la señorita Flitworth con malicia—. Al menos, no por el nombre de Bill Puerta.
NO ES PROBABLE QUE LE HABLARA DE MÍ —replicó Bill Puerta pausadamente.
—Claro, claro, lo entiendo —asintió la señorita Flitworth—. Sé a qué se refiere. Mi padre también hacía algo de contrabando. Bueno, es que esta granja no es muy grande. No da tanto como para vivir. Él siempre decía que un hombre tiene que hacer todo lo que puede. Supongo que estaba usted en el mismo tipo de negocio. Le he estado observando. Seguro que se dedicaba a eso.
Bill Puerta meditó a fondo.
TRANSPORTES —dijo al final.
—Sí, claro, algo semejante. ¿Tiene usted familia, Bill?
UNA HIJA.
—Qué bonito.
ME TEMO QUE HEMOS PERDIDO EL CONTACTO.
—Es una lástima —replicó la señorita Flitworth, con un tono de sinceridad absoluta—. Aquí solíamos pasarlo muy bien en los viejos tiempos. Eso era cuando mi muchacho vivía, por supuesto.
¿TIENE USTED UN HIJO? —preguntó Bill, que estaba perdiendo el hilo. La mujer le lanzó una mirada agria.
—Le ruego que considere bien la palabra «señorita»-dijo—. En esta zona nos tomamos esas cosas muy en serio.
LE PIDO DISCULPAS.
—No, se llamaba Rufus. Era contrabandista, como mi padre. Aunque que no tan bueno. Eso tengo que reconocerlo. Lo suyo era más artístico. Siempre me traía montones de cosas del extranjero, ¿sabe? Joyas y esas cosas. Y también íbamos a bailar. Recuerdo que Rufus tenía unas bonitas pantorrillas. Me gustan los hombres con buenas piernas.
Contempló fijamente la chimenea durante un rato.
—Es que… un día, no regresó. Fue poco antes de nuestra boda. Mi padre dijo que no debió intentar cruzar las montañas estando tan próximo el invierno, pero yo sé que quería hacerlo para poder traerme un regalo bonito. También quería ganar dinero para impresionar a mi padre, que se oponía a…
Cogió el atizador y golpeó los tizones con más rabia de la que merecían.
—El caso es que algunos dijeron que había huido muy lejos, a Farferee o a Ankh-Morpork, a un sitio de ésos, pero yo sé que nunca me habría hecho una cosa semejante.
La mirada penetrante que lanzó a Bill Puerta lo clavó en la silla.
—¿Qué opina usted, Bill Puerta? —preguntó bruscamente.
LAS MONTAÑAS PUEDEN SER MUY TRAICIONERAS EN INVIERNO, SEÑORITA FLITWORTH.
La mujer pareció aliviada.
—Eso es lo que siempre he dicho yo —asintió—. ¿Sabe otra cosa, Bill Puerta? ¿Sabe lo que pensé?
NO, SEÑORITA FLITWORTH.
—Como le he dicho, eso fue el día anterior a nuestra boda. Después uno de sus ponis de carga volvió solo, y los hombres fueron a buscarlo y encontraron la avalancha…, ¿sabe lo que pensé yo? Que aquello era ridículo. Que era estúpido. ¿No es terrible? Bueno, después también pensé otras cosas, claro, pero lo primero que me dije fue que el mundo no debería comportarse como si todo estuviera en una especie de libro. ¿No es espantoso que pensara una cosa semejante?
PERSONALMENTE, NUNCA HE CONFIADO MUCHO EN LOS DRAMAS TEATRALES, SEÑORITA FLITWORTH.
En realidad, ella no le escuchaba.
—Y pensé, ahora la vida espera de mí que me pase varios años vestida con el traje de novia y caminando como un espectro, que me vuelva tarumba. Eso es lo que quiere que haga. ¡Ja! ¡Ni hablar! Así que puse el vestido de novia en la bolsa de los trapos, e invitamos a todo el mundo al almuerzo de bodas, porque era un crimen que se desperdiciara una comida tan buena.